James Barrie iba a escribir la vida de Peter Pan pero aún no lo sabía. Era una larga mañana del Londres de 1897 y él, como todos los días, había salido de su casa, en Gloucester Road, para pasear a Porthos, su gigantesco perro San Bernardo, por los jardines de Kensington. Cuando llegó al parque, y la mascota comenzó a saltar por todas partes, Barrie se sentó en una de las bancas, y un rato después, como si se tratara de un milagro, se encontró cara a cara con un par de niños. Se llamaban George y Jack Davies. Tenían cinco y cuatro años. Eran hermanos y jugaban bajo la mirada vigilante de su niñera.
Desde ese momento se hicieron los mejores amigos. Porque, para decir verdad, era inevitable: aun cuando ya había cumplido 37 años, y era un novelista célebre en las calles de Londres, Barrie no sólo tenía la misma voz de cuando era niño, no tenía ni un solo pelo en la barba y no alcanzaba a medir un metro y cincuenta centímetros, sino que, además, estaba dispuesto a involucrarse, sin pudores, en los más infantiles de los juegos, y siempre, siempre que se veían en los jardines, contaba historias fabulosas sobre un niño perdido que vivía y dormía en los rincones del parque y que era capaz de entender las palabras de las aves y las hadas. Se llamaba Peter Pan y todas las madres del mundo habían sido sus mejores amigas. Salvo él, todos los niños del mundo crecían. Salvo él, todos se convertían, más temprano que tarde, en un borroso reflejo de sus padres.
George y Jack Davies estaban fascinados con su nuevo amigo. Les encantaba su pavor a las ratas y la manera como luchaba para que Porthos, el San Bernardo, no lo arrastrara por la calle. Les divertían sus graciosas muecas, su curioso sentido del humor y su ingenio para jugar a los piratas. Todas las mañanas, bajo la mirada resignada de la niñera, les pedían a sus padres que los llevaran hasta los jardines de Kensington. Y sus papás, Sylvia y Arthur Llewelyn-Davies, no sabían muy bien qué decirles. La verdad es que se sintieron incómodos con la situación hasta un par de semanas después, cuando, por suerte, conocieron a Barrie. Fue en una de las tantas fiestas que, por ese tiempo, organizaba la aristocracia londinense. De inmediato se volvieron adictos a su bondad, a su ingenio y a sus bromas y, al final de esa misma noche, decidieron invitarlo a conocer su casa. Fue la primera vez. Y la última. Pronto, Barrie se convertiría en la ficha que le hacía falta al rompecabezas: Sylvia, Arthur, George, Jack y el hijo menor, Michael, que acababa de cumplir un par de meses de nacido, habían encontrado, de pronto, al miembro que hacía falta en la familia.
Barrie se había casado en 1894 con Mary Ansell, una actriz, pero en verdad estaba enamorado de los Davies. Ellos le correspondían porque, como un entusiasta tío adoptivo, él estaba dispuesto a cuidarlos, aparecía en los momentos más importantes para la familia y era capaz de llevarlos a todos, por medio de sus cuentos, a islas perdidas en el océano, a bosques repletos de animales fabulosos, a inmensos castillos de piedras lunares. Así era. Barrie se había ganado su lugar en el mundo. Ya no era ese extraño y muy exitoso escritor que se burlaba de sí mismo antes de que alguien lo hiciera por él. No era ese tipo tímido y retraído que se paralizaba frente a las mujeres. No, no era ese monstruo.
Era el noveno hijo de David Barrie y Margarite Ogilvy. Había nacido el 9 de mayo de 1860 en una humilde aldea escocesa llamada Kirriemuir. Quería ser un gran actor. Y si escribía novelas era sólo porque, cuando era joven e inseguro, no se atrevía a reunir a todo el equipo necesario para escenificar las historias que no lo dejaban en paz. Eso era. Quería arrastrar a los demás a su mundo. Quería rescatarlos de la realidad. Pero sabía que faltarían muchos años antes de que pudiera hacerlo. Porque ¿quién iba a creerle a una persona de un metro y medio de estatura?, ¿quién iba a hacerle caso a un ser humano como él?
Le gustaba contarles a sus amigos y a los Davies que tenía seis años cuando su infancia se detuvo. Su hermano mayor, su ídolo, David, a quien sus padres habían decidido pagarle una carrera universitaria como reconocimiento a sus innumerables cualidades, murió en un aparatoso accidente. Su madre nunca se recuperó de semejante tragedia y aunque continuó siendo su protectora, y siempre fue la figura más importante de su vida, Barrie pronto descubrió que nada sería como antes, que David sería el fantasma de sus vidas y que lo más horrible de la experiencia de estar vivo "era saber que llegaría un momento en que tendría que dejar de jugar". Por eso decidió, en la soledad de su cuarto, que jugaría para siempre.
