Tomemos, como ejemplo, la más reciente de sus doce películas: la brillante Sin lugar para los débiles. Que parte de una novela del implacable Cormac McCarthy. Y que sigue a un hombre corriente, Llewelyn Moss (James Brolin), desde que encuentra una maleta llena de dinero en un desierto plagado de cadáveres hasta que debe enfrentarse a la determinación de un psicópata de lógica irrefutable que responde al nombre de Antón Chigurh (Javier Bardem). Gracias a esa cámara que siempre elige el mejor encuadre posible, gracias a unos actores que logran convertirse en hombres sin espíritu que nada más hacen su trabajo, Sin lugar para los débiles consigue hacernos creer, como las otras películas de los hermanos Coen (piensen en Educando a Arizona, en Barton Fink, en El hombre que nunca estuvo), en la locura que espera dentro de cada persona, en lo retorcida que puede llegar a ser la vida real y en la inevitabilidad de las cosas. Y se convierte, de paso, en una experiencia estética que desencaja a aquel que tiene la fortuna de vivirla.
Quien va a cine con regularidad se dará cuenta de que Sin lugar para los débiles es una película estupenda, al menos una experiencia inusual, apenas tenga enfrente sus imágenes. Quizás piense, por momentos, que los cineastas se han pasado en la caricatura. Tal vez sienta, al final, que se ha ido con las manos vacías del teatro: que el optimismo de los grandes artistas no aparece, esta vez, por ninguna parte. Pero unos días después, cuando sea evidente que ni la historia ni los personajes ni las escenas más angustiosas han podido salir de su cabeza, cuando entienda, entonces, por qué es este el largometraje más premiado del año, reconocerá que fue testigo de una obra que deja en manos del público la labor de cargarla de esperanza y de profundidad. Y justo a tiempo recordará que los caricaturistas son, también, grandes artistas.