Calificación: ***. Titulo original: Derecho de familia. Año de estreno: 2006. Guión y Dirección: Daniel Burman. Actores: Daniel Hendler, Arturo Goetz, Eloy Burman, Julieta Díaz, Adriana Aizemberg, Jean Pierre Reguerraz, Dmitry Rodnoy, Luis Albornoz, Darío Lagos, Damián Dreizik, Gerardo del Águila, Eduardo Santero, Ismael Troitiño.
A falta de pequeñas historias colombianas, que cuenten en el cine, por ejemplo, lo apasionadas que son nuestras relaciones familiares (a falta de largometrajes que, en vez de narrar eventos extraordinarios, en vez de documentar crímenes de última hora, se limiten a espiar la cotidianidad de un par de personajes posibles), nos hemos visto obligados a sentirnos identificados con la naturalidad, la sensibilidad y la compasión de ciertas películas argentinas. No hablo de aquellos dramas sensibleros, bien intencionados, en la línea de El hijo de la novia, Conversaciones con mamá y No sos vos, soy yo, que saben apretar los botones que le abren paso a las lágrimas fáciles de los espectadores. Hablo de narraciones semejantes a Derecho de familia, la más reciente producción dirigida por el bonaerense Daniel Burman, que desde las primeras escenas nos tiene completamente de su lado sin caer en trampas ni chantajes.
Primero nos presenta al primer Perelman, el papá, el honorable abogado Bernardo Perelman, que se ha pasado una vida en la discreta defensa de los desprotegidos, que siempre ha puesto los problemas de sus clientes por encima de todo, y que desde hace más de cuarenta años ha repetido, con éxito, las rutinas del mismo día. Después está el segundo Perelman, el hijo, el neurótico funcionario público Ariel Perelman, que le ha dedicado su juventud a la infructuosa tarea de no parecerse a su padre. Y al final está el tercer Perelman, el nieto, un sonriente niño de dos años llamado Gastón Perelman, que, a pesar de los misterios, no obstante los secretos, algo alcanza a entender de lo que está sucediendo a su alrededor: se da cuenta de que su mamá, Sandra, una paciente profesora de pilates, es la viga maestra de la casa; sospecha que su papá, Ariel, va a comprender pronto que sólo puede ser un buen padre quien ha sido un buen hijo; e imagina que algo raro ocurre, pues su abuelo, Bernardo, ha empezado a visitarlo mucho más que antes.
Y todas esas conversaciones, todos esos gestos menores, como en las anteriores películas de Burman (pensemos, para no ir tan lejos, en esa otra historia sobre hacer las paces con el papá: El abrazo partido), todos esos pequeños momentos entre esos personajes entrañables son los pequeños momentos que vivimos nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
Es esa la gran contribución de las buenas películas argentinas de estos años. Esos retratos humanos que creemos haber visto en alguna otra parte. Esas actuaciones sinceras. Ese realismo. Que no cae en la deformación (no es realismo mágico ni sucio ni grandilocuente: no es ninguno de esos nobles fracasos en el intento de aprehender la realidad) pues se limita a captar las dos o tres frases, las dos o tres miradas, los dos o tres silencios que intercambiamos con las personas que nos tocaron en suerte. Y ello es mucho más que suficiente.