La vida de Al Aronowitz

 El hombre invisible

Biografía emocionada de Al Aronowitz

Al Aronowitz está vivo, tiene 74 años y nadie quiere pasarle al teléfono. Es un buen escritor. Si no escribe, se muere. Pero nadie, en todo el mundo, quiere publicarlo. Es el hombre que presentó a Miles Davis con Jimmy Hendrix, a Paul Simon con Bob Dylan, a Bob Dylan con los Beatles y a los Beatles con la marihuana, pero a muy pocos parece importarles. El caso es que acaba de responderme un e mail que pensé que jamás iba a llegarle. Y que al principio, claro, no puedo creerlo: Al Aronowitz es invisible, sí, pero existe.

Es increíble. Mi mensaje, enviado a las diez de la mañana de Bogotá, era una botella al mar con cientos de preguntas, y él me contesta, menos de dos horas después, que va a respondérmelas todas en su inglés neoyorquino, pero que lo hará mañana o pasado porque, dice, “le dediqué una hora a escribir extensas, reveladoras, apasionadas respuestas a sus preguntas, más apasionadas y reveladoras que nunca, y cuando terminé, bueno, todos sabemos que los computadores tienen su propia mente: debí espichar la tecla equivocada y perdí el largo mail que acababa de escribir y lo único que podía hacer era gritarle al puto computador y ahora estoy seco”.

Yo lo entiendo, claro: los computadores acaban relaciones y sabotean los negocios más importantes del mundo. No tiene nada de raro que traten de impedir, a como dé lugar, que Al Aronowitz, el escritor marginado por todos, se comunique conmigo. Sin embargo, su e mail no termina ahí. No, ni más faltaba. Más abajo me pide disculpas porque “nunca podría repetir lo que escribí sobre mi infancia y sobre las malintencionadas mascotas con las que trabajaba en el New York Post, ni sobre la puta de la que me enamoré en 1972, después de que mi esposa murió de cáncer a los 40 años, ni sobre cómo fui llamado Al por Al Smith, que fue candidato a la presidencia el año en que nací, o sobre cómo la época más feliz de mi vida fue formar una familia con mi esposa, a la que quise tanto que me hice el de la vista gorda con todas sus infidelidades”.

“No, no podría repetir”, me escribe, “que siempre fui el bebé de la familia y que mis tres hermanas siempre se encargaron de mí y que las dos que aún están vivas todavía me cuidan en la pobreza porque los editores (nunca he conocido un editor que no sea un huevón, excepto por algunas raras excepciones) se han rehusado a comprar mis escritos desde 1972, cuando fui despedido sin ninguna buena razón, salvo que el ego del editor estaba herido porque mi columna, Pop Scene, fuera tan popular y tan exitosa, y entonces perdí la cabeza. Escribí toda la puta historia y entonces el computador se enloqueció y lo perdí todo y ahora estoy seco. Le grité al aparato durante veinte minutos pero, claro, no me hizo ningún bien salvo elevar la presión de mi sangre y darme dolor de cabeza y ahora no puedo pensar”.

Le respondo que no se preocupe, que se tome su tiempo. Le hablo de Gatopardo, la revista para la que he pensado escribir este perfil, y le digo cuáles de sus columnas autobiográficas, que he encontrado agrupadas en una misteriosa página web titulada The Blacklisted Journalist, en www.bigmagic.com/pages/blackj, fueron las que más me impresionaron. Trato de que no se dé cuenta de lo mucho que lo admiro, pero no lo consigo. No, no soy periodista. Yo sólo busco que él, Al Aronowitz, me confirme una extraña sospecha: que escribe para sentirse a salvo de él mismo. Nada más ni nada menos.

Dos días después, me llegan las primeras respuestas. Su nombre completo es Alfred Gilbert Aronowitz, pero prefiere que le digan Al Aronowitz. Nació al mediodía del 20 de mayo de 1928 en la mesa de la cocina de sus papás, en una casa arrendada en la Avenida Farnsworth, en Bordentown, Nueva Jersey. Era el comienzo de la Gran Depresión y sus padres eran muy, pero muy pobres. Todavía puede sentir la textura de la cobija que lo abrigaba la noche en que sus papás, totalmente fuera de sí mismos, se gritaban con rabia. Aún no sabía hablar, pero entendía que algo muy malo estaba pasando. Lloraba y su hermana mayor, Rose, trataba de consolarlo. Fue hace 73 años. Es lo primero que recuerda.

