Cuento sin la letra ese (1998)

Once de la mañana del día de Navidad. Un tipo entra en el bar de mala muerte en donde evito la felicidad de afuera. El veinticuatro de diciembre ha llegado como el peor día de la vida, y, como acaban de echarlo de la fábrica y ha llegado muy temprano al apartamento y ha encontrado a la mujer con otro, el pobre tipo ya ha perdido, en alguna parte, la corbata y el zapato izquierdo. Yo, muerto del frío, agotado, torpe, hago, en mi cuaderno cuadriculado, un cuento que no puede tener ninguna palabra con la letra que, en el abecedario, aparece entre la "erre" y la "te". Porque, aunque nadie me crea, aquella tecla, la que queda entre la de la "a" y la de la "de", ya no funciona en mi máquina Remington.

Pero bueno: el tipo entra en el bar. Junto al baño del local, una pareja trata y trata de hablar, pero, por alguna razón de otro tiempo, no puede, no logra hacerlo. El barman le pregunta al tipo qué quiere tomar. El pobre, que cojea y mira a un punto perdido en el horizonte, le dice que quizá, tal vez, otra cerveza, porque por qué no, porque qué otro camino le queda, porque uno entra a un bar de mala muerte cuando quiere tocar fondo.

El del bar le dice que la cerveza va a devolverle el alma al cuerpo. El tipo no ve ni oye ni entiende, pero comprende que la pareja, junto al baño, tiene un gran problema. El hombre quiere que la mujer lo toque, y que lo deje tocarla por dentro de la ropa, pero ella, tan borracha y tan deprimente como el colorete de color morado, pintado a lo largo y ancho de la boca, alega que en ella hay una niña decente, que únicamente el novio puede tocarla, y no tú, doctor, lo que faltaba, ¿qué ha creído, doctor, qué bicho lo ha picado? El tipo entiende que no debe mirarme a mí, al otro, al de allá, porque qué tal que me dé por hablarle, qué tal que yo, con mi cara de loco, termine al lado de él y comience a hablarle de cualquier tontería de borracho y al final le pida que me dé dinero, o comida, o refugio, o cualquier porquería. El tipo no tendrá un zapato, pero tiene un lema. ¿Cuál? No mirar a nadie y avanzar. Porque, como lo prueba la experiencia, el animal común y corriente, el animal hecho y derecho, como yo, o como el doctor, reacciona ante la mirada del otro, porque, aunque nadie me crea, lo reta a permanecer en el mundo.

El pobre tipo toma un poco de trago. Toma un poco y toma poco a poco. Imagina que no ocurriría nada, que nadie lloraría y no habría ninguna nota en el periódico, aunque él muriera ahí, ahora, de una vez. No ocurriría nada porque no, ya no tiene familia. No, ya no la tiene. Han muerto, uno por uno, para él. ¿Por qué no, teniendo en cuenta el panorama, acabar con todo de una vez? ¿Por qué dar tiempo a que llegue la hora del noticiero? ¿Para qué querría amanecer convertido en uno que toca y toca a la mecanógrafa? ¿Por qué no morir?

Me arde la cara por la afeitada de por la mañana. Intento hacer mi texto, mi cuento, en el cuaderno que me regaló Ingrid. El tipo me mira. Yo lo miro. Viene, como en cámara lenta, a donde tejo mi texto. En contra de la máxima, del célebre "no mirar a nadie y avanzar", que ha comenzado a morir por obra y gracia del alcohol, el tipo aparece a mi lado. Me revela nombre y apellido. Me pregunta qué hago. Le digo que intento terminar un cuento de Navidad para levantar el ánimo de Bernardo, mi hermano gemelo, que vive en Madrid, y ha perdido el trabajo, la mujer, la vocación a la vida y la chaqueta que le regalé el año anterior. Me dice que lo lamenta mucho por mi hermano y me pregunta qué me parece que quiera acompañarme a tomar una copa. Yo no le veo nada de malo (pobre tipo: Navidad en la calle, abandonado, deprimido), le digo que tranquilo, que no importa, que mejor hablar con alguien que tomar trago ahí, callado, como un ente.

Y me lo cuenta todo: nació en la ciudad, creció en la ciudad, fue al colegio, hizo la carrera y conoció a una mujer en la ciudad; enamoró a la mujer, la convenció para tener a Daniel y a Diana, y cada día pagó la cuenta del agua, de la luz y del teléfono; entró a trabajar en una fábrica de ropa informal, una fábrica chiquita, dice, y todo con la idea de hacer de la vida un evento extraordinario, y no una larga cadena repetida. Pero falló. Nada ocurrió como tenía que haber ocurrido: hoy no tiene trabajo, ni mujer, ni voluntad para pedir perdón por no haber logrado nada en la vida. Una vida de un párrafo. Qué mal.

