Calle abajo

Comienza por el final, a unas cuadras de la calle de El Cartucho, con el retrato de un anciano indigente que fuma en paz su pipa de madera. Su mirada, sobre la barba larga de hombre que no le debe nada a nadie, bajo el sombrero estropeado en alguna época de buenas maneras, sigue firmemente a cualquier persona que se va (no hay nadie que no pase de largo: ese es el punto) en vez de enfrentar el lente de la cámara que lo ha traído ahora ante nosotros. Es 1990. En unos años morirá, cuando lo hayamos visto todos en alguna puerta bogotana (yo lo veía siempre en la entrada de un supermercado), pero en esta fotografía parece imposible que algo lo derrote. ¿Qué podríamos objetarle a su forma de estar en el mundo? ¿Tendríamos que lamentar su mala suerte, sentirnos responsables por su vejez sin nietos o simplemente aceptar que la vida en los márgenes tiene su propia lógica? ¿No es verdad que este señor, el de esta foto, sea como fuere ha llegado a viejo, ha conseguido vivir una vida y ha visto avanzar a los demás, extraviados en aquel lugar en donde él no espera mayor cosa, hasta comprender que se dirigen a una misma parte?  

Comienza por el final, decía, porque es en el final cuando se revela el sentido de la travesía. Un músico golpea un tambor como un corazón dentro de la oscuridad de un cuerpo. Un hombre de bigote mira de frente mientras carga un costal cargado de basura. Y a un niño dormido le tiene sin cuidado que haya amanecido hace unas horas. Ninguno de los tres imagina el desenlace: diez años más tarde, en la Bogotá avergonzada por no ser una ciudad del primer mundo, el barrio, convertido en un gigantesco expendio de drogas a unos pasos del palacio de gobierno, un pequeño infierno con unos cincuenta años de existencia, será destruido por las autoridades de turno como si se tratara de borrar una línea de sobra en un párrafo, de exterminar una plaga que amenaza a la ciudad desde su centro. Ya no estarán los tres, ni el músico ni el hombre de bigote ni el niño dormido. Se habrán perdido en los sótanos de ese sitio al que sólo se atreven a entrar reporteros sin nervios y redentores crucificados. Pero será evidente, por fin, que hacían parte de un pueblo enterrado vivo en el patio de atrás del país.

Es el año 2001. Ahí va el pueblo de la gente que no hemos tenido tiempo de mirar. La calle de El Cartucho ha empezado a ser arrancada de la ciudad igual que un recuerdo triste. Por la carrera décima con la calle octava pasa una carroza de balines (un reciclador de boina, que protesta por el violento desalojo, se trasforma de improviso en un líder revolucionario que agita la bandera de Colombia) semejante al monumento de una batalla aplazada desde siempre. Una marcha de mendigos, derrotada por ciertas sustancias que adormecen, se rinde en el centro de la plaza de Bolívar. Uno entre todos, entre los 23.430.000 de colombianos que sobreviven a la pobreza, entre los 7.691.000 que soportan la indigencia, se acuesta al lado de su perro. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿En dónde quieren que duerma si acaban de quitarle el sitio en que dormía? ¿Habrá estado ahí, en los restos del barrio, cuando a algunos indigentes les cayó una de aquellas bombas dirigidas contra el nuevo presidente?

Era el 7 de agosto de 2002. Álvaro Uribe Vélez pronunciaba su primer discurso como gobernante. Y, mientras las palabras empezaban a desgastarse, ellos perdían a un grupo de buenos amigos por cuenta de un ataque terrorista. Aquí, en este encuadre milagroso tomado el día siguiente, vienen todos los féretros. El hombre de cachucha de Telecom trata de ver hacia dónde se dirige la procesión. La señora con la rosa en la mano trata de recordar por qué pasan las cosas que pasan. El niño con la medallita en el cuello no se atreve a reclamarle nada a las imágenes religiosas de la iglesia: prefiere llorar unos segundos después, a los pies del altar, porque a veces no queda otra salida que vencerse. Quizás, si nada lo saca de la vida que lleva (que es, según prueban estas imágenes, una vida en la que los amigos se mueren), haga parte de la última caravana que será obligada a abandonar El Cartucho en abril de 2005.

Esta comunidad errante, la de esta fotografía conseguida en el antiguo matadero de la ciudad, que no quiere oír nada de renovaciones urbanas ni de parques para el tercer milenio. Es un 26 de abril. Y sólo pretende acomodarse en ese potrero, al fin, después de haber sido expulsada de tantos territorios. Busca, más aún, seguir viviendo: colgarse los mismos collares de alambre que se cuelgan las personas de cualquier nivel social, perderse en una pipa de bazuco hecha con un esfero Kilométrico, sentarse en donde nadie (salvo el fotógrafo) pueda entorpecer la tranquilidad, dormir hasta que el hambre se confunda, cuidar a un perrito recién nacido al que se ha bautizado hace un momento, darle un beso emocionado al amor de la vida, cerrar un negocio con un apretón de manos (vender comida, adornos, cigarrillos) igual que en cualquier mercado del planeta, y reírse, reírse mucho, de las cosas de uno mismo, de no tener nada más que hacer en este mundo aparte de reírse, de los tipos que quieren tomarnos fotos de repente.      

Es una vida. Una vida que ha existido desde el principio de los tiempos, desde Diógenes el cínico hasta el mendigo dibujado por Picasso, desde la vendedora de cerillas hasta el loco Cacanegra, desde el Joe Gould neoyorquino hasta el anciano indigente de esta brillante secuencia de fotografías. Tiene mucho que ver con la injusticia, la ceguera y la desvergüenza de las sociedades, por supuesto, pero sin duda tiene lo que tiene cualquier vida: las mismas preguntas sin resolver, las mismas necesidades primarias. Que una suma de imágenes logre decirnos esto sin jugar a aquella compasión que parte de la base de que es una lástima que los demás no vivan nuestra vida, que sin caer en exotismos ni chantajes nos ponga en evidencia una posible forma de estar en el mundo, es una prueba contundente del tipo de artista que es León Darío Peláez.

Un fotógrafo leal que sólo revela un retrato cuando consigue ponerse en los zapatos de su retratado. Un hombre que enseña a ver. Y salva a la realidad en su mirada.