Calificación: ****. Título original: Sen to Chihiro no kamikakushi. Año de producción: 2002. Guión y Dirección: Hayao Miyazaki. Voces originales: Rumî Hiragi, Miyu Irino, Takashi Naitô, Maru Natsuki, Yasuko Sawaguchi, Tatsuga Gashuin.
El carro de la familia dobla la esquina equivocada. Y se pierde, en la búsqueda del camino de regreso, en una ciudad abandonada más allá de un bosque. Chihiro, la irreflexiva hija de diez años, descubre que están atrapados en un insólito mundo de espíritus: una bruja iracunda llamada Yubaba, que dirige un balneario para dioses en crisis como si se tratara de una dictadura fuera del tiempo, ha transformado a sus padres egoístas en marranos; los fantasmas, los animales y los monstruos enmascarados son esclavos de la hechicera; los seres humanos, que cargan con ese olorcito inconfundible, deben perder su memoria, su voz y su propio nombre para seguir viviendo en ese lugar. El viaje de Chihiro es, como puede verse, una penosa visita al infierno. Y la protagonista la soportará, gracias a los consejos del joven aprendiz de la espiritista, como si se tratara de aprender la paciencia en medio de una larga pesadilla.
Lo primero que sorprende de esta maravillosa fábula ejemplar es el respeto profundo que siente por su público. Sus extraordinarias imágenes nos llevan por el agua, por el cielo y por la tierra. Su historia –un mito del principio de los tiempos que parece la versión oriental de Alicia en el país de las maravillas- resulta impredecible desde el comienzo hasta el final. Su galería de personajes nos recuerdan por qué los cuentos infantiles sobreviven el paso de los siglos: el bebé gigantesco, el asqueroso dios del río, el maquinista con brazos de araña, los pájaros de origami y las tres cabezas verdes que rebotan por los caminos, nos dicen algo de nosotros mismos sin obligarnos a recibir pesadas lecciones de comportamiento. Y todo gracias al pulso narrativo del japonés Hayao Miyazaki, viejo maestro del cine de animación, que no tiembla ante las infinitas posibilidades de la imaginación. Sólo un hombre que lleve cuarenta años en el oficio, un gran dibujante como Miyazaki, puede sostener un relato tan complejo como este sin caer en chistes fáciles o soluciones de último minuto.
El viaje de Chihiro ha recaudado más de 260 millones de dólares en las taquillas del planeta, obtuvo el Oso de Oro del Festival Internacional de Berlín y recibió el premio Óscar al mejor largometraje animado de 2002. Pero no es, en ningún momento, una película para distraer a los niños inquietos: sus dos horas de duración y sus escenas llenas de espejismos les piden a los espectadores una sensibilidad y una atención que ciertos estados de ánimo pueden refundir en el momento preciso. Se trata, en síntesis, de una parábola que podremos citar cuando hablemos de las consecuencias de nuestros actos. Porque nos recuerda que nuestro móvil es el temor a lo invisible. Porque Chihiro se entera en ese infierno, como los héroes de todas las mitologías, de una noticia importante para todos: se da cuenta, en el fondo de la historia, de que no somos los dueños de este mundo.