Sus padres eran dos inmigrantes judíos y pobres, pero su infancia, dice, fue maravillosa. Su primer día en el colegio, la escuela elemental Abraham Lincoln, en Warren Street, se orinó en los pantalones. Todavía puede ver el charco debajo de sus pies. Al otro día lo promovieron del kindergarten al primer grado. Siempre pensó, por eso, que la mejor manera de ascender en la vida era haciéndose pipí. Cuando estaba chiquito, y soñaba con ayudar a su familia a manejar la fábrica de pollos que habían montado en la Avenida Saint George, sus hermanas lo llevaban a la biblioteca y le leían El Mago de Oz y Robinson Crusoe. Fue entonces cuando supo que quería ser escritor. Y carnicero.

Cuando tenía quince años, su padre murió de cáncer en el duodeno. Hasta que el dolor se lo impidió, repartió pollos en mercados y granjas de Nueva Jersey. Aronowitz dice, en su segundo e mail, que siempre lo acompañó. Que se levantaba con él, a las 4 o las 5 de la mañana, y se iban a vender los animales recién asesinados. Después dice, para responderme completamente la pregunta, que aparte de su padre y de su madre, que se censuraba a sí misma como una película de Hollywood y que no se atrevía a decir fork, “tenedor”, para que no sonara igual que fuck, la grosería, hubo alguien, en el colegio, que lo marcó para siempre. Se llamaba Joe Grossman y era el tipo más exitoso que jamás había conocido.

Eran los primeros años de la década de los cuarenta y Joe, su ídolo, era fanático de los hermanos Marx y de Bob Hope y, porque se veía todas sus películas, era el rey de la ironía en el campus del colegio. Tuvo que ir a la segunda guerra y volvió hecho un héroe, un veterano, un escritor. “Estuve con Ernest Hemingway yJack Kerouac y Allen Ginsberg y Billy Holiday y John Lennon y Mick Jagger”, dice en su columna sobre Grossman, “y ahora puedo decir que Joe fue el tipo más interesante que he conocido”. Si Joe Grossman no hubiera sido escritor, Al Aronowitz jamás se habría atrevido a intentarlo. Después de todo, sólo Joe había sido capaz de definirlo. Le había dicho “eres como un chiste buscando una historia por todas partes, Aronowitz”, y él cree, todavía, que su amigo tenía toda la razón. Si no se hubiera muerto de un infarto, en abril de 1973, le daría las gracias en persona.

En 1950 se graduó Cum Laude de la Escuela Rutgers de Periodismo, en donde fue el encargado de la sección de deportes del periódico, y pronto comenzó su carrera como editor del Daily Times de Lakewood, en Nueva Jersey, y más tarde del Evening News de Newark. Se volvió periodista, me confiesa, porque pensó que era una forma de volverse escritor. Fue reportero de la policía a fuerza de cubrir policiales. Cubrió un reinado de belleza eclipsado por Marilyn Monroe. Y, al final del primer recorrido, hizo críticas de música para el New York Times, el Washington Post y la revista Life: entonces conoció el rock and roll. “Es todo por ahora”, me anuncia en las últimas líneas de su mensaje, “tengo que irme corriendo a ver al doctor: me dijo que no tengo cáncer de garganta”. Y sí, parece una buena razón.

Durante los últimos años de la década de los cincuenta, cuando se acercaba a los treinta, se enfrentó a la revolución del rock y lo afectó tanto que pronto fue todo en su vida. Llegó a pensar, incluso, que las palabras sólo tenían sentido con la melodía. Como no era letrista ni músico, pero se moría por estar ahí, en escena, decidió convertirse en agente después de hablarlo seriamente con Albert Grossman, el manager de Bob Dylan, y con Brian Epstein, el de los Beatles. Así, sin más, se asoció con Carole King y Gerry Goffin y manejaron un pequeño grupo llamado Myddle Class. Era el comienzo de los sesenta y poco a poco, mientras intentaba abrirse paso como manejador de carreras, mientras formaba una familia con su esposa, se convertía en el hombre más influyente de la música popular.