Quería volver atrás. Quería recuperar la sonrisa y las caricias de su madre. Quería volver a leer con ella Robinson Crusoe. Quería volver a oír las historias de cuando ella tenía su edad y sentir, de nuevo, "que era mi madre y aquella niñita al mismo tiempo". Por eso juró, por su propia vida, que reemplazaría a su hermano y se convertiría en el centro de la familia. Si el sueño de Margarte Ogilvy era ser la madre de un escritor importante, entonces él se convertiría en uno. Estaba dispuesto a todo para secar sus lágrimas.
Margaret era muy valiente y superaría el dolor. Pero por esos días no sólo estaba al borde de la locura sino que, como si fuera poco, soportaba los rigores de su décimo embarazo. Barrie, que para ese momento ya había aprendido a ser un payaso, se le acercaba, le hacía un par de muecas graciosas y le pedía que no volviera a llorar. Le decía "ríete mamá, por favor, te lo pido, ríete". Y ella trataba, pero no podía.
James Barrie fue a la Universidad de Edimburgo en 1879 y en el invierno conoció a un hombre bondadoso y culto al que, unos días después, gracias a una foto aparecida en el Times, identificó como Robert Louis Stevenson. Se trataba, claro, de uno de sus escritores favoritos. Era nadie más ni nadie menos que el autor de La isla del tesoro. Y lo mejor de todo no era eso sino que se habían hecho muy amigos. De hecho, fue el propio Stevenson quien años después le aclaró a Barrie, en una carta, que "el autor no debería ser como sus libros, sino ser sus libros". Fue él quien lo animó a seguir escribiendo y quien le escribió a Henry James, alguna vez, "usted, Kipling y Barrie son mis tres musas, pero este joven debería controlarse para no ser tan ingenioso y divertido: son resabios del periodista que lleva por dentro".
Era cierto: Barrie había obtenido el título de Master of Arts en 1883, había trabajado dos años en el Nottingham Journal y después se había trasladado a Londres para convertirse en colaborador del St James Gazette, y por eso cargaba, como escritor, con la necesidad de serle atractivo a la mayoría del público y muchas veces caía en el humor fácil y el sentimentalismo. En las páginas del diario londinense, en 1887, se había inventado a Thrums, una versión literaria de Kirriemuir, y la había convertido en el escenario de una serie de historias costumbristas que, gracias al entusiasmo de Frederick Greenwood, el editor del periódico, dieron lugar a una recopilación que lo reveló como un brillante observador de los gestos humanos y que le dio paso a una serie de exitosas publicaciones autobiográficas sobre su lucha para convertirse en un escritor importante: en 1887 presentó Mejor muerto, en 1888 editó Cuando un hombre es soltero, en 1889 apareció Una ventana en Thrums y en 1890 fue publicada una incomparable sátira sobre el cigarrillo titulada Mi lady Nicotina. A Stevenson, sin embargo, siempre le quedó la sensación de que Barrie jamás se atrevería a escribir su obra maestra.
Estaba equivocado. Faltaba mucho, pero llegaría. Hasta ahora era 1891 y Barrie sabía que era el momento de intentar el teatro. Su trabajo como periodista, cuentista y novelista le había dado la confianza, la fama y la energía para inventar su primera obra dramática. Se llamaba El fantasma de Ibsen y si bien es cierto que no fue un gran éxito, también lo es que su buena recepción y su curiosidad por los trucos y la magia de la escenografía lo llevaron, el año siguiente, a la creación de El caminante de Londres. Durante el montaje conoció a Mary Ansell y unos meses después le propuso matrimonio.
Fue un error. La verdad era que le aterraba que la gente se enterara de la noticia, que no estaba dispuesto a quitarle un minuto a su dedicación por su mamá y que ni siquiera después, cuando se casaron y se trasladaron a la casa en Gloucester, a unos metros de los jardines de Kensington, se sintió cómodo con la situación. Barrie era un hombre justo, honesto y paternal, pero era, también, fantasioso, implacable en sus comentarios y muy, pero muy puritano, y lo más probable es que no se encontrara interesado en las relaciones sexuales. A los 34 años tenía el cuerpo de un adolescente y era tan solitario como un niño. Mary Ansell, claro, tenía otra idea del matrimonio y, después de superar la frustración, se dedicó a buscar su propia vida.
Fue un tiempo devastador: el matrimonio fracasó, Stevenson fue enterrado en una isla de los mares del sur y Margaret Ogilvy, su madre, murió con la tranquilidad de haber visto a su hijo convertirse en un autor famoso. Carmen Martín Gaite, la escritora española, ha encontrado una carta en la que Margaret le confesaba a Barrie que estaba orgullosa de él y le agradecía que le hubiera dado tanta felicidad durante los últimos años. No encontraba palabras para decirle cuánto lo quería, lo llamaba la luz de sus ojos y le pedía al cielo que lo protegiera para siempre. Le daba las gracias por haberla hecho reír.
