La vocación del escritor Paul Auster
Es posible reconstruir la vida de Paul Auster a partir de sus propios libros, porque cuando hablamos de la vida, en el caso particular de Auster, hablamos de la obra. Dicho de otra forma: Auster se ha empeñado en que los lectores que quieran leerlo puedan leer su vida como si hiciera parte de su mundo literario y, para eso, ha publicado una serie de entrevistas y confesiones en las que llega al extremo de aclarar (lo que puede significar confundir) las situaciones de ficción que tuvieron origen en su propia vida. Aunque en teoría esto podría resultar contraproducente a la hora de interpretar alguno de sus libros, en la práctica resulta complejo y asombroso: mientras las autobiografías de Auster parecen obras de ficción, sus ficciones podrían haber ocurrido fácilmente. Antes de entrar a examinar la naturaleza y el contenido de sus ensayos y la importancia de los mismos al interior de su obra, conviene recopilar algunas noticias biográficas de importancia que nos lleven a la idea de que para Auster la literatura es, antes que otra cosa, una necesidad.
Paul Auster nace el 3 de febrero de 1947, el día en que comienza la trama de su segunda novela, Fantasmas. Sus padres se casaron unos nueve meses antes, como puede leerse en La invención de la soledad, su diario personal, sin haberse declarado ninguna clase de amor y practicamente sin conocerse. Samuel Auster era un propietario de finca raíz que poseía un par de edificios. Queenie Auster tenía unos 13 años menos que su esposo. Se casaron y todo indica que Paul Auster fue concebido en la luna de miel, en algún lugar cercano a las cataratas del Niágara. Según parece, Queenie, incluso antes de terminada la luna de miel, habría descubierto que el matrimonio con Samuel había sido un error, pero su embarazo, según ella misma le contó a Auster, hizo imposible la separación. El matrimonio duró unos veinte años.
Ciudad de cristal: Era el 19 de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres -o lo habría sido, si hubieran estado vivos- y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído -poder conocer con precisión el primer momento de su existencia- y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día2.
Su hermana Janet nace unos años después, en 1950. Janet es una niña frágil, con problemas mentales que en un principio parecen menores pero que con los años la obligarán a pasar largas jornadas en casas de reposo. En 1953, Auster, como Benjamin Sachs en Leviatán, visita la estatua de la libertad y su mamá, asustada por su propio vértigo, lo hace bajar las escaleras sentado. Y mientras crece, como confiesa en Hand to Mouth (su historia personal con el dinero) comienza a sentirse un exiliado en su propio cuerpo y su propia casa, que es una manera de decir que comienza a sentirse un extranjero en el mundo. En 1955, convertido en un aficionado al beisbol, se encuentra en el estadio con Willie Mays, el jugador de los New York Giants.
Why Write?: “Mr. Mays”, dije, “¿podría, por favor, tener su autografo?”(...)
Su respuesta a mi pregunta fue brusca, pero amigable. “Claro, niño, claro”, dijo. “¿Tienes un lapiz?”. Estaba lleno de vida, recuerdo, lleno de energía joven, se movía de un lado a otro mientras hablaba.
Yo no tenía un lápiz, así que la pedí a mi padre el suyo. El no tenía uno tampoco. Tampoco mi madre. Ni, cuando voltee a mirarlos, los demás adultos.
El gran Willie Mays se quedó ahí, mirando en silencio. Cuando fue claro que ninguno del grupo tenía algo con qué escribir, se volteó y encogió los hombros. “Lo siento, niño”, dijo. “Si no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo” Y entonces se fue caminando, fuera del campo, hacia la noche.
Después de esa noche, comencé a cargar un lápiz conmigo a cualquier sitio que iba. Se convirtió en mi hábito nunca dejar la casa sin estar seguro de llevar mi lápiz en mi bolsillo (...)
Si algo me han enseñado los años ha sido esto: si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Como me gusta decirle a mis niños, así fue como me convertí en un escritor3.
En 1959 los Auster se mudan a una casa más grande. En el sótano de esa casa, Allen Mandelbaum, hermano de Queenie, deja varias cajas llenas de libros mientras se va de viaje por Europa. Como el tío Victor a M. S. Fogg, en El Palacio de la Luna, Allen deja en esas cajas una biblioteca muy completa para que el Paul Auster de doce años comience a leer con entusiasmo, hecho que, puesto en perspectiva, parece ser la primera prueba de su vocación literaria.
