La pasión de Cristo

Calificación: **1/2. Título original: The Passion of the Christ. Año de producción: 2004. Director: Mel Gibson. Guión: Benedict Fitzgerald y Mel Gibson. Actores: James Caviezel, Maia Morgenstern, Monica Bellucci, Hristo Jivkov, Hristo Naumov Shopov, Mattia Sbragia.  

Un poema sublime de Jorge Luis Borges, Cristo en la cruz, se pregunta "¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?" ante la imagen trágica de un Jesús a punto de morir. Se trata de un interrogante fundamental, una cuestión que nos ha ocupado desde siempre, que jamás responde –porque no puede, porque no quiere, porque le parece demasiado obvia la respuesta- este célebre largometraje de Mel Gibson. Por supuesto, ninguna ficción está obligada a resolver nuestros inconcebibles dilemas espirituales, pero todas, desde una pintura hasta una novela, tienen la responsabilidad de convencernos del mundo que presentan, de los personajes que retratan y de la nueva mirada que proponen. Y aunque el relato de Gibson nos deja en claro qué dice Borges cuando dice que aquel hombre sufrió, se resiste a explicarnos, como un fanático que ha perdido el control sobre su propia fe, quién era aquel hijo de Dios o qué pretendía con su extraordinario sacrificio.

La pasión de Cristo es sólo una película. Y, como tal, como obra cinematográfica, consigue hacernos el mapa de un mundo, pero fracasa a la hora de presentarnos a los personajes que lo recorren, y se pierde en imágenes tramposas, en primeros planos manipuladores, como si quisiera convertirnos a una religión que sabemos de memoria. El fascinante ruido de los diálogos en arameo, los extraordinarios rostros de sus actores y sus torturas desmedidas la convierten en un espectáculo cinematográfico memorable (ver sufrir a Dios ha sido, desde hace varios siglos, uno de nuestros pasatiempos favoritos), pero, ya que hablamos de cine, tendremos que reconocer que todo lo que sabemos de los seres en la pantalla (por ejemplo: ¿por qué apedrean a esa mujer?) lo sabemos por otras fuentes, y que roza la tontería cuando se deja tentar por las efectistas convenciones del horror (Judas se consume, ante niños diabólicos y lunas brumosas, como un zombi de segunda) y cuando chantajea a su público con incompletos viajes al pasado (la Virgen recuerda, en el peor de todos, cómo era de frágil su niño del cielo).

Si la muerte del hijo de Dios sólo ocupa los últimos capítulos de los evangelios, es porque todo relato viaja hacia un clímax que lo justifica. No, no se debe criticar a La pasión de Cristo por olvidar esto, por reducir a un clímax la aventura que divide nuestra historia en dos –no es justo criticar a una película porque no es lo que podría ser-, pero es importante caer en la cuenta, ahora que hablamos de construir relatos, de que no estamos ante una poderosa revelación mística sino frente a un simple largometraje truncado. No nos confundamos: lo religioso sobrevive, como el poema de Borges, dentro de nuestro silencio, y la película de Gibson se proyecta afuera, en telones blancos, como otra procesión de Semana Santa perfecta para aquellos que quieran sangrar con ella.