Otoño en Nueva York

Calificación: **. Título original: Autumn in New York. Año de producción: 2000. Directora: Joan Chen. Guión: Allison Burnett. Productores: Amy Robinson, Tom Rosenberg y Gary Lucchesi. Actores: Richard Gere, Winona Ryder, Elaine Strich, Anthony LaPaglia, Vera Farmiga, Mary Beth Hurt.

Will Keane y Charlotte Fielding son el uno para el otro: él es un cincuentón aterrorizado por el compromiso y obsesionado con los romances fugaces y ella es una muy joven y muy independiente enferma terminal. Él tiene un restaurante y a ella le encanta comer. Él es un mujeriego y ella es una mujer. Él vivió una historia de amor con la mamá de ella, pero eso sí, ni más faltaba, jamás intimó con la señora. O bueno: por lo menos eso dice la abuelita.

Es Nueva York. Es otoño. Él ha abandonado a una hija y cuando no piensa en comida piensa en sexo, pero, a fuerza de acompañar al Dalai Lama en sus cruzadas, parece el hombre más sabio del mundo. Ella sonríe, sus ojos brillan como si tuvieran toda una vida por delante y, porque es sensible y solitaria, lee los poemas de Emily Dickinson. Están profundamente enamorados. Se nota. Se ve desde los cortos. Se alcanza a ver en el afiche. A veces discuten pero, al fin y al cabo, ¿quién no lo hace?

¿Qué puede salir mal? Sabemos, por Caballo viejo, que quererse no tiene horario ni fecha en el calendario cuando las ganas se juntan. Estamos convencidos, después de ver los doce meses de La fiera y las tres horas y media de Titanic, de que ni la ceguera, ni la clase social ni la muerte son buenas excusas para dejar de amarse. Creemos firmemente, gracias a Carrington y a El objeto de mi afecto, que ni siquiera las inclinaciones sexuales son un impedimento. En fin: tenemos entendido que los romances de hoy –de eso parten los productores de Otoño en Nueva York- son menos claustrofóbicos y más posibles.

Pero claro: para que haya historia tiene que haber algún obstáculo. Algo tiene que fallar. Al espectador de hoy, como al de los años cuarenta –eso dicen los productores de Otoño en Nueva York-, le fascinan las tragedias: le encanta llorar a Romeo y a Julieta y no se habría repetido Titanic si Leonardo Di Caprio hubiera sobrevivido. Así son y han sido las cosas. El amor eterno, el de las películas taquilleras, es el amor imposible.

La guionista y la directora de Otoño en Nueva York se empeñan en conseguirlo y parecen dispuestas a todo para lograr las lágrimas: suben el volumen de la música, revisan la nostalgia del paisaje y sacan, desde dentro de las mangas –porque claro: ellas también han visto La fuerza del cariño, Conoces a Joe Black y Quédate a mi lado-, todos los ases de la baraja del melodrama de estos años: se inventan escenas de hospital, caminatas por el Central Park, traiciones y reconciliaciones y bailes con valses y vestidos elegantes. Y aunque las dos fracasan, y da tristeza que no hagan llorar, al final, por lo menos, queda la sensación de que la película sería insoportable si los personajes principales no fueran Richard Gere, Winona Ryder y Elaine Strich. No, no todo es malo. La elección del elenco puede ser, a veces, un gran mérito.

Pandillas de Nueva York

Calificación: ****. Título original: Gangs of New York. Año de producción: 2002. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cocks, Kenneth Lonergan, Steve Zallian. Actores: Leonardo Di Caprio, Daniel Day-Lewis, Cameron Díaz, Jim Broadbent, Liam Neeson, Henry Thomas, John C. Reilly, Brendan Gleeson.

