Tuvalu

Calificación: ***1/2. Título original: Tuvalu. Año de producción: 1999. Guión y Dirección: Veit Helmer. Coguionista: Michaela Beck. Actores: Denis Lavant, Chulpan Khamatova, Philippe Clay, Terrence Gillespie, E.J. Callahan.

Es, sobre todo, una curiosidad. Una película que recrea el espíritu, las técnicas y los recursos dramáticos del cine mudo para reírse de las mentiras del progreso, las torpezas de la tecnología y las peligrosas promesas del dinero. Sí, es un conmovedor experimento. Y es muy probable que le haya servido a su director, el alemán Veit Helmer, para apropiarse de los secretos del lenguaje cinematográfico. Pero lo mejor, cuando uno se decide a verla, es sentarse frente a la pantalla con la actitud de quien entra en un museo para encontrar pequeños tesoros perdidos. Quien busque personajes sofisticados y dramas originales, quedará decepcionado. 

Tuvalu es, pues, una divertida suma de hallazgos visuales. Y, en medio del absurdo de su historia, es la isla a la que los dos protagonistas quieren llegar. Él, Antón, un tipo tímido y nervioso, se encuentra atrapado en los baños públicos de su padre, que quedan en el pueblo fantasma de Varna, cerca del Mar Negro, y le dedica todos sus días a la inútil reparación del edificio en ruinas y a la adecuación sin fin de la aparatosa maquinaria que le da vida a una piscina a la que ya sólo asisten los viejos del lugar. Ella, Eva, la encantadora hija del capitán de un barco a punto de naufragar, acaba de llegar a aquel poblado, hecho de dos edificios, en donde muy pronto se construirá una ciudad común y corriente, y en lo único que piensa es en cómo salir de ahí sin perder la cabeza.

Tuvalu tiene heroínas en apuros y villanos desalmados, presenta persecuciones y bromas enloquecidas, y le rinde homenaje a las figuras de Charles Chaplin y Buster Keaton, pero no puede decirse, al final, que se trate de cine mudo. No sólo porque juegue con los sonidos –el propio Chaplin usó ruidos, desde Luces de la ciudad, para resolver las preguntas de sus tramas-, ni porque se pronuncien nombres propios y gemidos en varios idiomas, sino, sobre todo, porque se trata de cine mudo a propósito. Es decir, de cine mudo pero sin la ingenuidad, sin el blanco y negro involuntario, sin aquel esfuerzo por conquistar un medio que nadie comprendía por ser nuevo.

Tuvalu es, como se dijo, un juego, un largometraje para coleccionistas: pone en evidencia la naturaleza del lenguaje cinematográfico y nos recuerda que cualquier película debería entenderse sin palabras, sin complejas bandas sonoras, sin volumen, porque el cine es movimiento, sólo eso, y lo subtítulos deberían revelarnos detalles menores. Sí, eso es.  Tuvalu es un drama confuso y artificioso, pero es un maravilloso experimento que nos regala imágenes brillantes (la mujer que cobra botones a la entrada de los baños públicos, la máquina que reproduce el ruido de las piscinas, los viejos que tapan las goteras con sus paraguas) y nos sugiere mirar al mundo de nuestros padres –capitanes de barco, hombres honorables, cineastas del pasado- para comenzar, después, el viaje.