Y no era cualquier cosa. La música popular no era, en ese tiempo, un negocio despiadado, una larga cadena de canciones idénticas, un canal de videos que tendría que sintonizarse sin volumen. Era una poderosa religión, un despertar, una novedosa forma de vida. Los jóvenes se escondían detrás de las canecas para ver a las estrellas que salían de la casa de Aronowitz. Él entendía el rock, sabía oírlo. Era el puerto al que llegaban todos: los poetas beat, los cantantes de folk, los hombres de jazz. No sólo había descubierto a los Grateful Dead y al Velvet Underground, sino que, gracias a sus columnas en el Saturday Evening Post, había entrado, como un amigo más, en las vidas de Frank Sinatra, Phil Spector, Jane Fonda, Paul Newman, Barbra Streisand, William Carlos Williams, William Burroughs, Ray Charles, Billie Holiday, Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, Duke Ellington y David Bowie.

En 1963, cuando le encargaron un perfil de Bob Dylan prefirió hacerse su amigo. Y en 1964, en febrero, cuando los Beatles pisaron los Estados Unidos por primera vez, logró que esa fuera la noticia de primera plana y que el diario se agotara en un par de horas. Unos meses después, en agosto, cuando los Beatles volvieron a Manhattan, Aronowitz se los presentó a Bob Dylan. Los libros suelen decir que, en ese primer encuentro, Dylan le enseñó al cuarteto de Liverpool a fumar marihuana. Es mentira. Dylan odia que le echen la culpa y a Aronowitz le fascina que se la reconozcan porque eso significa, básicamente, “que los sesenta no habrían sido lo mismo sin mí”.

Fue en el Hotel Delmonico, en Park Avenue, en Manhattan, el 28 de agosto de 1964. “Me salieron las dos carcajadas más grandes de mi vida cuando fumé marihuana por primera vez”, dice, “y cuando esos cuatro la fumaron por primera vez”. Los Beatles acababan de comer y los esperaban, a él y a Dylan, detrás de cortinas de policías, periodistas y viejos grupos de rock, para conversar un rato. Dylan y Aronowitz cruzaron las barreras y pronto estuvieron frente al carisma del grupo de rock más importante del mundo. Bajo la mirada de Brian Epstein, el manager de los Beatles, se sonrieron y se dieron la mano. “Yo era consciente”, dice Aronowitz en un artículo escrito para la revista Q, “de que estaba viviendo uno de las escenas más importantes de mi vida”.

“Para ese momento”, continúa, “yo ya había presentado a todos con todos y Bob solía burlarse de mí diciéndome que debería cobrar comisión, pero lograr ese encuentro era el mayor de mis logros”: Dylan era un purista y estaba convencido de que los Beatles eran más parecidos al chicle que a la música y Aronowitz lo había convencido, con el argumento de que “la música pop de hoy será la música folclórica de mañana”, de que hablara con ellos. La habitación del Delmonico, con semejante sobrecarga de egos, parecía a punto de explotar. Pronto, tal como lo había acordado con Lennon, en el verano anterior, Aronowitz sacaría la hierba y los Beatles la fumarían por primera vez.

Dylan pidió vino barato y Epstein se disculpó por sólo tener champaña y vinos caros. “Bob empezó a emborracharse y, cuando los Beatles nos ofrecieron pastillas dije que lo mejor iba a ser que fumáramos hierba. Cuando ellos dijeron que jamás habían intentado la marihuana, les juramos que se sentirían muy bien. Como yo no era muy bueno para enrollar los cigarrillos, le pedí a Dylan que hiciera el primero”. Unos veinte policías esperaban afuera mientras Aronowitz les explicaba a todos el por qué del aroma. “Bob le pasó la hierba a John y él de inmediato se la pasó a Ringo con la excusa de que era su catador personal”.

