Alejandro magno

Calificación: **1/2. Título original: Alexander. Año de producción: 2004. Dirección: Oliver Stone. Guión: Oliver Stone y Christopher Kyle y Laeta Kalogridis. Actores: Colin Farrell, Angelina Jolie, Val Kilmer, Anthony Hopkins, Christopher Plummer, Jared Leto, Rosario Dawson, Jonathan Rhys-Meyers, Brian Blessed.  

Se ha dicho hasta el cansancio que esta película es un desastre vergonzoso. No es del todo cierto: es verdad que no logra darle sentido a esas batallas que se pierden en las tres horas que dura (¿eran un simple capricho?), no cabe duda de que se enreda a más no poder cuando trata de ser una tragedia de Shakespeare filmada por Orson Welles (¿el único enemigo de Alejandro era él mismo?), resulta innegable que se queda a medio camino entre la desmitificación y la espectacularidad, sí, pero tiene una emocionante primera parte que alcanza a anunciar una obra maestra, retrata con una pasión inocultable –bien o mal: es otro problema- a una de las figuras principales de la historia antigua, y se arriesga, en tiempos de Troya para dummies, a mostrar un mundo griego más parecido al que los historiadores han tratado de reconstruir en los últimos 2600 años que al que las adolescentes cuelgan detrás de las puertas.

La conclusión es la siguiente: no se debe sobreestimar ni menospreciar ningún largometraje dirigido por Oliver Stone: el cineasta norteamericano, capaz de filmar obras tan importantes como Pelotón (1986) o JFK (1991), suele dejarse llevar, para bien o para mal, por la agotadora locura de sus personajes.

Pensémoslo por un momento. Stone, nacido en Nueva York el 15 de septiembre de 1946, veterano desencantado de la guerra de Vietnam, celebridad acostumbrada a los excesos, tiende a asumir por completo los viacrucis de sus protagonistas: en Wall Street (1987) decidió extraviarse en el juego delirante de la bolsa para contar el descenso a los infiernos de un novato, en The Doors (1991) resolvió irse de viaje con la cabeza peregrina del cantante Jim Morrison, en Asesinos por naturaleza (1994) terminó atrapado en las mentes imposibles de dos verdugos de la era de los medios, en Nixon (1995) se enloqueció con un presidente trágico que sólo buscaba estar a la altura de su madre. No debe sorprendernos, pues, que su obra más reciente sea tan confusa, tan contradictoria, tan aturdida como la persona que trata de habitar.

Alejandro Magno es, en las enciclopedias del planeta, un superhombre que en sólo 33 años de vida, desde 356 hasta 323 antes de Cristo, consiguió someter al imperio persa, fue proclamado "hijo de Zeus" en los campos de batalla, y, a fuerza de extender su gobierno por el horizonte que se encontraba en el camino, estuvo a punto de hacer un solo mundo entre oriente y occidente. En la versión de Stone, sin embargo, sobretodo es un joven ambiguo sorprendido por el juego delirante del poder, un verdugo que busca estar a la altura de su madre, una cabeza errante que sólo siente paz cuando descansa en el hombro de su amado Hefestión, es decir, un ser humano que hemos querido convertir en mito. Que no estaría mal, ni más faltaba, si no tuviéramos que verlo dudar, desvariar, dejar de ser un dios para ser nada, durante un poco menos de tres horas.