Retratos de una obsesión

Calificación: ***1/2. Título original: One Hour Photo. Año de producción: 2002. Guión y Dirección: Mark Romanek. Actores: Robin Williams, Connie Nielsen, Michael Vartan, Gary Cole, Eriq La Salle.

Salir del teatro, después de ver Retratos de una obsesión, es una prueba para los nervios. Porque entonces, con las últimas imágenes en la cabeza, sospechamos que las calles están llenas de sicópatas comunes y corrientes que solo quieren la vida de los demás. De seres como Seymour Parrish, el protagonista, que desde su esquina del mundo nos ve pasar a todos, con nuestras familias y nuestros pasos del tiempo, y se siente con la obligación moral de recordarnos que debemos agradecer lo que tenemos.

El señor Parrish, a quien los clientes de siempre llaman Sy, atiende uno de esos lugares que prometen el revelado de un rollo de fotografías en una hora. Y, aunque por sus mostradores y sus máquinas han pasado miles de situaciones, miles de escenas, miles de personas, desde hace algún tiempo ha concentrado todo su interés en los retratos de los Yorkin. Para decir verdad, se siente parte de esa familia: se ha convertido, según cree, en una especie de tío y, si no lo vieran como a un simple vendedor de centro comercial, gris y sin personalidad, pasaría más tiempo con Jakob, el hijo, le abriría los ojos a Nina, la madre, y le daría serios consejos a Will, el padre.

Tarde o temprano lo hará. Tarde o temprano invadirá esas vidas, lo sabemos. Y ese ir poco a poco, esa tensión que aumenta minuto a minuto, esa intromisión que cada vez se acerca más a la violencia, es lo que hace fascinante a esta película. Alfred Hitchcock –que  siempre, en estos casos, resulta el mejor ejemplo- decía que hay suspenso cuando, por ejemplo, el público es el único que sabe que quedan tres minutos para que explote una bomba en la sala del protagonista. Lo interesante en Retratos de una obsesión es que sabemos que la bomba va a estallar, sí, pero no seguimos la angustia de la víctima sino la tragedia de la bomba. 

Robin Williams, en el papel de ese hombre a punto de perderlo todo, nos recuerda sus alcances, sus matices, sus intuiciones. Se aleja, para bien, de aquellos personajes planos, positivos y sonrientes, ejemplos de superación personal, niños atrapados en cuerpos de grandes que convirtieron sus últimas apariciones en los cines del mundo en verdaderas torturas gringas. Nos convence, como lo hizo en Insomnia, de su estremecedora inocencia. Y consigue producirnos escalofríos sin caer en la tentación de los gestos.

Mark Romanek, el director, ha acertado en los alarmantes diálogos y los inquietantes silencios de su relato: uno se queda en blanco, sin aire, sin nervios, cuando la historia termina. Y olvida los trucos innecesarios, la levedad de los personajes secundarios y las aparatosas escenas finales, porque siente, al final de la proyección, que podría estar en el lugar de esa familia. O, bueno, por qué no, en el de aquel hombre sin palabras que ha perdido su vida en las fotografías de los otros.