Espíritu del Ártico

Calificación: ***. Título original: Atanarjuat. Año de producción: 2001. Dirección Zacharias Kunuk. Guión: Paul Apak Angilirq. Actores: Natar Ungalaaq, Pakkak Innukshuk, Sylvia Ivalu, Peter-Henry Arnatsiaq, Madeline Ivalu, Pauloosie Qulitalik, Eugene Ipkarnak. 

Aquel que ha visto Espíritu del Ártico puede decir que lo ha visto todo. ¿Qué puede quedar en la vida después de ver una valiente producción canadiense que recrea, en un poco menos de tres horas, uno de los más importantes mitos de las tribus Inuit? ¿Qué otra aventura cinematográfica hará falta por experimentar (si ya se conoce el cine de John Waters, el de David Cronenberg o el de Jairo Pinilla) después de ser testigo de esta primera película interpretada en una lengua, el Inuktitut, que sólo se habla en los parajes desolados de la región ártica? Asistir a las costumbres de aquella comunidad indígena perdida en la cima del planeta, tomarnos este largometraje mágico igual que una excursión inesperada (a veces nos sentimos frente a un rito, a veces frente a un documental que no nos dice toda la verdad), debe servirnos como prueba definitiva de que la vida es igual en todas partes: la de los esquimales también se reduce a enamorarse, a envidiarse, a sobreponerse. 

Espíritu del Ártico, que ha recibido 15 distinciones en importantes festivales de cine del mundo (en 2001 recibió la Cámara de Oro en Cannes), pone en escena, con ciertas licencias, la leyenda de Atanarjuat. Que comienza, en el principio del primer milenio, cuando la visita de un extraño chamán acaba con el equilibrio de los pacíficos Inuit. El amado líder de aquella tribu de nómadas, Kumaglak, es asesinado cobardemente en la oscuridad, pero no es reemplazado por el bondadoso Tulimaq, que había hecho todos los méritos para comandar a la raza, sino por un hombre ambicioso e insensato llamado Sauri. Sauri tendrá un hijo, el vengativo Oki, que heredará sus odios, sus envidias y sus vanidades. Y que hará lo posible para quitarles la vida a los dos valientes hijos de Tulimaq, Amaqjuaq, el fuerte, y Atanarjuat, el veloz, sin comprender que es sólo un instrumento del destino. ¿Por qué hablamos de destinos en este punto del relato? Porque Atanarjuat, amado por las mujeres del pueblo esquimal (y no son muchas), escapará del peor de los atentados gracias a la velocidad de sus piernas. Y tendrá, entonces, una última oportunidad de restaurar la luz en su comunidad ensombrecida.

Cuesta entrar en la lógica de este drama bajo cero, pero, una vez se acepta su mirada de documental que no tiene el afán para el que nos ha entrenado el cine gringo, una vez se asume la cadena de sus secuencias despaciosas como una experiencia única, resulta ser un relato emocionante. Queda al final, además, una antología de imágenes irrepetibles: la infancia accidentada de los dos hermanos, la escrupulosa construcción del iglú, el combate a muerte por el corazón de Atuat, la historia de amor que desemboca en tragedia, el viaje delirante de Atanarjuat. Y queda también, decíamos, la sospecha que siempre nos deja el buen cine: que hubiéramos podido ser nosotros los protagonistas de esa historia.