Goya’s Ghosts

Calificación: ***1/2. Titulo original: Goya’s Ghosts. Año de estreno: 2006. Género: Drama. Dirección: Milos Forman. Guión: Milos Forman y Jean-Claude Carriere. Actores: Javier Bardem, Natalie Portman, Stellan Skarsgård, Randy Quaid, Blanca Portillo, Michael Lonsdale, José Luis Gómex, Mabel Rivera.

Todas las noticias eran malas: tanto los críticos gringos como los europeos insistían en que era la peor película que había hecho el cineasta checo Milos Forman; decían que había fracasado en las taquillas del planeta porque no pasaba de ser un alegato aburrido pronunciado en el idioma equivocado; aseguraban que mostraba la inquisición española de manera risible; anunciaban que perdía de vista la historia del pintor aragonés; y se quejaban porque las actuaciones trataban de estar a la par con un guión torpe que caía con demasiada frecuencia en las estrategias del melodrama barato. Nada de eso es cierto. Ninguna de esas afirmaciones es verdad. Los fantasmas de Goya es otra brillante película de Forman que desde el título anuncia, a quienes sin prejuicios se entreguen a su universo, la pesadilla espeluznante que vendrá.

Los fantasmas de Goya, que es, en verdad, una extraña pintura que se mueve, no es un relato sobre la vida sino sobre la obra del pintor: es la mirada del artista, de hecho, aquello que une los dos grandes episodios que conforman el largometraje. Por el primero, el juicio aterrador que la iglesia inquisidora le hace a una inocente modelo del afamado Francisco de Goya, pasan los curas torturadores, los reyes indolentes, los comerciantes heridos de muerte que captó el artista en sus pinturas. Por el segundo, una venganza de Dios en tiempos napoleónicos bajo la mirada del avejentado Francisco de Goya, pasan los pelotones de fusilamiento, los ajusticiados, los empobrecidos que el retratista enalteció en sus lienzos. Quien ve esta película es, pues, testigo del horror del que es capaz el hombre. Y entiende que el hombre que es artista se arrepiente por todos nosotros de las barbaridades que hacemos en nombre de cualquier pretexto: la religión, la revolución, el buen gobierno.

En las pinturas de aquel Goya que vivió entre guerras, puestas en escena gracias a la cámara milagrosa del director de fotografía Javier Aguirresarrobe, a la música de réquiem que ha compuesto Varhan Bauer, al guión valiente que ha sido escrito a cuatro manos junto con el gran Jean-Claude Carriere, Forman ha encontrado, a sus 74 años, una nueva manera de narrar la misma historia que ha contado una y otra vez desde que tuvo que salir de Checoslovaquia en 1968: la historia de un hombre que, como McMurphy en Atrapado sin salida (1975), Mozart en Amadeus (1984) o Larry Flint en El nombre del escándalo (1996), se le enfrenta a una sociedad opresiva (un mundo en perpetua inquisición) que no soporta a esos personajes creativos que se les salen de las manos.

La noticia, pues, debería ser esta: que el hermoso cine de Milos Forman es tan relevante como la maravillosa pintura de Francisco de Goya, porque nos prueba, sin caer en los discursos, que se puede llegar a la muerte sin haber sido sometido por aquellos fanáticos que se suceden en el poder.