El hombre consistente

Leonard Cohen, de 74 años, ha entrado en el hall de la fama del rock. Y ya que no puedo preguntárselo, porque está lejos, yo me pregunto qué hay que hacer para ser tan íntegro como él. Creo que más allá de los moralismos, más allá de las griterías de las iglesias de turno que invaden las vidas privadas, los verdaderos interrogantes son estos que vienen: ¿cómo llegar a viejo sin haberle vendido el alma al diablo?, ¿se puede ser una persona honorable en un mundo que todo el tiempo invita a las pequeñas trampas?, ¿es posible ser fiel a uno mismo, fiel a las reglas de uno mismo y leal con las vidas ajenas, en una vida que pone tantas veces contra la pared? Creo que Cohen diría que sí. A todas las preguntas, a las tres, diría que sí. Pero ya que no va a decirlo él mismo, en su voz grave de haber visto el futuro, su biografía es la respuesta que he estado buscando.

Cohen nació en 1934 en Montreal, Québec, en una familia judía que decía descender del Aarón de los textos bíblicos. Perdió a su padre cuando tenía nueve años. Y, aunque jamás fue millonario, la herencia que recibió en aquel entonces le dio la libertad para pensar a qué quería dedicarse. Así se convirtió, a los 27 años, en un importante poeta canadiense. Y un poco más tarde, gracias a la escritura de dos novelas experimentales, se dio cuenta de lo afortunado que es quien puede asumir su vocación, de lo lejos que estamos todos de la compasión y de la belleza que guarda el hecho de perder. En 1967 descubrió esas “extrañas voces” que se oyen en el intento de escribir canciones. A los 33, como tantos redentores, entendió que ser un escritor es ser “esa cosa que quiere cantar”. Y desde ese momento hasta hoy, en medio de una búsqueda espiritual que aún no termina, dejó que las baladas se tomaran su obra hasta trasformarse en el genial compositor de Everybody Knows, I’m Your Man, Famous Blue Raincoat, Take This Waltz y Hallelujah.

Cohen cantó, hace apenas unos años, “yo no tengo el coraje para pararme donde me debo parar / ni tengo el temperamento para dar una mano / ni sé quién me envió a decir en voz alta / que las luces de la tierra de la abundancia iluminen, algún día, la verdad”. Quería reconocer, una vez más, que ha estado en el mundo para decirnos lo que ha visto. Que nació así, que no tuvo opción, que vino al planeta con el don de pronunciar lo impronunciable. Que no ha salvado patrias ni ha rescatado huérfanos de guerra ni ha armado revoluciones urgentes porque no es él el héroe de esta historia. Pero que, desde el día en que notó que la vida es el esfuerzo por respetarse a uno mismo, se prometió no callarse, decirnos que la luz entra porque “hay una grieta en todo”, recordarnos que “los ricos tienen sus canales en las habitaciones de los pobres” y advertirnos que lo seguiremos oyendo mucho después de que se haya ido.

Ya sé. Sé, porque lo oí hace poco, que el único mandamiento que existe es “no robar”: no quitarle a nadie nada de su vida. Sé que en nuestras vidas privadas (que son sagradas mientras no seamos un verdadero peligro para nadie) cometemos errores, hacemos males y atravesamos el día por encima de los otros. Y que nada de eso va a contar el día del juicio final porque no hay juicios ni finales ni días definitivos a la vista. Pero, porque lo he notado en mi familia, en mis maestros y en mis autores, estoy convencido de que en medio de la podredumbre, en medio de una sociedad que hace ver tontos a los hombres consistentes, se puede ser un ciclista sin dueños que llega a la meta de último porque se niega a tomarse las drogas que quieren que se tome; se puede ser un periodista leal que no corrige lo que piensa a cambio de viajes o de platas o de almuerzos; se puede ser un político que duerme en paz porque se ha ganado el descanso a fuerza de decirse “el fin no justifica los medios”; se puede ser, en suma, una persona que alivie las vidas ajenas, que no se pierda nunca el respeto a sí misma, que pueda siempre verse en el espejo.

Dijo Lou Reed, en su discurso frente al hall de la fama del rock, que “tenemos suerte de estar vivos al mismo tiempo que Leonard Cohen”. Es eso, en verdad, lo que yo quería decir. Quería decir que el discreto Cohen nos ha demostrado que ser “una buena persona” no es más que ser decente con uno mismo, justo con uno mismo, leal con uno mismo. Quería recordar que el modesto Cohen, que reconoce lo bueno que ha hecho pero no sueña con distinciones, que no se arrepiente de sus fallas pero tampoco ve sus logros con nostalgia, ha tenido la valentía de ser la persona que es enfrente de todos nosotros. Nos ha hecho a todos la vida más fácil. Y “como un pájaro sobre un cable de luz” ha tratado, a su manera, de ser libre.