Paul Auster: Esa fue mi primera biblioteca. Sin ella no me habría convertido en escritor. (...) Comencé a escribir poemas y cuentos estúpidos. Aunque no sé por qué lo amé inmediatamente. Fui un niño muy normal. Jugaba beisbol todos los días, pero también amaba leer, y la idea de convertirme en escritor me tenía fascinado4.
En los últimos días de julio de 1961, Auster fue enviado por sus padres a un campo de verano en las afueras de Nueva York. En ese lugar, como cualquiera de sus personajes, Auster entendió que los hechos que vivimos nos han sido concedidos por el azar: en medio de una tormenta eléctrica, el grupo de niños al que pertenecía Paul Auster se encontró atrapado en el bosque. Lo primero que aprenden los niños sobre una tormenta es que puede significar la muerte si se está cerca de los árboles. Y estos niños, claro, estaban dominados por el pánico. En su angustia, no obstante, encontraron una manera de salir del bosque: si lograban pasar bajo un alambrado podrían llegar a las casas, y así, dentro de poco, estarían sanos y salvos en sus habitaciones. Por sugerencia de alguno de los excursionistas, el grupo decidió formar una fila para pasar por debajo de la cerca de alambres. Al Paul Auster de 14 años le correspondió un lugar en la mitad de la fila, justo detrás de Ralph, un niño tímido que no parecía muy a gusto en el campo y no había podido hacer ningún amigo. En cualquier caso, en el momento en que a Ralph le llegó el turno para pasar bajo la cerca de alambre, un rayo hizo contacto con la estructura y el niño se detuvo inmediatamente. Paul Auster intentó ayudarlo a pasar bajo la reja y lo cuidó hasta que entendió que estaba muerto.
Why Write?: Sólo tenía catorce años, después de todo, ¿qué podía saber? Nunca había visto un cadáver (...) No pensé en que había estado justo al lado de él cuando ocurrió. No pensé “uno o dos segundos y hubiera sido yo” (...) 34 años después todavía lo recuerdo. Y sus ojos mitad abiertos, mitad cerrados. También recuerdo eso5.
Cuando se iba a graduar del colegio, en 1964, sus padres anunciaron el divorcio. Paul y Janet se mudaron con su madre a un apartamento en Newark. Su padre, quizás para no tener que compartir el dinero de la venta, que por disposición de la ley hubiera tenido que dividir con Queenie, permaneció en la casa grande hasta el día de su muerte.
Paul Auster no fue a su graduación del colegio. En cambio, viajó por Europa. Visitó Italia, España, París y, en homenaje a James Joyce, puesto que había comenzado a considerarlo uno de los artistas más importantes de todos los tiempos, caminó compulsivamente por Dublín, como si intentara comprobar su propia existencia por medio de su movimiento. Cuando regresó de Europa, su mente no pudo abandonar la imagen de esas caminatas por las calles de Dublín tan cercanas a las de Peter Stillman o Daniel Quinn, los personajes de Ciudad de Cristal, su primera novela.
Hand to Mouth: Algo importante me había pasado ahí, pero nunca fui ni he sido capaz de decir qué fue exactamente. Algo terrible, creo, un encuentro impresionante con mis profundidades, como si en la soledad de esos días hubiera visto en la oscuridad y me hubiera visto a mí mismo por primera vez6.
Ciudad de cristal: Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas7.
Desde esos días, Auster comenzaría a trabajar en novelas que serían terminadas (conseguidas después de fracasar una y otra vez) y publicadas unos veinte años después. Como se documentará más adelante, para Auster era imposible narrar sin entrar en conflicto. No había encontrado su espacio ni su tiempo. Sólo conseguía concentrarse en la escritura de ensayos, formas claras y abiertas, y poemas, formas pequeñas y cerradas.
En el verano de 1965, Auster regresa a Estados Unidos, a Nueva York, y en el otoño comienza a estudiar en la Universidad de Columbia. Durante ese año, en el verano, trabajará con un amigo como cuidador del hotel Commodore en Catskill, cerca de Nueva York. Es en ese lugar en el que Auster conoce a Casey y a Teddy, los jefes de mantenimiento.
