Calificación: ***1/2. Título original: Kikujiro no natsu. Año de producción: 1999. Guión y Dirección: Takeshi Kitano. Actores: Takeshi Kitano, Yusuke Sekiguchi, Kakoyo Kishimoto, Yûko Daike. Música: Jô Hisaishi.
La soledad de los niños crece y crece durante las vacaciones. La casa está vacía todo el tiempo, los adultos se van temprano en la mañana y vuelven tarde en la noche, los amigos no están y ya no hay con quién jugar al fútbol, y aunque la imaginación hace todo lo posible, después de un rato, cuando el silencio se hace evidente, y el monólogo se agota, la realidad se vuelve en contra y entonces comienza la desesperación.
Eso es lo que le pasa a Masao: no logra superar las vacaciones y, a pesar de que vive con su abuela, y la pobre hace todo lo que puede, se siente muy solo. Su mamá se fue a vivir a otro lugar y, porque le hace mucha falta, está empeñado en buscarla. Entonces consigue la nueva dirección, reúne todo su dinero y echa una foto en su equipaje. Y su abuela, ocupada en su trabajo, acepta que haga el viaje con la única condición de que Kikujiro, el esposo de su vecina, lo acompañe.
Kikujiro, como todos los personajes de Takeshi Kitano, el director de Hana-Bi, es un hombre inconmovible. Su cara parece de piedra y es tan inexpresivo que, cuando sonríe, o se molesta, produce en los demás una sonrisa. No está acostumbrado a los niños y no le tiene paciencia a los adultos. Es impulsivo e irresponsable. No es, en teoría, una buena influencia para el niño. Lo que pasa es que El verano de Kikujiro no sólo retoma las aventuras de Chaplin y del niño, y no sólo se alimenta de las recientes experiencias de Zdenek Svérak en Kolya, Roberto Benigni en La vida es bella y Nikita Mijalkov en Quemados por el sol, sino que es, también, una película de carretera. Es, entonces, la historia de un viaje, de un aprendizaje y de un regreso. Y Kikujiro, en medio de todo, podría llegar ser la compañía que Masao necesita para experimentar esa cadena de aventuras y comenzar un inaplazable proceso de purificación.
Takeshi Kitano es, quizás, el más conocido de los directores japoneses de este tiempo. Es un cineasta que asume, sin problemas, la actitud del poeta –o sea: la de una cuidadosa y asombrada lectura del mundo- y que es capaz de sorprender con un encuadre preciso o un delicado movimiento de cámara. Con El verano de Kikujiro, lejos de las violentas historias policíacas que suele filmar, y más cerca de su trabajo en la televisión de su país, ha conseguido una comedia tan triste y apacible como una silla mecedora.
Es, por supuesto, una comedia japonesa y –el humor, como se sabe, es cultural, y la broma que causa la risa de un cocinero francés, por ejemplo, no necesariamente ocasiona la de un abogado colombiano- por eso algunos momentos supuestamente divertidos pueden resultar aburridos o grotescos: la deprimente escena del pedofílico o el largo catálogo de juegos del final podrían ser un buen ejemplo. El sentido del humor de esas escenas no es fácil de digerir, pero no alcanza a herir, del todo, la gran sensibilidad de la película.