La historia de El baño del Papa sucede en 1988, en la pequeña ciudad de Melo, en Uruguay, a sesenta kilómetros de la frontera con Brasil. El carismático Pontífice Juan Pablo II ha anunciado que visitará el lugar, en la mañana del domingo 8 de mayo, para llevar la esperanza que lleva a todas partes como si se tratara de un servicio público. Y al terco Beto, un contrabandista inofensivo que anda en bicicleta, se le ocurre entonces una idea “genial”: construir un pequeño baño en el que las hordas de turistas que ya vienen puedan aliviarse (por una módica suma) después de consumir las toneladas de comida que la gente del lugar ha producido. Su esposa Carmen, que lo quiere como es, trata de que no se le vayan los ahorros en semejante proyecto. Su hija Silvia, que sueña con irse a estudiar a Montevideo, comienza a cansarse de que las vidas de los demás suenen mucho más divertidas que la suya.
Llegará el día de la visita papal tal como fue. 8000 personas, casi todas de Melo, se reunirán a oír al Santo Padre. Se asomarán casi 300 periodistas acreditados. Se montarán 387 puestos comerciales. Y Beto, a riesgos de acabar con la paz de su familia, hará hasta lo imposible para sacarle utilidad a su retrete.
Será en ese momento definitivo del tercer acto del drama, dominado por la angustia triste de un protagonista que corre con un inodoro a cuestas, cuando quedará claro que El baño del Papa es una buena película que consigue todo lo que se propone. Será entonces cuando se le agradezcan la autenticidad, la sencillez, el sentido del humor, el respeto por sus tres héroes principales y la mirada orgullosa a la cotidianidad alejada completamente de lo que alguna vez se llamó “pornomiseria”. Los últimos planos nos darán la esperanza que Juan Pablo II se llevó de vuelta. Y daremos las gracias por no habérnosla perdido.