Hand to Mouth: Casey y Teddy habían estado juntos durante más de diez años, y para ese momento ya eran un par, un equipo indisoluble, una unidad dialéctica. Todo lo que hacían lo hacían en grupo, viajando de lugar a lugar y de trabajo a trabajo como si fueran uno solo. Eran compinches de por vida, dos alverjas en su olla, amigotes. No eran homosexuales, ni estaban ni un poco interesados sexualmente el uno en el otro: eran amigotes. Casey y Teddy eran los clásicos viajeros americanos, tipos tardíos que parecían sacados de las páginas de una novela de Steinbeck, y eran tan chistosos juntos, tan llenos de frases sarcásticas y borrachas, y buen ánimo, que su compañía era irresistible. Algunas veces me hacían pensar en algún dúo cómico olvidado, un par de payasos de los días del vaudeville y las películas mudas. El espíritu de Laurel y Hardy había sobrevivido en ellos, pero estos dos no iban camino a involucrarse en el negocio del espectáculo. Eran parte del mundo real, y actuaban su número en el escenario de la vida8.
En Laurel and Hardy go to Heaven, una de las obras teatrales de un acto que Auster escribió inspirado en el llamado teatro del absurdo, los protagonistas son el par de cómicos del cine de comienzos de siglo. Y, si se observa con atención la unidad que es el mundo austeriano, se descubrirá que está plagado de parejas que en un primer momento podrían parecer imposibles de juntar, pero que en la práctica funcionan de una manera que podríamos llamar mágica: el activista político y el escritor, en Leviatán; el novelista y el cigarrero, en Smoke; el bombero pianista y el jugador, en La música del azar; el estudiante y el pintor anciano, en El palacio de la luna.
La música del azar: -Eso es lo que estoy tratando de decirte. Estos tipos son millonarios. Y no tienen ni idea de cómo se juega a las cartas. Quiero decir que son unos ignorantes, esos dos. Te sientas con ellos y es como jugar con Laurel y Hardy.
-¿Laurel y Hardy?
-Así es como yo les llamo, Laurel y Hardy. Uno es gordo y el otro es flaco, igual que Stan y Oliver. Son auténticos tontos del culo, amigo, un par de cretinos integrales9.
Las parejas austerianas nacen en parte de la observación de Casey y Teddy, por supuesto. Pero, también, como se verá, de la lectura de las parejas de Samuel Beckett. El recuerdo del trabajo en el hotel Commodore es una de las fuentes literarias de la obra de Paul Auster. No sólo por la impresión que causaron en él los dos amigos, sino por el trabajo que tuvo que desempeñar en esos sitios.
Hand to Mouth: No es que quisiera hacer una carrera [cuidando hoteles], pero esas excursiones entre las aguas traseras y los huecos de mierda del mundo, nunca fallaron en producir algún descubrimiento importante. Ampliaron mi educación de una manera que nunca esperé. Casey y Teddy son un ejemplo perfecto. Tenía 19 años cuando los conocí y las cosas que hicieron ese verano hoy todavía alimentan mi imaginación10.
Es 1965 y la madre de Auster vuelve a casarse, según él, con un hombre generoso que apoyó fielmente sus ambiciones vagas e irrealistas. En 1966 comienza su relación con Lydia Davis, el mismo año en que el Peter Aaron de Leviatán (que tiene las iniciales de Paul Auster) y Delia (que es una variación de Lydia) se conocen.
Leviatán: La secuencia pormenorizada es la siguiente: perseguí a Delia a temporadas durante siete años (1967-1974), la convencí de que se casara conmigo (1975), nos fuímos a vivir juntos al campo (marzo de 1977), nació nuestro hijo David (junio de 1977), nos separamos (noviembre de 1978)11.
Para Auster la revolución de los sesenta fue un hecho periférico. Tuvo la suerte de no ir a la Guerra de Vietnam, así que durante los últimos años de los años sesenta, la época de los Beatles, Simon & Garfunkel y el pacifismo, se dedicó a escribir novelas que no pudo terminar porque, según él, no tenía la concentración para hacerlo. Escribió algunos artículos sobre libros y películas en el periódico y la revista de la Universidad de Columbia bajo el seudónimo de Paul Quinn. Durante un tiempo consiguió un trabajo como utilero y aseador de un petrolero llamado el Esso Florence que viajaba entre la Costa atlántica y el Golfo de México. Después, en 1969 obtiene el título de Bachelor of Arts en Inglés y Literatura Comparada y, más tarde, en 1970, recibe el de Master of Arts con especialización en literatura del Renacimiento.
