Para el escritor bogotano Ricardo Silva Romero, ‘Ficcionario’, el libro que está poniendo en librerías por estos días, representa una mezcla de sentimientos en muchos sentidos: tanto personales como sobre el oficio mismo del autor.
En lo personal, como él mismo anota, el libro se gestó en medio de lo que denomina “la mayor felicidad y la peor tristeza”. “Terminé este libro para mi esposa el día en que nuestra hija Inés cumplió un año. Mi papá murió quince días después y fue devastador para todos”, anota en el epílogo.
Pero a la vez, se trata de un regalo que Silva siempre se había postergado: tomar distancia por un momento de la narrativa literaria, para experimentar con el ensayo.
A lo largo de estos textos, que se leen de manera fluida e hipnótica, Silva va llevando al lector por muchos de los temas que siempre le han interesado.
Todos están atravesados por dos ejes que parecen dominar la vida humana: el drama y la ficción.
“Buena parte de este libro tiene mucho que ver con morir, con la estructura del drama como una forma de celebrar la vida y encarar el fin, y con la muerte como el lugar en donde cesan el tiempo y el drama, y es como si me hubiera pasado las últimas semanas de la vida de mi padre preparando frase por frase y palabra por palabra para no tenerlo a él a la mano ni al otro lado del teléfono y para darme pie a la esperanza de que la muerte –el fin del tiempo, el fin del drama– sea también una ficción y también sea por algo y para algo”.
¿Es esta una larga entrevista a usted mismo a lo largo de 35 reflexiones?
Creo que es la mejor definición que he oído de este libro: una entrevista que me hago a mí mismo sobre lo que hago, en la que pude explorar, ahora que lo pienso, la idea de que la estructura dramática, que es un enigma en tres actos, no solo es el esqueleto del arte sino la forma más probable de la vida. Una entrevista en voz alta en la que también sospecho que la esencia de la experiencia humana es el suspenso, que todos los artistas son actores más o menos cobardes y que la ficción es tan importante como la digestión para todos los que tratamos de seguir viviendo. Pero para no responder lo que me da la gana, como hacen los políticos, diré que me encontré con esta persona de puertas para adentro, una que, desde los 22 años, está viviendo de un oficio que empezó a aprender a los 15.
Usted anota al final que este libro también tiene mucho que ver con morir. ¿Por qué?
Sí, porque el fin de la vida es el fin del tiempo y el fin del drama. Dicho de otra manera: la vida, como cada drama, alcanza un clímax y luego se resuelve en la muerte –y a veces el clímax es la muerte–, y todo esto que estamos haciendo en el mundo, y todo esto que estamos relatando, lo estamos haciendo para que no sea en vano nuestra experiencia en este cuerpo que un día se va a agotar.
‘Ficcionario’ está atravesado por dos ideas: el drama y la ficción. ¿Qué reflexión le suscita cada una?
La ficción es el gran descubrimiento humano: es la prueba reina de que hemos sido incapaces de vivir sin entender, sin retener lo vivido, sin hallarle la cara a todo lo que hay y a todo lo que pasa. El drama, que es una forma tan estricta como un soneto, y como un soneto puede caer en manos de maestros, no es un formulario ni es un capricho: responde al hallazgo de que nuestro cuerpo, que para algunos es todo lo que hay, vive una carrera contra el tiempo y espera descubrir su propia meta antes de que le llegue el final.
Usted aprovecha la imagen de su padre, un físico leyendo el tarot, para hablar de lo que sucede durante la ficción. ¿Por qué?
Mi papá repetía, desde la Física, que el tiempo no existe: que es, en buena medida, una ficción, un acuerdo, una medida de esta experiencia. Creo que, visto de ese modo, no resulta extraño sino consistente que haya sido un extraordinario lector del tarot: leía lo que pasó, lo que está pasando y lo que va a pasar como si todo fuera el presente, como si todo fuera un retrato y estuviera aquí. En ‘Ficcionario’ menciono varias veces su experiencia como tarotista porque me parece la experiencia de cualquier artista: la experiencia de leer el mundo en su propia lengua y de recrear el mundo con el espíritu de su propia vida. Este es el primer libro que escribo que mi papá no lee. Lo terminé quince días antes de su muerte, que sigue siendo una sorpresa. Y, como mi punto es que todo pasa por algo y para algo, sigo creyendo que escribirlo me preparó para esa noticia y ese limbo.
¿En qué momento aparece esa idea de ficción en la vida humana y del arte?
Desde las primeras civilizaciones está claro que ser humano ha sido hallar formas, revestir y llenar de razones esta experiencia. Desde la Grecia clásica está clara la idea de la imitación de la realidad y de las acciones de los hombres, pero creería que la palabra ‘ficción’, que en un principio es una palabra del latín y que significa “fingir” y “dar forma”, se empieza a usar sin reservas en el siglo XIV.
