La directora de esta obra estremecedora, una joven actriz canadiense llamada Sarah Polley, es una artista digna, íntegra, con sentido del humor, que se resiste a convertirse en otra tonta estrella (otra idiota útil) de las cadenas de cines del mundo. Se trata de una rareza en un terreno, el de las películas, que simplemente replica lo que aprende de la sociedad: la gente de la industria cinematográfica cede y cede en sus principios como aquel político que un día decide que no importa un pequeño soborno si con ello se busca el bien del país. Pero Polley, que empezó su carrera a los cuatro años, que ha trabajado como intérprete bajo la mirada de grandes cineastas de ahora (Terry Gilliam, Atom Egoyan, David Cronenberg) y que durante mucho tiempo rechazó las ofertas que le hicieron los grandes estudios de Hollywood para protagonizar las superproducciones de verano, hará lo que sea para seguir siendo la persona que es.
Se resiste, por ejemplo, a irse de su Canadá. Y ha querido adaptar un cuento de la escritora canadiense Alice Munro, un relato, mejor dicho, que no la ha obligado a irse muy lejos de su casa, para hacer su debut como realizadora de largometrajes. No es, por supuesto, una historia cualquiera. Es una historia de amor entre esposos. O sea: una conmovedora historia de supervivencia. Y el marido protagonista, el profesor retirado Grant Anderson, no va a dejar a su mujer de los últimos cuarenta años, a Fiona, ahora que la enfermedad de Alzheimer la ha convertido en un individuo sin nombre ni apellido. Juntos lo superaron todo. No perdieron la cabeza cuando cayeron en las tentaciones ni se fueron nunca lejos el uno del otro. Y así ella lo olvide a él día por día, así se empeñe en querer más que a él a un hombre mudo que vive en aquel refugio para gente que pierde la memoria, el profesor Anderson se quedará ahí con la paciencia de un esposo que además fue profesor toda la vida.