Match Point

Calificación: ****. Título original: Match Point. Año de producción: 2005. Guión y Dirección: Woody Allen. Actores: Jonathan Rhys Meyers, Scarlett Johansson, Emily Mortimer, Matthew Goode, Brian Cox, Penelope Wilton, James Nesbitt, Colin Salmon. 

La noticia no es que Match Point sea otra gran obra de Woody Allen. La noticia es que los espectadores ingratos, los críticos de cine desapasionados y algunos comentaristas desprevenidos, es decir, los mismos observadores que menospreciaron las producciones del director de Nueva York durante los últimos diez años, parecen estar de acuerdo en que se trata de "una obra maestra", del "regreso triunfal de uno de los grandes cineastas del siglo veinte" o (este es el mejor rótulo de todos) de "una estupenda película de Woody Allen que es estupenda porque no parece una película de Woody Allen". Sí, tal vez eso sea lo que hace del relato en cuestión una especie de fenómeno: la gran mayoría del público, en un extraño giro del destino digno de este largometraje de suspenso, se ha dejado engañar por las apariencias como un detective que sigue la pista equivocada.

Desde las primeras secuencias, desde que en Match Point empieza a tomar forma la escalofriante historia de aquel profesor de tenis irlandés, Chris Wilton, que se cuela poco a poco en la aristocracia británica (en una especie de "ascenso a los infiernos") como si no tuviera la culpa de nada, como si el destino lo obligara a hacerlo, es evidente que la más reciente película de Woody Allen no es otra comedia protagonizada por otra pareja de neuróticos, que el jazz le ha cedido a la ópera su lugar en la banda sonora y que el escenario no es la elegante Nueva York de siempre sino la misteriosa Londres en donde suceden los únicos crímenes literarios. Pero pronto, si se tiene fresco el trabajo del genial autor de Annie Hall, Zelig y Crímenes y pecados, también resulta obvio que estamos ante una revisión de las obsesiones de Allen (la trampa de la identidad, el silencio de Dios, el papel de la suerte en la vida, lo tentador que resulta lo que no tenemos) en forma de película de Hitchcock.

Woody Allen siempre ha sido el mismo. Nació con otro nombre hace setenta años, sí, se llamaba Allan Stewart Konigsberg en un principio, pero sus orígenes judíos, su timidez desmedida y uno de esos sentidos del humor que le sirven de reemplazo a la esperanza, lo han hecho ver el mundo, desde siempre, como un lugar en el que "todos morimos por un crimen que no cometimos". Tuvo éxito (en estricto orden cronológico) en los oficios de redactor de chistes, libretista de televisión, comediante de clubes, dramaturgo en broma y actor inseguro. Y a finales de los años sesenta, con el único objeto de salvar a sus guiones de las garras de los malos directores, se convirtió en el cineasta que conocemos: el hombre de gafas gruesas que ha hecho 35 largometrajes en 35 años sin recibir órdenes de nadie.

Nada habría entorpecido su filmografía, los cinéfilos del planeta habrían seguido entrando a sus películas como al pequeño capítulo anual de una ambiciosa obra maestra (así entraron a El dormilón, a Manhattan, a La rosa púrpura del Cairo), si en 1992 los detalles más sucios de su vida privada no hubieran aparecido en las primeras planas de los diarios sensacionalistas.

No vale la pena volverlos a contar. Bastará decir que sólo en un lugar como Estados Unidos un sucio triángulo amoroso podría adquirir proporciones de tragedia griega. Y que, aunque Allen siguió filmando una buena película por año (desde Balas sobre Broadway  en 1994 hasta Melinda y Melinda en 2004), aunque recibió todos los honores que un director de cine puede recibir en una sola vida (han sido 73 premios: desde el Óscar de 1978 hasta el Príncipe de Asturias de 2002), en los primeros meses de este siglo todo parecía indicar que se había quedado sin público. Ninguna productora, en ninguna ciudad de su país, estaba dispuesta a darle el trato preferencial que los estudios le dieron desde los años setenta. Ningún estudio norteamericano iba a volver a entregarle el dinero que necesitaba sin conocer el guión que iba a filmar, los actores que iba a elegir o las escenas que iba a editar. Se rumoraba que se dedicaría a la literatura.