Es una inmensa pintura que se mueve. Un hombre que se afeita le recuerda a su hijo, en el fondo de una caverna del principio de los tiempos, que "la sangre se queda en la navaja". Y muere unos minutos más tarde, en el centro del lienzo, al final de la horrible batalla por una pequeña plaza del Nueva York de 1846. Sí, así termina el combate: las dos pandillas –que son, en verdad, dos manadas con hambre- se asesinan con las puntas de los dedos, el huérfano espera las últimas palabras de su padre y la nieve se mancha de piedras y de sangre poco a poco. Es como si el pintor, el norteamericano Martin Scorsese, hubiera conseguido filmar el Infierno. Como si su cámara visitara, quinientos años más tarde, las pesadillas que pintaron El Bosco y Peter Brueghel, el viejo, en nombre de aquel Dios que sometía.

Pandillas de Nueva York es, para no ir más lejos, una obra maestra. No tanto por la historia que relata –que es, a fin de cuentas, la de una venganza- como por esas secuencias que  nos recuerdan que el lenguaje cinematográfico es capaz de contener las seis artes primeras y por aquellas estremecedoras noticias que nos trae del mundo que aún hoy soportamos. El protagonista de la tragedia, el joven Amsterdam Vallon, es expulsado de la Plaza Paraíso, en un barrio que la ciudad se empeña en olvidar, cuando es sólo ese niño que lo ha perdido todo. Y regresa, después de pasar dieciséis años en una correccional llamada "la puerta del Infierno", para vengar la muerte de su padre.

El lugar al que vuelve, que todos llaman "los cinco puntos", es una suma de esquinas abandonadas a su suerte. Charles Dickens lo describió, en 1841, como el territorio en donde "los cerdos se preguntan por qué sus amos caminan erguidos en vez de ir en cuatro patas y por qué hablan en vez de gruñir". "Todo lo asqueroso y decadente queda en este sitio", escribió. Y cuando Ámsterdam lo pisa de nuevo, en 1861, parece detenido en el tiempo: los políticos lo recuerdan cuando necesitan sus votos, los policías aparecen para pedir su parte de los robos y Bill "el carnicero" Cutting, el último americano verdadero, líder de una pandilla llamada "Los nativos", gobierna las calles a fuerza de atemorizar a todos los que las recorren y se resiste con toda su ira a que su país sea invadido por negros, chinos e irlandeses "amantes del Papa".

El extraordinario equipo de Martin Scorsese, a partir de los daguerrotipos, las notas de prensa y las cuidadosas investigaciones históricas, reconstruyó, en los estudios de Cinecittá, en Roma, las esquinas, las fachadas y los interiores de aquel barrio al que Nueva York le dio la espalda. "Esta es la única película, de todas las que he hecho parte, en la que atravesar los escenarios de un extremo al otro puede tomar un poco más de una hora y media", confesó Henry Thomas, el actor, hace unos meses: "uno puede ver durante días los detalles". Porque ahí están, para que jamás podamos olvidarlo, los vestidos, los peinados, las formas de caminar, las costumbres y las palabras de aquel mundo. Lo que vemos es lo que fue. Los extras tienen los brazos largos, los dientes podridos y las caras fuertes como los hombres de esa época. Las mujeres llevan cuchillos enterrados en las uñas para defenderse y los estupendos actores, todos, dominan la jerga y los acentos de los personajes de aquel tiempo.

Sí, uno no quiere que Pandillas de Nueva York termine porque, como cuando está frente a una pintura de El Bosco, siente que van a escapársele todos sus detalles: las caras sucias de los quince mil inmigrantes que llegan cada semana a la isla de Manhattan; el largo segundo en el que Ámsterdam y "el carnicero" descubren, de rodillas, que al final los dos están en el mismo bando; la breve aparición de Scorsese, el hombre que encarna la historia del cine, como un adinerado hombre de familia; los hombres que se dirigen, sin saber ni una palabra de inglés, a pelear la guerra civil entre un norte y un sur que no podrían señalar; el momento en el que William "el jefe" Tweed, el casi divertido político corrupto, reconoce que "en las elecciones no importan los votos sino los contadores".

No, en nuestro tiempo no se construyen catedrales gigantescas ni se producen capillas sixtinas, pero Pandillas de Nueva York es, al menos, una inmensa pintura que se mueve. Es, sin duda, una película violenta. Pero sólo porque, como dice Martin Scorsese, "no hay sacrificio ni redención sin sangre" y Dios es lo que queda al final de las batallas.