Squash con Toño

Yo, igual que Toño, tengo un estado físico desastroso. Pero acá estamos los dos a punto de comenzar un determinante partido de squash. Es el viernes 23 de noviembre de 2007. Son las 10 y 30 de la mañana. Desde abril teníamos pendiente este mano a mano. Habíamos quedado de jugar tenis para sobrevivir a la espalda quebrada, el cuello paralizado y las rodillas tiesas que tarde o temprano llegan por culpa del oficio de sentarse a escribir. Y acá estamos. No será tenis, no, será sólo darle a un muro con una pelota chiquita, pero acá estamos por fin. Mi desayuno fue una botella de Sprite Light. Mi calentamiento previo fue una discusión con otro burócrata de otra embajada ofensiva que no quiere entregarme la visa porque no he cumplido con el requisito de arrodillarme. Mis gafas están sucias. Y mi uniforme es una sudadera larga que me piso. Y sin embargo siento que voy a ganar. Créanme que lo siento. Allá va, con toda, mi primer servicio.

La dueña de estas canchas de Hacienda Santa Bárbara, que nos mira a los dos con una incredulidad más bien amable, acaba de darnos una lección inaugural para no hacer el ridículo: la raqueta se agarra así, los pies se ponen de esta manera, el cuerpo gira hacia ese lado. Y su conclusión, apenas le preguntamos si no sería posible usar una bola más grande, ha sido un "todavía les falta mucha coordinación: sobre todo a ti" que ha dejado la moral de Toño por el suelo. Yo no me he reído del bondadoso regaño. Ni más faltaba. Simplemente he asentido como un alumno detestable. Y me he dedicado a mirar a mi rival por encima de las gafas para ponerlo nervioso unos segundos antes de que empiece el encuentro. Lo psicológico es clave en el deporte. La concentración es indispensable. Lo otro que es útil es el buen estado físico. Pero, como no puede tenerse todo en esta vida, mirar de reojo al oponente parece ahora lo sensato.

Y allá va, decía, mi primer servicio. Soy zurdo, pero me he acostumbrado, como el mundo, a usar a toda hora la derecha. Así que ese primer set se me va en el esfuerzo de pegarle a la bola con la misma mano con la que paro los buses. Sirvo, si logro darle a la esferita, con la convicción del caso. Voy de lado a lado por la cancha con el amor propio que no siento en la vida real. Acomodo la pelota en esquinas improbables. Me lanzo en plancha. Tomo la raqueta, en casos perdidos, igual que un bate justo antes del primer strike. Y Toño, mientras despliego un talento que no tengo, mientras enrojezco como un marrano de afán, resulta ser el digno adversario que esperaba desde el principio: también se ha quedado sin aire, también se le ha zafado una pierna, también está a un latido de un infarto. No, no voy a decir el marcador de este set inicial: no me parece caballeroso. Me parece importante advertir, eso sí, que voy a ganar yo los dos siguientes. 11-8 y 11-9. Y que no va a ser nada fácil.

Las jugadas se suceden como en un video promocional de las olimpiadas especiales. Pierdo puntos pensando cosas tan inútiles como qué nos tomaremos cuando termine el partido o qué difícil es aceptar que ya no está una persona a la que se ha querido tanto o si no será mejor que esos presidentes gritones se den en la jeta en una isla perdida en el océano en vez de meternos en guerras que nos tienen sin cuidado. Tengo la cabeza en otra parte, en fin, hasta que noto que el marcador está a mi favor. 8-4, 8-5, 8-6. Y que puedo conservar esa diferencia de dos puntos si, como dicen los ancianos zen, logro estar presente en este lugar en este mismo momento. Y así es. Por primera vez, en todo este año de revisar lo que no tuvo solución, estoy ahí. Por primera vez, en todo este año de malas digestiones, no hay otro tiempo que el presente. Este soy yo. Sólo importa este lance. Y este lance que viene. Sé, tras una bola que tendrían que haber trasmitido por televisión, que es una lástima que no sea Toño, el valiente Toño García, el que gane. Pero estoy en cuerpo y alma en cada punto. Y también estará bien si soy yo quien gana.

El partido termina unos minutos antes de la una. Nos despedimos de la cancha. Y hablamos de las frases, de los presidentes y de los egos mientras nos tomamos algo. Confesamos que a ninguno le obsesiona ganar. Sospechamos que a uno sólo le duele perder, en el amor, en la guerra o en el juego, cuando el oponente no nos da lo mismo que hemos dado: cuando el adversario nunca está. Notamos, de una vez, que los siguientes días tendremos que andar con el bastón con el que andan los viejitos. Yo reconozco, mientras me limpio las gafas, que se me ha levantado la piel del dedo meñique del pie derecho. Y Toño acepta que ha perdido tres dedos de la mano izquierda en el intento de alcanzar una bola inalcanzable. La conclusión es evidente: había tres pelotas en la cancha.