“Inhale con mucho oxígeno”, le aconsejó Aronowitz a Ringo. “Tome una gran bocanada de aire al tiempo con el humo y manténgala todo lo que pueda en sus pulmones”. Cuando fue evidente que el baterista no entendía que debía pasarlo, comenzaron a enrollar algunos más. Pronto, todos comenzaron a fumar como si se tratara de un cigarrillo cualquiera. Unos minutos después, Ringo comenzó a morirse de la risa. Brian Epstein lo siguió al tiempo que gritaba que se sentía en el techo. Paul McCartney decidió que estaba pensando por primera vez y le ordenó a Mal Evans, el asistente del grupo, que anotara todo lo que dijera. La noche avanzaba. Era el ataque de risa más famoso de la historia.

Aronowitz se dejó llevar por el rock y llegó a pensar que podría vivir de la música. Dejó vencer su contrato con el Saturday Evening Post porque creía que iba a hacerse millonario y perdió todo, incluso su casa en Nueva Jersey, en Berkeley Heights, por culpa de las deudas que venían con el estilo de vida. Vivía con una esposa moribunda, tres hijos, dos gatos y un millón de cucarachas que contó, una por una, en un apartamento del West Side cuando Paul Sann, a quien hasta hoy llama El Corrupto Editor, con mayúsculas, lo invitó a trabajar en el New York Post. Era 1968. En los Estados Unidos crecían las protestas contra la guerra y necesitaban que un escritor de la talla de Aronowitz las cubriera.

El siguiente mail me llega un viernes por la mañana. Han pasado dos días desde el último. En él me dice que el New York Post fue su perdición. Me explica que lo despidieron porque se estaba llevando todos los créditos. Me habla de todos los que le han dado la espalda. Su amigo Peter Hamill, por ejemplo, suele hablar bien de él en conferencias, pero ni siquiera le responde una carta. Es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para pensar que está muerto. “Así que todos estos tipos son periodistas famosos”, me dice, “pero ignoran mi trabajo porque se quedarían sin sus egos si alguien me mencionara”.

Con el tercer e mail tengo toda la información que necesito, pero hoy, dos días después, me levanto con un nuevo mensaje en mi correo. “Creo que sería bueno que explicara que me pasó en el New York Post”, me anuncia: “creo que me ha amargado la vida para siempre”. Yo sé qué le pasó, ya lo he leído, pero, ahora que me lo cuenta, siento que es la primera vez que me entero de la historia: “en 1969 algunos periodistas del periódico se rebelaron contra El Corrupto Editor, un dinosaurio que pensaba que los principales titulares, en medio de la guerra de Vietnam, eran las noches de Elizabeth Taylor o Brigitte Bardot”.

La palabra clave, dice, era “relevancia”. Y los periodistas fueron a la oficina de Dolly Schiff, la Editora Zorra y Tonta, y le hicieron ver la importancia “del sexo, el cine, la televisión, las drogas y la música” y la convencieron de abrirle espacio a una columna de rock. “Por mis contactos con la realeza de la música popular, yo era, obviamente, el hombre indicado para el trabajo: el Corrupto Editor me llamó a su cubículo y me pidió que la escribiera. Le dije que no me interesaba porque mi esposa se moría de cáncer y debía cuidar a mis tres hijos y que además, porque era el manager de ciertos grupos desde 1964, habría un conflicto de intereses. Ya no podía levantarme drogado, con un par de estrellas del rock, en la madrugada. No quería ser el tipo que hablaba de música pop”.

Dijo que no. El editor insistió tres veces más y las tres veces le dijo que no. El editor le prometió que pondría su foto arriba de la columna y le pagarían más y él dijo que no. El editor le dijo que entonces, si no escribía la columna, lo despediría y él tuvo que decir que sí. “Hay conflicto de intereses”, repitió. “Pues entonces no escriba sobre los artistas que maneja”, le respondieron. En cualquier caso, la columna, titulada Pop Scene, fue todo un éxito. Aronowitz, claro, jamás escribió sobre sus protegidos. Y se convirtió, en un par de meses, en el periodista más poderoso del mundillo de la música: “los presidentes de las disqueras me rogaban y firmaban contratos con mis artistas para hacerme un favor y el editor de Rolling Stone se me arrodillaba para que escribiera para su revista”.