Estos estudios, que en un principio podrían no tomarse en cuenta a la hora de acercarse a la obra de Auster, deben ser revisados al menos como una referencia y un contenido que ayude a comprender el mundo que ha construido en sus textos. La literatura del Renacimiento, como la de Paul Auster, comienza a presentar personajes que, como Hamlet, cuestionan la realidad y el mundo. Al final del Renacimiento -el Siglo de Oro en España-, en palabras de Michel Foucault12, las palabras se separaban de las cosas y la tierra no era el centro del Universo sino un planeta más de los que rodeaban al sol. El hombre comenzaba a pensar, si no en el silencio de Dios, en esa realidad que era la de hacer parte de uno de los tantos mundos posibles. Las obras literarias coincidían en su reflexión sobre los límites de la realidad (Cervantes, Montaigne, Shakespeare), la naturaleza de las palabras (“Palabras, palabras”, dice Hamlet) y el absurdo de una vida sufrida que, además, pasaba demasiado rápido (Quevedo, Petrarca).
El mundo era, antes del Renacimiento, un lugar que sólo podía conocerse por intermedio (primero) de la fe o (más tarde) de la razón. El mundo era el centro del Universo y Dios nos observaba desde el cielo hacia la tierra que, en toda Su bondad, había creado para nosotros. Con la aparición de Copérnico y de Galileo, se elimina lo que Carlos Fuentes13 llama “la reconfortante seguridad del geocentrismo” y, por extensión, el hombre comienza a dudar de todo lo que ve. La duda se hará mayor con la llegada del barroco: los hombres del tiempo de Shakespeare cuentan con las suficientes ideas para cuestionar la posición privilegiada que Dios nos había concedido y ven este mundo como la estación definitiva y no -así lo hacía Dante- como la antesala del Infierno o del Paraíso: para los hombres del barroco, como para los personajes de Auster, esta es la vida y este el día vivido que hay que aprovechar al máximo hasta que llegue el instante de la muerte. Y es ese instante, quizás, lo que los lleva a revisar el mundo y su propia existencia.
Ciudad de cristal: El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio14.
Libro de la Memoria: Solsticio de invierno, la época más oscura del año. Apenas se levanta de la cama, siente que el día se le empieza a escapar de las manos. No hay una luz a la que aferrarse, ni la sensación del tiempo que se despliega, sino puertas que se cierran y cerrojos que se corren. El mundo exterior, ese mundo tangible de objetos y cuerpos, parece un mero producto de su mente. Siente que se desliza por los hechos, revoloteando alrededor de su propia presencia como un fantasma, como si viviera a un lado de sí mismo; no aquí, pero tampoco en otro sitio15.
Como si hablara de la de Paul Auster, Carlos Fuentes dice que en las obras de Shakespeare y Cervantes, “todo es posible” y, gracias a Hamlet y al Quijote, que insisten en que la realidad y la ficción se cruzan constantemente y, aunque nos enfrentaremos a la necesidad de leer el mundo para habitarlo, no podrá existir una lectura única de la realidad o la literatura. Seremos visitados por fantasmas (ese es, además, el título de la segunda novela de Auster), oscilaremos entre ser o no ser, la ironía salvará nuestros abismos y habrá mundos y lecturas como hay lectores en la tierra. No parece ser coincidencia que los personajes de Auster se encuentren constantemente en la búsqueda de su identidad, suplantando personalidades, recurriendo a anécdotas de la historia que parecen mentira: la situación del hombre en el mundo del siglo XX guarda estrecha relación con la del hombre del alto Renacimiento. En las obras de sus grandes maestros que no pertenecen al Renacimiento, pero que conservan el espíritu de lo barroco, Samuel Beckett y Franz Kafka, Auster descubrió que en nuestro siglo se vivía -y la segunda guerra mundial es la más clara prueba de ello- la misma distancia con el mundo que se vivía en tiempos de Quevedo: en las obras de Beckett los personajes se dejan llevar por su propia incomunicación, y el lenguaje, como para Hamlet, es antes que nada un enemigo. En las de Kafka, el hombre amanece, día a día, convertido en un monstruoso insecto que es perseguido por un sistema que ni siquiera los que lo conforman pueden entender. Es cierto que el mundo ocurre con mayor rapidez en nuestro tiempo. La incomunicación es mayor, la tecnología es superior y el dinero se ha vuelto el gran protagonista. Pero es cierto, también, que a pesar de los avances y los retrocesos, el mundo sigue siendo un lugar fragmentado suceptible de ser recompuesto, entendido y habitado.
