Sucede en ese mundo realista, desencantado y conciente de que la política mundial se ha vuelto otra parte del negocio, en el que suceden películas recientes como Syriana, El sospechoso o En el valle de las sombras. Al tal agente Ferris, un hombre joven que se conoce el medio oriente de memoria y todavía está a tiempo de recobrar los escrúpulos, le ha sido encomendada la búsqueda de un reconocido terrorista llamado Al Salim. Ha viajado a Jordania, a Amán, para reestablecer la cooperación con el departamento de inteligencia de ese lugar. Su misión no es nada fácil porque los soldados del terrorismo han aprendido la lección de no comunicarse por medios que puedan interceptarse: se han acostumbrado, de nuevo, a planear las cosas cara a cara. Para cuidarse la espalda tiene, sin embargo, los consejos, las informaciones de última hora y las cámaras satelitales del investigador Hoffman.
Suena interesante. Pero no lo es. Porque al final, después de fingir ese cinismo que se gana con la lectura juiciosa de los diarios, resulta tan esquemática, tan tramposa, tan deshumanizadora como una mala película de James Bond. Porque, cuando llega a algo semejante a un clímax, cae en confusos discursos políticos. Porque su guión, redactado por nadie menos que el William Monahan que escribió Los infiltrados, desaprovecha de manera increíble los pocos gestos humanos que sugiere. Porque el espectador vuelve a la casa con poquísimas secuencias en la memoria. Porque los dos personajes principales no sólo son un par de seres despreciables sino una pareja de héroes borrosos sin personalidades ni talentos a la vista.
Conclusión: el cine de Ridley Scott pasa por una etapa de películas “profesionales”, “correctas” e “interesantes” (o sea de películas flojas: las últimas son Cruzada, Un buen año y Gángster americano) que sólo tienen en común con sus mejores obras a un protagonista que se enfrenta en solitario al estado de las cosas. De resto parecen, como Red de mentiras, olvidables producciones por encargo.