La resurrección de Harold Pinter

En la mañana del pasado jueves 13 de octubre, dos horas antes de que se supiera que le habían concedido el premio Nóbel de literatura, un programa de televisión de la cadena Sky dio la noticia de que el dramaturgo Harold Pinter había fallecido. Quizás los reporteros no entendían del todo el reconocimiento que aquel escritor acababa de recibir. Tal vez estaban impresionados por los fuertes medicamentos que tomaba para aliviar el dolor que sentía en la piel, o no veían posible que se recuperara, a sus 75 años, de la terrible caída ("la sangre estaba por todas partes", confesó) que había sufrido en el pavimento mojado del lunes anterior. Sea como fuere, confundidos o desinformados, pronto tuvieron que reconocer que Pinter aún estaba vivo: ellos mismos podían verlo contar que, cuando faltaban veinte minutos para las doce del día, el director del comité que concede el Nóbel lo había dejado sin palabras durante varios minutos después de darle la buena nueva. "Por qué me han dado este premio, no lo sé", dijo sin afectaciones, "pero no cabe duda de que me ha levantado de entre los muertos".

Los escritores se encogieron de hombros. Los editores lamentaron no tener sus libros en las bodegas. La gente de teatro, acostumbrada a usar el adjetivo "pinteriano" siempre que se encuentra con escenas irónicas en las que no se resuelve una temible amenaza, se sintió finalmente reivindicada por el cerrado mundo de la literatura. Los más firmes opositores del imperialismo estadounidense, seguidores de las valientes declaraciones de Pinter ("la invasión a Irak fue un acto de terrorismo estatal", dijo a la prensa en 2003), aplaudieron la decisión como si se tratara de una salvedad en tiempos de holocaustos. Y los cinéfilos, los cinéfilos que saben de memoria quién hizo tal comedia en tal año con tales personas, por primera vez en la historia del Nóbel supieron de quién les estaban hablando. Del inglés Harold Pinter. Del guionista que trabajó en esas tres estupendas producciones con Joseph Losey. Del tipo que en 1975 convirtió un par de páginas de El último magnate, la novela inacabada de F. Scott Fitzgerald, en la más célebre secuencia de cine sobre cine que ha pasado por la pantalla en los últimos 110 años: en ella Monroe Stahr, un productor á la Irving Thalberg interpretado por Robert De Niro, inventa una pequeña historia para explicarle a un actor en crisis que entramos a ver una película porque también en nuestras vidas no paramos de hacernos la pregunta de "qué va a pasar más adelante".

Pinter nació en un barrio obrero llamado Hackney, en Londres, el viernes 10 de octubre de 1930. Creció en una familia de origen judío durante los días interminables de la segunda guerra. Y a pesar del desahogo que significó para él la lectura de Kafka, no obstante el alivio que le representó actuar en las obras teatrales de su colegio, nunca pudo superar lo que llamó "la condición de ser bombardeado". A los diecinueve años, después de varios semestres infelices en la Academia de artes dramáticas de Londres, se dio cuenta de que la política tenía mucho que ver con su vocación artística: convertido en un joven objetor de conciencia, bajo la mirada benigna de los magistrados de la corte, se negó rotundamente a prestar el servicio militar. Prefirió dedicarse de una vez, de lleno, a la actuación. Y así, desde 1949 hasta 1956, se puso la máscara de decenas de   personajes tan reveladores como el Yago de Shakespeare o el Creonte de Sófocles. En 1957, intrigado por la imagen de dos personas solas en un escenario, convencido de que escribir era actuar fuera del escenario, redactó su primera obra dramática: La habitación. A partir de esa primera experiencia, empeñado en ignorar las tonterías que gritaban los críticos en contra de su trabajo, dispuesto a perder tardes enteras en la búsqueda del vocablo preciso, convirtió su obsesión en una carrera plagada de comedias de atmósferas opresivas tan importantes como La fiesta de cumpleaños (1957), El enterrador (1960), El amante (1963), Viejos tiempos (1971) y Traición (1978).      

Su creciente prestigio como actor, dramaturgo y (más tarde) director, lo llevó a adaptar al cine, en 1962, una novela de Robin Maugham titulada El sirviente. Desacostumbrado a la opinión de los demás, Pinter estuvo a punto de abandonar el nuevo oficio después de una discusión en la que el cineasta Joseph Losey se atrevió a decirle que no le gustaban "muchas cosas" de su primer argumento cinematográfico, pero un par de días más tarde, tras una llamada noble que el realizador norteamericano comenzó con las palabras "¿lo intentamos de nuevo?", se entregó a la profesión de adaptador sin asomos de vergüenza, sin ego. A su talento le debemos, aparte de la ingeniosa recreación del texto de Fitzgerald, los estupendos guiones que parten de La amante del teniente francés (1981) de John Fowles, Reencuentro (1989) de Fred Uhlman y El confort de los extraños (1990) de Ian McEwan. Su versión de En busca del tiempo perdido (1977) nunca llegó a producirse por falta de financiación, pero siempre ha insistido en que el mejor año de su vida laboral lo pasó trabajando en los libros de Marcel Proust.

"Nunca he escrito una película original", aseguró en septiembre de 2000. "Pero he disfrutado mucho adaptando los libros de los demás. He escrito veinticuatro guiones. Dos nunca fueron filmados. Tres fueron reescritos por otros. Diecisiete –incluidos cuatro adaptados de mis propias obras- fueron filmados tal como fueron escritos: me dicen que esto no es usual. La verdad es que siempre me he tomado la adaptación de novelas para el cine como un arte serio y fascinante". Un arte vigente (miremos la cartelera de estas próximas semanas: Carmen, Detrás de la puerta, Vanidad, Crónicas de Narnia y Oliver Twist parten de textos literarios) que desde tiempos de Georges Méliès nos ha probado lo difícil que es deshacerse de las estructuras dramáticas a la hora de narrar. Un arte exitoso, del que suelen abusar los mercaderes que producen largometrajes en vez de salsas de tomate, que comienza a enseñarse en los mismos círculos universitarios en donde antes se veía bien decir "el libro siempre es mejor que la película".  

La resurrección de Harold Pinter es, pues, si lo pensamos con cuidado, la enésima resurrección de la literatura. Él mismo, semanas después de la noticia, ante la emoción de los cinéfilos más despistados, frente a las cálidas declaraciones de dramaturgos de la estatura de Tom Stoppard, David Hare o David Mamet, debe haberse dado cuenta de que entregarle el premio Nóbel ha sido una manera de celebrar el lenguaje extraordinario que fundó en sus dramas, una forma de reivindicar la constancia, aprendida junto al fallecido Arthur Miller, con la que nos ha recordado que el acto de escribir es ya una posición política, y una maniobra para aplaudir la terquedad de poeta, actor, director, adaptador, opinador (en suma: de escritor), con la que nos ha probado que los textos literarios son sólo libretos listos a ser interpretados, que la literatura no queda dentro de los libros y que no debemos descartar la que está en la radio, en la prensa, en el cine, en la televisión, en las canciones, cuando comencemos a quejarnos de que nadie lee en estos tiempos.

La ficción es la batalla más efectiva contra la opresión: Pinter nos lo ha dicho, de todas las formas, como quien sabe qué va a pasar más adelante.

©Ricardo Silva Romero y Semana libros, 2005