Los egos pronto se pusieron en el camino. El Corrupto Editor, que jugaba cartas con él y le coqueteaba a su esposa, lo llamó a su cubículo y le ordenó “no hacer mi columna tan interesante”. Trató de editar mal los textos que Aronowitz escribía para llevarlo a renuncia, pero él tenía una familia que mantener y no dio su brazo a torcer. El New York Post decidió, entonces, llamar al Sindicato de Periódicos Americano, registrarlo a él como columnista, despedirlo sin razón alguna y denunciar, por medio del Sorprendido y Corrupto Editor, que Al Aronowitz escribía sin importarle el conflicto de intereses.

“Cuando pedí que hubiera arbitraje en el caso, el abogado del sindicato me aconsejó que me retirara, que me olvidara del problema. Después, cuando le reclamé a un colega su actitud, me dijo ¿y qué querías que hiciéramos, entrar en huelga por ti?”. Todo el mundo, de un momento para otro, estaba en su contra. Su esposa le era infiel, pero él prefería no darse cuenta “porque yo era ingenuo, muy ingenuo, ella era mi amiga, mi compañera, y la quería tanto que me daba lo mismo que pensara que yo era un idiota”.Los sesenta habían terminado.

“Me fui al fondo del mundo”, dice, “como un personaje de tiras cómicas lo hace cuando descubre que ha dado un paso en el abismo”. Totalmente acorralado, decidió dedicarse a producir música Country en Manhattan y organizó una serie de conciertos en el Lincoln Center y el Madison Square Garden. Cree que estaba más allá de su tiempo: consiguió a Willie Nelson para un concierto, pero nadie en todo Nueva York lo fue a ver. En unos años, el country sería, gracias al propio Nelson, una de las músicas más rentables en el mercado estadounidense.En ese tiempo, significaba la quiebra inmediata.

Pero no sólo era eso. Unos días antes de abandonar el New York Post, Jimmy Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, a quienes Aronowitz había conocido de verdad, murieron de sobredosis. Así, de un día para otro, comenzaban a sumarse los recuerdos. “En mi escritorio, en una copa de plástico cerca de mi máquina de escribir”, decía Aronowitz en un artículo de la época, “hay dos flores secas, y medio azules, de la tumba de Jimmy Hendrix”. Era, quizás, la profecía de la peor de todas las muertes: la de su esposa, el 10 de mayo de 1972, al lado de él y de sus hijos. Desde ese día perdería el rumbo. Y jamás volvería a encontrarlo.

Dice que la familia estaba rota y él estaba desesperado. Que buscó a una mujer para educar a sus hijitos y cayó en las redes de un ex prostituta con dos hijos. “Por Dios”, me dice, “ella sí que me enloquecía: me enseñó todo lo que no sabía de sexo, me enamoró, me mandó directamente a la luna”. Y lo llevó, ahora sí, a la quiebra total: todo empeoraba, no podía escribir, ningún editor le daba la oportunidad. “Tuve que darle al dueño de mi apartamento el dibujo que Bill DeKooning me regaló cuando lo entrevisté, y sí, era una lástima que el tipo no apreciara el valor de un DeKooning, pero sobretodo que, un año después, llamara a la policía para que me sacaran del lugar antes de empacar y sin dejarme llevar mi carro y mis manuscritos”. 

Los siguientes veinte años, me dice, son un desastre en su cabeza. Se acuerda, eso sí, que, durante la administración de Jimmy Carter, se enganchó a “una diosa griega que trabajaba en la Casa Blanca” y que dejó a sus hijos y se fue a vivir a Washington con ella y se volvió adicto a la marihuana, y, “como nadie conseguía nada y yo estaba lleno de conexiones en Nueva York, empecé a conseguirles hierba a mis nuevos amigos y, convertido en un pequeño y sucio traficante, tuve que pedirle ayuda al Estado y los burócratas negros me gritaban ¿por qué no intenta la ayuda judía?, y la diosa y yo teníamos una casa arrendada y yo escribía pero los editores, los mismos de siempre, ahora decían que no me conocían”. Se hizo amigo de una legendaria banda de motociclistas, los Hell’s Angels, y con ellos aprendió, primero, a vender cocaína, y, después, “que la cocaína era una puta mentira y sólo exacerbaba mi locura”.