¿Y qué le queda?, ¿la muerte?, ¿le queda la muerte? Le digo que nadie debe morir en Navidad y me doy cuenta, de inmediato, de que trato de llamar la atención, y que no le he dicho nada que quiera decirle. Le cuento la anécdota del peluquero que trabajaba como cocinero por la noche. Le digo que dejaba un pelo en cada plato. Le hablo de Bernardo y del fenómeno de vivir la vida al tiempo con un hermano gemelo. Le digo que anoche un experto reveló el horrible ejemplo de un científico polaco que, como experimento, envió a un niño recién nacido a una tribu africana, y al hermano gemelo, en cambio, y para notar bien la conexión entre el uno y el otro, lo dejó llevar una vida decente y normal, muy alejada de la danza, el arete de la nariz, y la plegaria dedicada a la lluvia. Le pregunto qué tipo de vida puede llevar una tribu empelota, en el limbo del mundo, con nada qué hacer un domingo en la noche. Le hablo, como una lora, del partido de fútbol del domingo. Y cuando he dejado en claro que el alcalde me parece un imbécil, me pregunta el por qué de mi abandono, por qué mi actitud frente a un cuaderno, qué tipo de tragedia me ha tocado. ¿No tengo una mujer, no tengo un hijo?

Tomo un poco de trago, y otro poco. La pareja por fuera de la pareja (dame tu boca, dame tu mano: qué mano tan popocha, jefe) ha perdido la proporción de lo que hace. El barman, con un palillo entre un diente y el otro, quiere verle todo a la empleada, a la mano derecha del doctor, que ahora, en efecto, trabaja como la mano derecha del doctor. El tipo me vuelve a preguntar por qué redacto, abandonado, un cuento en Navidad, y entiendo que ya no me queda nada diferente a decir la verdad. Digo que Ingrid, la mujer que quiero, o quería, dice que yo ya no la quiero, me ha pedido que le diga con quién me veo por la tarde de cada día, y no he podido hacerle entender que por favor, que no me veo con nadie, que me veo conmigo, que he cometido infidelidad una y otra vez, pero conmigo, que no hay nadie aparte de mí entre ella y yo. Por la tarde, cada tarde, hago un cuento, o un poema. Voy a publicar un poemario cuando llegue enero, pero no, no le hago daño a nadie, ni, como ella dice, me guardo una mujer por ahí. Con por ahí me refiero, claro, a la otra calle, al otro mundo, a la otra cama.

El tipo me pregunta por la trama del cuento que hago, y le digo que no me importa la trama porque lo de la trama pertenece al tiempo de Perrault, y aquello del principio, el medio y el fin ya ha recibido evaluación por parte de la crítica literaria de hoy, que ha logrado determinar que el relato de ahora viene del lenguaje y en él permanece. Me dice que no hable como un huevón (el trago le ronda la cabeza y ya no oye al doctor, ni a la empleada, ni nada que no venga de mí), afirma que el peor cuento del mundo tiene gente, amor y trama, y que no vale la pena leer una mierda cuyo tema central no tenga que ver con nada de nada. Le aclaro que el cuento que hago, en realidad, era un relato de amor en Navidad, pero que lo he ido modificando poco a poco y ahora trata de un hombre que no encuentra a nadie con quién aguantar la noche del veinticuatro.

El tipo no entiende bien por qué un cuento de amor en Navidad termina convertido en el relato del abandono de un hombre en nochebuena. Le digo que no me lo va a creer pero que, pare decir verdad, no aguanto la tecnología. Odio la computadora. No puedo con la pantalla helada del aparato nuevo, y en cambio adoro mi máquina de mecanografía, adoro el golpe de cada tecla, de cada letra en el papel. Odio la tecnología. Me afeito con navaja. Odio la electricidad, y, cuando hago un cuento, y cada vez que logro un cuento, lo hago en mi máquina vieja. Y no me lo va a creer, pero cuando comencé a hacer el cuento de amor en Navidad, el cuento que le cuento, todo comenzó a fallarme. Primero, el problema con Ingrid. Tercero, la tragedia en cadena de Bernardo. Cuarto, la tecla que me acompaña con mayor fidelidad, la de la letra que en el abecedario queda entre la "erre" y la "te", comenzó a fallarme. ¿Me entiende?: la tecla que queda entre la "a" y la "de" ya no funciona en mi máquina, y, como un cuento de amor le exige al que lo cuenta el perfecto manejo del plural, he decidido hacer, teniendo muy en cuenta la tragedia de la tecla dañada, un relato diferente. ¿No me cree?

Cuando llega la una de la tarde (rico, doctor, Manuel: tócame ahí, dame tu boca, cómo pica tu barba, corazón) y recuerdo mi hambre, el tipo me dice que nada de lo que le digo tiene lógica. Le reconozco que podría hacer el cuento en un cuaderno, pero le digo que cada hombre tiene una forma de ver el mundo. Me pide que no hable mierda, que le explique por qué no le dedico el cuento a Ingrid, por qué no me he quedado en el apartamento con ella, hoy, día de Navidad. ¿Por qué? Porque ella todo el día pelea conmigo: quiere tener un hijo, y aunque me invoque la Navidad, aunque diga que un veinticuatro no puede llegar bien cuando no hay un hijo de por medio, yo no voy a ceder ni un centímetro (aunque, claro, no era mi intención lograr una afirmación tan gráfica), yo no voy a traer a nadie al mundo porque el mundo ya no quiere recibir a nadie.