Usted comenta: ‘Creo que todo aquel que elige un oficio elige en realidad una ficción. No una mentira, no, una ficción’. ¿En qué se diferencian la mentira y la ficción?
La ficción es un pacto. La mentira es una traición: las estafas, las campañas políticas llenas de propaganda sucia en un principio parecen ficciones comunes y corrientes, es decir, relatos que van del emisor al receptor, pero en algún momento es claro que una de las dos partes no está cumpliendo el acuerdo. Hay gente que se dedica a la ficción de la política y gente que dice dedicarse a la política, pero en realidad está dedicándose a robar.
Y siguiendo con ficción, el cine también está muy presente en estos ensayos. En este punto, usted rescata el papel preponderante de la mujer en el séptimo arte…
No solo porque en el cine hubo directoras importantes desde el principio: Alice Guy, Lois Weber, Ida Lupino. También porque la historia de las películas –y su evolución– puede contarse a partir de los personajes femeninos: hoy no solo los dramas intimistas, sino las superproducciones taquilleras, también son escritos, dirigidos e interpretados por mujeres. Ese capítulo de ‘Ficcionario’ termina en la idea, muy relacionada con el declive de los abusadores, de que, en un mundo regido por los hombres, los escritores tienden a ser mujeres, a ser parte, mejor dicho, de quienes denuncian, de quienes critican.
Y con el cine se acentúan las celebridades: ¿qué mirada tiene de este fenómeno, que en la vida actual cobra gran protagonismo?
Hubo celebridades desde el principio. Pero, luego de las eras de los reyes, de los santos, de los caballeros, de los héroes, de los poetas, de los políticos, de los bandidos y de las estrellas pop que acaban envueltos en los escándalos de los diarios sensacionalistas, la idea misma de la fama ha cambiado mucho con la llegada de las redes sociales: eso de “hacerse un nombre” no es igual hoy, pues ahora cada quién es su propio canal y su propio enemigo, y las pobres celebridades han estado sufriendo el síndrome del Christian Castro que se tomó una selfi empeloto, sin duda una selfi desesperada en busca de atención, antes de que le hicieran un “masajito con sabotee”.
Otro de los ensayos aborda el individualismo de la humanidad, a partir del fenómeno de las selfis. ¿Qué lectura tiene de esto?
Por un lado, me parece lo normal: una persona es una puesta en escena, una ficción que se le propone a un mundo. Por otra parte, me parecen bonitas e inquietantes las selfis que retratan a las personas cuando nadie más las ve, las selfis que son suvenires de la soledad. Y me parece que captar, articular la propia soledad es un instinto humano desde siempre. Dicho esto, resulta increíble, aun en este mundo en el que se rompen récords todos los días, la cantidad de tonterías que han podido hacerse realidad en tiempos de las redes. Creo que esta avalancha de ruidos e imágenes hace más valioso el concepto de “aquí entre nos”.
En una era dominada por lo visual, usted rescata la poesía.
¿Qué belleza esconde el llamado ‘género mayor de la literatura’?
Creo, en efecto, que cuando se habla del lenguaje literario se está hablando de la poesía: de una suma de pequeños hallazgos –de frases que son atajos– en los que puede leerse el mundo entero. En el libro también se explora la idea de que los descubrimientos del humor y de la poesía son semejantes: no solo porque tanto un verso como un chiste pueden fracasar por una sílaba de más, sino porque ambos vienen de cabezas que consiguen abrirles paso a los milagros, a las ocurrencias en el mejor de los sentidos. Cuando he hablado con Piedad Bonnett o con Juan Manuel Roca, que son capaces de versos únicos con palabras corrientes, me ha parecido que habrían podido ser humoristas.
Imposible no tocar la crisis actual de la sociedad desde esa idea que usted llama ‘la ficción de la justicia’.
¿Qué lectura tiene de lo que se está viviendo?
En la teoría, la justicia es la puesta en escena de la verdad, y el trabajo de los jueces es descubrir cuál de los dos relatos que están contándoles no es una ficción –un relato convincente de los hechos– sino apenas una mentira. Lo que hemos estado viviendo en Colombia es, pues, la comprobación de que ciertos magistrados han sido unos estafadores: no solo han traicionado el oficio de la justicia, sino que han tejido una red con los peores políticos en la que han sido los cabos más débiles. Quiero decir: los políticos están protegidos hoy por sus posverdades, por sus versiones amañadas de los hechos difundidas en sus redes y sus canales perversos –allí morirán diciendo que los corruptos son los otros–, pero los jueces no tienen dónde seguir mintiendo apenas los agarran en la mentira. Y qué bueno porque su caída ha sido la mejor prueba de que el problema de fondo de Colombia es la fragilidad de su justicia: aquí, “acudir a la justicia” es jugar ruleta rusa; aquí, cada quien, desde los curas hasta los militares, desde la gente del fútbol hasta los corruptos, ha vivido acostumbrado a tener una justicia a su medida.
CARLOS RESTREPO
EL TIEMPO
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