Durante la primera hora se siente uno frente a una obra maestra. Después, cuando la historia sale de esa casa en Surrey Hills, Inglaterra, para perderse en los escenarios de la segunda guerra mundial, se tiene la sensación de haber comenzado a ver una buena película (apenas “buena”) que gira sobre sí misma hasta agotar sus posibilidades. Nada, salvo el título que le pusieron en español, está mal en Expiación, deseo y pecado. Es sólo que su primera hora está tan bien hecha, tan bien filmada, que después de eso todo es cuesta abajo en el relato. El cineasta inglés Joe Wright ya había probado en su primer largometraje, la reciente versión de Orgullo y prejuicio, que su gran talento era el de idear esas secuencias largas, elegantes, que lo dicen todo sin caer en la tentación de los primeros planos y los veloces cortes publicitarios. Esos planos que siguen a los personajes están también, en la primera hora de Expiación, desde esa escena maravillosa con la que empieza el drama.
Que
es una escena en la que se sigue a la arrogante niña Briony Tallis, de 13 años,
por la gigantesca casa de campo de su familia. Es el día más caluroso del
verano de 1935. Briony acaba de escribir una obra de teatro que montará, con
sus tres primos, en honor a su hermano mayor. Y recorre las habitaciones del
lugar como si la estupenda música de Darío Marianelli, que juega con el sonido
de las teclas de una máquina de escribir, la obligara a ir de afán. Queda
presentado, desde su mirada cargada de prejuicios, todo lo que está sucediendo
en ese pequeño reino: los rumores de una guerra contra
Algo terrible ocurrirá hacia el final de esa primera parte de la historia. Algo horrendo que no sólo se sentirá gracias a esa cámara que camina y a esa música que juega con los ruidos, sino también gracias a las interpretaciones contenidas de unos actores maravillosos que se “limitan” a habitar ese territorio. Una injusticia tremenda será cometida en la mitad de este drama. Pero lo mejor es que cada quién la descubra por su cuenta.
Expiación es una inteligente adaptación de aquella celebrada novela de Ian McEwan que en 2001 hizo parte de las listas de las diez mejores de todos los críticos literarios. Creo que nadie debería perdérsela. Que su segunda parte sea más un ejercicio de estilo que la resolución de un drama, que la trama se atore en una última media hora que funciona mejor como lamento que como final de relato, no alcanza a empañar la emoción que produce su bella manera de mostrar la suerte de esos personajes trágicos.