Los mediocres resultados de taquilla de sus últimas cinco comedias, sumados a la actitud de una industria prejuiciosa, la de Hollywood, que no sólo no le perdonaba su vida privada sino que se atrevía a verlo como un artista sin nada nuevo qué decir, lo obligaron a aceptar, en 2004, los 15 millones de dólares que le ofrecía la BBC para financiar la producción de Match Point.

Fue el primer golpe de suerte –aceptó a Vanity Fair- en una increíble cadena de golpes de suerte. Sin remordimientos, sin llegar a sentirse un cineasta norteamericano exiliado en Europa, reescribió el guión para que sucediera en el Londres de la BBC. Consiguió a todos los actores que tenía en mente para los papeles principales del drama. Se tropezó con un equipo técnico conformado por los mejores profesionales de la industria cinematográfica de Inglaterra. Y, como si no bastara, como si fuera poco, los días de filmación, en el verano de aquel 2004, salieron mucho mejor de lo que hubiera podido planear: todas las noches llegó a su casa alquilada, en una ciudad ajena que dejó de ser ajena casi de inmediato, justo a tiempo para la comida. "Llovió cada vez que necesitaba que lloviera", confesó antes del estreno en el Festival de Cannes del año pasado. Quería poner un ejemplo de su buena fortuna. Sabía que, mientras le hablaba a la prensa con la inocencia de siempre, comenzaba a correr la voz de que Match Point era una obra maestra.

¿Qué estaba pasando en el mundo? ¿Por qué no era más el monstruo que fue capaz de casarse con la hija adoptiva de su novia? ¿Por qué otras productoras europeas, en Londres, en París, en Barcelona, le han ofrecido el dinero necesario para filmar sus tres próximas películas? ¿Por qué lo volvieron a nominar al Óscar, por qué su pequeño drama policiaco recaudó 73 millones de dólares en las taquillas del planeta, por qué un largometraje suyo volvió a ser importado a circuitos cinematográficos en los que desde 1996 era considerado un fantasma? La única explicación que encuentra, ha dicho, es la buena suerte. Match Point, una parodia elegante de las obras de Fedor Dostoievski, Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith, no es más comercial ni menos exigente que sus películas anteriores. Quizás sea, incluso, la más fría, la más clásica de todas. No sólo parte de Un lugar en el sol, la obra que George Stevens filmó en 1951 sobre la base de un relato sensacionalista, sino que ocurre, evidentemente, en los terrenos de la ficción, en un mundo que sólo podría existir en las películas.    

Y sí, saca a su cine de Nueva York, cambia el jazz por la ópera y evita a toda costa la comedia, pero, como siempre, la cámara no da ni un paso en falso, las actores hacen los mejores papeles de sus carreras, los diálogos resultan reveladores desde el principio, la justicia de Dios no aparece por ninguna parte, la pasión por la mujer del prójimo le da forma a la trama de suspenso y el personaje principal se trasforma como un camaleón, igual que el héroe de Zelig, para sobrevivir a la lógica del mundo.

"El hombre que dijo 'prefiero tener suerte a ser bueno' sabía mucho de la vida", dice la voz en off del tal Chris Wilton, en la primera escena del drama, sobre la imagen de una bola de tenis que quizás no consiga pasar la malla. "A la gente le da miedo reconocer hasta qué punto la suerte decide lo que sucede", agrega. Y entonces comienza una historia que gira hasta documentar, casi sin querer, casi sin buscarlo, aquellas intuiciones. El arribista Wilton enamora poco a poco, a costa de nuestros nervios, a una pequeña familia aristocrática de apellido Hewett. Se gana la confianza de los padres. Se hace buen amigo del hijo. Se casa con la hija. Y después, convertido en un ejecutivo en ascenso en las empresas de la dinastía, se enamora de una actriz norteamericana, Nola, la única mujer en el mundo que podría arruinar su futuro. Ya verán de qué tipo de mujer estamos hablando. Ya verán la memorable escena en la que se conocen. Verán a ese hombre convertirse en otro ante la perspectiva de perderlo todo. Serán testigos de un genial giro final que parece un jaque mate. 

Y saldrán del cine, si hay suerte, con la nostalgia que despiertan los clásicos y la sensación de haber visto otra gran película de Woody Allen.