“Eso es todo por ahora”, me dice, pero agrega, porque no puede parar, que fue exiliado sin razón a “la isla diabólica de la mente” y que acepta que se puso más que un poco loco, pero que siguió escribiendo en los setenta y los ochenta y los noventa porque es “lo único que sé hacer, lo único en donde me ha ido bien, lo único que me sirve de terapia. Escribo así nadie vaya a publicarme. Eso es. Soy un escritor compulsivo”. Para terminar, me dice que “la función más importante del arte es inspirar a los demás”. No sé bien a qué viene eso, pero pienso, entonces, que su vida es una obra de arte.

Durante los años noventa superó una cirugía de corazón abierto y volvió a las primeras planas cuando rompió el círculo vicioso de los editores y publicó, gracias a una fotocopiadora Xerox, su libro de columnas. Puso un aviso de una página en el Village Voice que decía, en letras inmensas, “¡más de seis copias en imprenta!” La prensa independiente de los Estados Unidos lo celebró como “una pequeña obra maestra underground, una delicia”. Se llamó Las obras maestras de lista negra de Al Aronowitz y cada copia se vendió a 100 dólares, en caja numerada y firmada. No todos los textos son obras maestras, ahora lo sabe, pero ya hay 145 copias del libro en circulación. Sí, no son muchas, pero gracias a esas limitaciones, precisamente, decidió convertirse, hace seis años, en su propio editor y publicarsu propia página de Internet.

Se llama El periodista en la lista negra. La primera edición apareció en la red en septiembre de 1995. Como todas las que vendrán, comienza con una nueva columna sobre su propia vida y sigue con contribuciones de otros autores. Eso le gusta. Pedir y publicar textos de otros “que, como yo, tengan el fuego en el estómago y ningún sitio para publicar sus escritos” lo hace sentir vivo. “El Internet ha sido una bendición para mí”, me dice. “Me salvó de un destino peor que la muerte, el de ser feliz porque seré un escritor publicado póstumamente, y me ha dado lo que siempre he querido en la vida: lectores”. Todas las semanas recibe unos cien mails de seguidores de todo el mundo. Yo le mande el primero hace una semana. Él me envió el quinto, el último, hace unos minutos.

En él me dice que es un hombre inocente sentenciado a 30 años de cárcel por un crimen que no cometió. “¿Vivo amargado?”, se pregunta. “De pronto por mi pobreza”. Me cuenta que era cierto que Paul Simon no le había vuelto a pasar al teléfono porque él le pidió prestado un dinero, en plena crisis, y nunca pudo devolvérselo. Que Art Garfunkel sí lo abrazó alguna vez en un jardín lleno de súper estrellas del rock y gritó “este es el tío de todos, Al, el hombre que presenta a todos con todos”. Que trató de conquistar a Linda McCartney, pero que ella acababa de conocer a Paul y sólo quería hablar de ese tipo.

Sí, el que me envió hace unos minutos es un mail tan conmovedor como todo lo que escribe. Dice que siente que, como han tratado de borrar su nombre del mundo, tampoco juzgan su trabajo, pero que como la gente leerá por mucho tiempo a Kerouac y a Ginsberg y oirá a Bob Dylan y a los Beatles, siempre van a leerlo porque él estuvo ahí. No lo leerán gracias a los editores, porque como se lo dijo Jack Kerouac alguna vez “la mayoría son sordos, tontos, ciegos, ignorantes y arrogantes”, pero jura por el Internet que lo leerán. En las últimas líneas me cuenta que Bob Dylan le dijo una vez que debería “abrir una oficina y sólo presentar a la gente con gente” y que más tarde agregó “Al, siempre he sentido que eres el hombre invisible”

Y esa, creo, es la sospecha que quería confirmar. Que algunos escriben para lograr obras maestras, otros esperan que alguien reconozca sus esfuerzos y los demás, Al Aronowitz entre ellos, sólo quieren demostrarnos que sí existen. Sí, así es. Eso es todo.

Publicado en abril de 2002 en Gatopardo © 2002, 2005 Ricardo Silva Romero y Gatopardo.