Hamlet y el Quijote aparecen cuando los descubrimientos y los errores del Renacimiento comienzan a ser asimilados. Al parecer, los hombres comienzan a pensar en el absurdo de la existencia que se acaba, sienten el silencio de Dios y se encuentran hastiados del equilibrio y la verdad incuestionable. Góngora le dice a una rosa, por ejemplo, que ¿Para tan breve ser quién te dio la vida?/¿Para vivir tan poco estás lucida,/y para no ser nada estás lozana? y cree firmemente en que en un instante nos volvemos “tierra, humo, polvo, sombra, nada”. Hace preguntas Góngora como las hacen todos: si Dios no nos dejó en el centro de su creación, si Galileo o Copérnico pudieron dudar de sus actos, todos podemos hacerlo: si intentamos permanecer en el mundo, conscientes de lo que eso significa, es posible que en nuestra reflexión lleguemos a la conclusión de que nuestras palabras, nuestras conductas y nuestro mundo son un artificio. Para entrar al mundo, para descubrir la verdad, debemos fingir como el príncipe Hamlet. Sólo así podremos desmontar los artificios reales: por medio de nuestra supuesta locura.
El padre de Hamlet ha muerto. O al menos lo ha abandonado. Como Samuel Auster a su hijo. Como el señor Nashe a Jim, en La música del azar, como Thomas Effing a Salomon Barber y Salomon Barber a M.S. Fogg en El Palacio de la Luna, como Thomas Cole a Rashid en Smoke, como Peter Stillman a Peter Stillman en Ciudad de cristal. El mundo de Auster es un mundo sin Dios, un mundo dominado por el azar. Pueden encontrarse mil y una razones en los manuales de sicología que conecten la ausencia del padre con la ausencia de Dios (Dios es el orden, el padre que todo lo creó, el origen, el que tomó por nosotros esa decisión que es la vida), pero en la obra de Auster el problema se presenta y se desarrolla de una manera más compleja. No tenemos padre, no tenemos Dios y, sin embargo, intentamos dejar a un lado nuestro cinismo, intentamos unir las piezas para entender y habitar la imagen que éstas forman.
Paul Auster: En el fondo, creo, mi obra nace de una posición de intensa desesperación personal, de un muy profundo nihilismo y una desesperanza sobre el mundo, del hecho de nuestra transitoriedad y nuestra mortalidad, de la inadecuación del lenguaje, el aislamiento de una persona con respecto a otras. Y también, al mismo tiempo, he querido expresar la belleza y la extraordinaria felicidad de sentirse uno mismo vivo, de respirar en el aire, la alegría de estar vivo en tu propia piel. El punto de todo lo que he escrito es el de ser capaz de reunir las palabras para describir todo esto, sin importar lo inadecuadas que sean. Lo que quiero decir es que algo importa, que algo tiene sentido. Y la gente en mis libros está comprometida en luchar para que también tenga sentido para ellos16.
Gracias al Shakespeare y al Cervantes que Paul Auster estudió en la Universidad de Columbia, el mundo puede entenderse como una gran pregunta que para ser habitada debe ser respondida y argumentada. Ahora, después del príncipe Hamlet y Don Quijote, no podemos vivir de verdad en el mundo si no hemos intentado reconstruirlo, interpretarlo y relatarlo. Después de la aparición de la sombra del padre de Hamlet, asesinado por aquellos obsesionados con el conocimiento unívoco, poseemos la ambigüedad, la duda, el desequilibrio. Los fantasmas de ese padre y ese nuevo mundo gravitan por toda la obra de Paul Auster.