La cantante “adulta contemporánea” Norah Jones interpreta a una mujer frágil, Elizabeth, que acaba de ser abandonada por su novio. Y que encuentra el respaldo urgente que busca en un británico llamado Jeremy, angelical dueño de una pequeña cafetería en Nueva York, justo cuando decide darle un vuelco a su vida. Elizabeth sólo piensa en ese novio ausente. Así que viaja a Memphis, Tennessee, detrás de la paz que ha perdido. Y después sigue a Las Vegas, Nevada, al mundo sórdido de los casinos, segura de que los problemas de los demás no se parecen a los suyos. Y mientras tanto, mientras aprende en un par de historias ajenas (la de un esposo irredimible, la de una hija descarriada) que es imposible borrar lo vivido, que el novio aquel siempre será el novio que tuvo, él, Jeremy, el apagado hombre de la cafetería que sonríe como el actor Jude Law, hará también las paces con las personas que lo llevaron a la melancolía. Y no he dañado la película. Y no he contado, aunque parezca, ningún giro importante del drama.
Hay momentos de gran cine en My Blueberry Nights. Ni más faltaba. Won Kar-Wai es, a fin de cuentas, uno de los últimos maestros que ha dado el medio. Y sólo él habría podido pensar el beso que ha servido como afiche de la película, la enrevesada historia de amor entre esos esposos que no pueden vivir el uno sin el otro y esas secuencias a puerta cerrada, a través de las vitrinas de los locales destartalados, que redescubren la belleza de Rachel Weisz, Natalie Portman y la cantante Cat Power. Ha vuelto a hacer, por supuesto, una película de Won Kar-Wai. Y eso ya es mucho. Pero, ya que su llegada a los Estados Unidos no ha dado lugar a nada nuevo (a lo mismo pero sin inspiración), habrá que esperar a que su particular mirada de las cosas vuelva a hacerse dueña de un territorio desconocido.