El tipo no quiere decir nada. Creo que ahora me ha llegado el turno de aburrirlo. No quiere hablar. Me inclino un poco y amarro el cordón de mi zapato izquierdo. Le pregunto ahora qué viene. Me dice que quiere volver con la mujer, que quiere ver a Daniel y a Diana, que quiere huir del bar de mala muerte en donde ha entrado, y dejarme aquí, encerrado, porque lo he deprimido peor que cuando entró. El doctor levanta a la empleada como en una luna de miel de mentira, pero, dominado por la borrachera, cae con ella y hace de la caída un evento tan ridículo, que el tipo comienza a reír como un loco, y (no hay nada que hacer, no puedo librarme) me contagio y me río con él en el medio del eco de un horrible vallenato que viene de la radio del bar. El doctor ríe. La empleada muere carcajada a carcajada. El barman no puede evitarlo.

Al tiempo que ríe, el tipo paga mi cuenta, y la de él, y decide dejar el lugar. Me pregunta qué voy a hacer durante lo que queda del día. ¿Qué voy a hacer? Voy a entrar en mi buhardilla, voy a cerrar la puerta y voy a terminar mi cuento para que mi hermano no tenga ninguna razón para la melancolía. El tipo me invita a levantarme. Me levanto. Me arde la cara por la afeitada de por la mañana. El doctor y la que alguna vez fue únicamente la empleada, recuperan la cordura, cruzan la puerta, y la calle, y todo para celebrar la Navidad en un cuartito alquilado. El doctor y la mano derecha ya no aparecen en el cuadro: han dejado el bar y nunca, nunca en la vida, vaticino, volverán a coincidir conmigo en un lugar.

Le doy la mano al barman. Cierro la puerta del bar. Dedico mi energía a caminar, junto con el tipo, en medio del frío: cuando aún no ha ocurrido un minuto de viaje, oigo un grito dirigido al tipo, que cojea y extraña la corbata que tenía en la mañana, me volteo al tiempo con él, creo entender que quien le ha gritado lo conoce del día en que nació, veo que cuando lo reconoce lo abraza con todo el amor del mundo y que declara que con Daniel lo han intentado encontrar en cada recodo de la ciudad. Diana, la hija del tipo, me da la mano. Me invita a la Navidad de la familia, me dice que no le crea al tipo nada de lo que diga de la mamá, ni de nada, porque hoy, de nuevo, ha amanecido deprimido y ha renunciado a la fábrica que fundó cuando era joven, cuando la gente creía que dentro de un tiempo redactaría la novela que cambiaría al mundo. Yo me quedo callado. No creo ni dejo de creer en la nueva biografía del tipo. Diana vuelve a invitarme, pero, como dicen, declino la invitación. El tipo me abraza. Me dice que el mundo irá mejor. Veo cómo avanza hacia el otro lado con la pobre hija.

Cuatro de la tarde del día de Navidad. Quiero lanzar una plegaria inolvidable, quiero decir algo importante, quiero lanzar un maleficio en contra del engañador, del dueño que habría preferido nacer empleado, pero no digo nada porque nada vale la pena, y al final nada importa tanto como la vida y nadie importa tanto como para hacerle daño a cualquiera. Camino. No miro a nadie y avanzo. Llego a mi apartamento. Voy a la buhardilla. Voy a mi máquina para repetir mi cuento. Entiendo que Ingrid me ha dejado y que no hay nada por hacer. Bueno: era ridículo tener al lado a alguien a quien uno tenía que citar con una "e" al comienzo, como en el ejemplo "Gabriel e Ingrid por toda la eternidad". Rompo el cuento del bar.

Once de la mañana del día de Navidad, digo con la máquina. Me dejo llevar por cada hecho de mi día, me abandono en el relato: un tipo entra en el bar, me habla; una pareja quiere liberar la vida; un barman mira de un lado al otro, quiere que el día termine al mediodía; la hija encuentra al padre, al tipo del principio, y niega todo lo que él me ha dicho; vuelvo a mi habitación, voy a mi máquina, hago mi cuento.

Ocho de la noche del día de Navidad. Hago mi cuento y alguien golpea la puerta. Alguien golpea la puerta y no dudo ni un momento de quién anda ahí: Bernardo, mi hermano gemelo, ha tomado un avión en Madrid, ha llegado hace un rato al aeropuerto, ha cogido un taxi y ahora ha golpeado la puerta. Mi hermano ha venido a verme. Ha venido a verme porque entiende algo de mi vida, porque aún no ha llegado del todo nochebuena y queda tiempo para corregir el día entero. Al tiempo que voy hacia la puerta, lo reconozco, tomo la decición de vender mi navaja y comprar una computadora.