Fe en la fe

 

Ya estuvo bien de pragmatismo. Es tiempo, de nuevo, de creer en ciertas cosas. Llevamos un buen rato encogiéndonos de hombros ante la realidad. Y es hora de volver a ser humanos. Nos hemos vuelto viejos hastiados que no le piden nada a lo que falta de la vida. Decimos “¿qué esperar?”, “¿por qué esperar?”, “¿para qué esperar?” en una voz tan baja que se parece al silencio. Sabemos de memoria cómo funciona el mundo: los libros denuncian su impiedad, las películas revelan su mezquindad, los periódicos trazan día a día, así no lo sepan, el trayecto de su corrupción. Se nos ha probado hasta la saciedad que el camino más corto a la tranquilidad es dejarlo todo como está, permitir que el perro duerma, no alborotar el avispero. Don Quijote se lo dice a Sancho: “peor es meneallo”. Y así, en puntillas, recorremos nuestras biografías.

Tomemos, como ejemplo, el edificio de enfrente: en la ventana del centro hay un empleado gris que acaba de renunciar “voluntariamente” a su cargo porque la empresa, invocando la llegada de “la crisis”, le ha pedido “amablemente” que se vaya; en la ventana del borde se encuentra una mujer que ha tomado la decisión de no casarse porque la experiencia le ha probado, de todas las maneras posibles, que las relaciones de pareja entran en decadencia unos días antes de alcanzar su esplendor; en la ventana de arriba puede verse a un ejecutivo que rechaza un proyecto original porque “nadie aquí lo va a entender, por Dios, yo no sé por qué no hemos terminado de aceptar que en este país el público es muy básico: nadie lee, nadie sabe, nadie entiende”.

Y, en la ventana de más allá, está un viejo baboso que fue un niño que quería ser futbolista; se convirtió luego en un joven que soñaba con estar en una banda; se trasformó en un universitario que iba a ser un gran artista; decidió hacer dinero cuando la frase “pactar con el demonio” le sonó a fábula infantil; comprendió las reglas del juego, “no pensar”, “no crear”, “no mirar atrás”, en plena crisis de la edad madura; repitió las frases cínicas de los demás, “aquí todo el mundo es poeta”, “sí, la vida laboral es injusta, pero así es”, y “sí, el presidente es horrible, pero no podemos volver a caer en manos de los terroristas”, hasta que olvidó qué cosa significaban; y ahora, “cómodamente aturdido” como en la canción de The Wall, ve en el espejo cómo se van arrugando sus arrugas, y acepta que es increíble que aún no haya cumplido treinta años.

Sabe que lo práctico es no tener esperanza. Sabe que lo práctico es no tener imaginación.

Se ha rendido. Es una bestia amaestrada. Pero hay algo, cierto temblor imposible de domar, que no lo deja en paz. El cínico es un hombre frágil que produce frases ingeniosas mientras espera la noticia de que estamos a salvo.

Es imposible someter lo humano: eso es. Podemos comprar a algunos cuantos, ofrecerles puestos, esclavizarlos, conseguir que reconozcan que los ideales son cosas de niños, pero la rebelión sólo es cuestión de tiempo. Siempre que estamos a punto de aceptar que el mundo es el infierno, cada vez que pensamos que sólo podremos deshacemos de esta mediocridad en el momento de la muerte (ahora mismo hablamos de “la crisis” así, en abstracto, como hemos hablado de la época de “la violencia”, porque nos encanta pensar que nada está en nuestras manos), algo nos devuelve la fe en la fe perdida: el nuevo presidente norteamericano invita al mundo a dejar atrás la codicia; la senadora bogotana renuncia, en un arrebato de idealismo, porque se resiste a representar a un gobierno con aliento tiránico; un compositor de canciones que cree en el Dios justo se atreve a componer una canción sobre los niños que han muerto en la franja de Gaza. 

Emily Dickinson lo dijo: “la esperanza es la cosa con plumas que se posa en el alma”. Oscar Wilde agregó: “un mapa del mundo que no incluya Utopía merece ser visto de reojo porque deja por fuera el único país al que la humanidad regresa todo el tiempo”.

Yo, que hago lo que puedo en mi ventana, sé que la esperanza es otra obra de la imaginación. Y que cojea pero llega. También sé que lo humano es absurdo. Y que todo lo que hacemos, desde encontrar una pareja que nos acompañe toda la vida hasta elegir un oficio que nos lleve de la mañana a la noche, desde entregarlo todo por una familia hasta pelear por la libertad de una sociedad, no pasa de ser una ficción: una valiente actuación en un documental dirigido por quién sabe quién. Pero creo, de verdad, que esa es la gracia del asunto: que muere tranquilo quien ha logrado ser el héroe de su propio relato.