Calificación: ***1/2. Título original: He ni zai yi qi. Año de producción: 2002. Dirección: Chen Kaige. Guión: Chen Kaige y Xue Xiaolu. Actores: Tang Yun, Liu Peigi, Chen Hong, Wang Zhiwen, Chen Kaige.
Uno se descubre, de un momento a otro, sumergido hasta el fondo en la emotiva historia de Soñando juntos. En un principio los hechos del relato parecen sucederse a la fuerza, como si alguien nos contara un cuento sin detenerse a respirar, pero más temprano que tarde nos rendimos ante los personajes fascinantes, las situaciones reconocibles y las escenas diseñadas para conmovernos. Desde el comienzo es claro que la narración –bien recibida en el Festival de San Sebastián de 2002- no sólo le pertenece a ese admirable violinista de trece años, Xiaochun, que viaja a Pekín, desde su pequeño pueblo pesquero, con la esperanza de convertirse en un músico importante: la angelical terquedad de su padre, un campesino llamado Liu Cheng, también protagoniza la aventura.
La llegada del padre y el hijo a aquella ciudad en la que valores orientales como la paciencia o la humildad conviven con obsesiones occidentales como el reconocimiento o la riqueza, transforma, paso a paso, las vidas de una serie de héroes indefensos: Lili, la vecina, una prostituta de buen corazón que se ha enamorado del hombre equivocado, no puede creer que existan seres tan ingenuos como el pequeño violinista; el maestro Jiang, que no se ha querido casar para no verse forzado a deshacerse de sus gatos, entiende que ha perdido la pasión que sentía por el sonido misterioso de los instrumentos ante las soberbias interpretaciones de Xiaochun; el profesor Yu, famosísimo conductor de carreras exitosas, ve al joven solista como una nueva oportunidad de reafirmar su prestigio.
Las terribles dudas sobre la propia identidad, las angustias insuperables de los primeros amores, las miradas amenazantes de los competidores: revivimos, en Soñando juntos, los más difíciles momentos de la adolescencia. Y nos dejamos llevar, como antes, por los diálogos dramáticos, las miradas con lágrimas en los ojos, los secretos revelados en el último rollo de película: uno se acuerda, mientras ve este drama de iniciación en el mundo, de un tiempo en el que el cine no ofrecía parques de diversiones sino sentimientos posibles a cambio del dinero de la boleta. Cuesta creer, por eso, en un espectador que consiga conservar su cinismo hasta los créditos finales. Cuesta pensar en un auditorio que no se estremezca con el clímax de esta parábola.
Que le ha dado al director chino Chen Kaige, causante de la vergonzosa Mátame suavemente, la oportunidad de volver a ser el gran autor de Adiós a mi concubina. En tiempos de globalizaciones y jergas inútiles, parece decirnos Kaige, los narradores del planeta tienen la responsabilidad de contar las historias de sus propias esquinas. Quien se rinde a los lenguajes ajenos, como un niño que quiere gustarle a los niños populares del colegio, se queda sin espectadores, sin cultura, sin ideas. Jamás llega filmar, por ejemplo, historias tan tristes como ésta.