Calificación: ***1/2. Título original: Gradiador. Año de producción: 2000. Director: Ridley Scott. Guión: David H. Franzoni, John Losom, William Nicholson. Productor: David H. Franzoni, Branko Lustig, Douglas Wick. Actores: Russell Crowe, Joquin Phoenix, Connie Nielsen, Oliver Reed, Derek Jacobi, Djamon Honsou, Richard Harris. Música: Hans Zimmer. Fotografía: John Mathieson. Universal y DreamWorks.
En el mundo de Gladiador –la Roma de antes de Cristo- todos aspiran a la muerte. Hay que hacer méritos para llegar a ella. Cada acto encuentra eco en la eternidad. Y ahí, en los campos de la eternidad, los hombres buenos descansan para siempre.
Máximo, general del ejército romano, quiere volver a su casa, a su hijo y a su esposa. Merece el regreso pues ha sido firme y leal, y se ha convertido, después de muchos años, en el gran líder de su pueblo y en el hijo verdadero del emperador Marco Aurelio.
Pero no. No es suficiente. Para vencer su nostalgia y ganarse su lugar en la paz, aún tendrá que enfrentarse a una traición, sobreponerse a una tragedia y –después de un horrible revés de fortuna- someterse, en pleno centro del Circo Romano, al más sangriento de todos los oficios: el del gladiador.
La última película de Ridley Scott es, como las mejores que ha hecho -Blade Runner, Los duelistas y Thelma y Louise-, un viaje en la búsqueda de una muerte romántica. Pero es, como las menos conseguidas –Lluvia Negra y G.I.Jane- una historia que no cree en sí misma, y que, para funcionar, recurre a imágenes efectistas y a elementos probados por otras historias.
Por eso, mientras uno asiste a Gladiador –no obstante la gran actuación de Russell Crowe y los impresionantes efectos especiales-, siente que ya había visto esa película: porque se alimenta de la nostalgia de La Odisea, las traiciones de Hamlet, la venganza romántica de Corazón Valiente y la justicia divina de Ben Hur.
Sus imágenes son asombrosas. Sus enemigos son tan despiadados como los de Shakespeare. Su héroe merece la redención tanto como Ben Hur o William Wallace. Pero no. No es suficiente.
Si Gladiador fuera un libro, Scott le habría cambiado las palabras a los clásicos y lo habría editado con todo el dinero del mundo. Sus lectores aceptarían su talento. Pero sin duda descubrirían el engaño.