Barrie era un niño de 40 años y no le interesaba vivir sin su mamá. Su papá era una figura borrosa en su pasado y nunca, ni en su más íntima correspondencia, quería referirse a él. Su esposa no estaba dispuesta a hacer las veces de madre y por eso, y por todo, él se sentía atrapado en el mundo equivocado. Los hechos eran superiores a sus fuerzas. Sentía que aún le debía algo al fantasma de su hermano David. Lo único que parecía estar bien era su talento para narrar y su vocación al drama. Escribió tres novelas casi documentales –en Tommy el sentimental describió su llegada a la escritura y su odio hacia la vida adulta, en Tommy y Gretzel reveló la desgracia de su matrimonio y en Margaret Ogilvy le rindió un estremecedor homenaje a su madre- y se dedicó, de lleno, al montaje de El pequeño ministro y El admirable Crichton, dos furiosas sátiras contra la insensibilidad de la aristocracia.
Las dos fueron un gran éxito y eso le confirmó a Barrie que estaba hecho para el teatro, que prefería las vidas ajenas a la suya y que estaba dispuesto a dejar en libertad a sus personajes: "pocas veces me hacen caso", decía, "y casi siempre acabo siguiéndolos porque si yo no soy el primero en ceder, no nos hacemos amigos y eso es fatal para una obra". El admirable Crichton, la historia de un mayordomo que en una isla se convierte en amo de sus patrones, convirtió a Barrie, en medio de su tristeza, en uno de los escritores más importantes de la Gran Bretaña y en una celebridad de las calles de Londres. Cuando quería salir a caminar iba hasta la casa de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, y le pedía que lo acompañara a dar un paseo. Eran buenos amigos: fueron del mismo equipo de crickett, de vez en cuando se reunían a reírse de las parodias que Barrie escribía sobre la base de las aventuras del detective de la calle Baker, y alguna vez, en un par de semanas de trabajo, escribieron, a cuatro manos, Jane Annie, una ópera para el teatro Savoy.
Barrie se sentía mejor. Si se asomaba a la ventana de su sala, alcanzaba a ver, en la casa de enfrente, a George Bernard Shaw. La esposa de Shaw, aburrida mientras Pigmalion tomaba forma, solía enviarle cartas comprometedoras para poner celoso a su marido, pero él, que no se encontraba interesado en consumar un matrimonio, se mostraba mucho menos dispuesto a conseguir los favores de una amante. Prefería ocupar su tiempo en pasear a su perro. Le encantaba ir a los jardines de Kensington y encontrarse con los niños Davies.
Inspirado en las tardes con ellos, y en todas las historias que solía inventarse para divertirlos, escribió, en 1901, una extraña novela que tituló El pajarito blanco. No era un relato para niños –un hombre intenta secuestrar a un niño y para ello se dedica a engañarlo con una serie de narraciones-, pero contenía un capítulo llamado Peter Pan en los jardines de Kensington en donde presentaba, a los lectores, al niño que George, Jack, Michael, Nicholas y Arthur Davies –es cierto: ya eran cinco- buscaban como locos en los rincones del parque. Era ese niño que jamás crecía y que se dedicaba a hablarle a las hadas y a las aves. Era el mismo. En la novela tenía cuatro o cinco años y vivía en un barquito de papel que Shelley, el poeta que más odiaba el mundo adulto y el dinero, había hecho un día con un billete de cinco libras.
Barrie era consciente de que Peter Pan era su mejor personaje. El mejor que podría escribir en toda su vida. Recordaba las palabras de Stevenson y comprendía que, gracias al niño que se negaba a crecer, por fin se había creado a sí mismo. Sabía que no era suficiente con darle el capítulo de una novela y, seguro de que su fuerte era el teatro, quería inventar una comedia que contuviera sus emociones y sus dudas, rescatara a su hermano David del olvido y fuera, al mismo tiempo, un homenaje a la infancia de sus hijos adoptivos. Y así fue. Durante los dos años que siguieron dedicó todas sus energías a la puesta en escena de Peter Pan: el niño que no quiso crecer.
Eligió a los actores. Creó, él mismo, una cantidad de efectos sonoros y de trucos escénicos. Revisó, una y mil veces, que la historia reuniera todos los elementos que lo apasionaban. Se remontó a las tradiciones del teatro navideño londinense e inventó una heroína, un hada buena, un adversario demoníaco y una vieja dama divertida. Para no caer en lugares comunes, transformó a Wendy, la heroína, en una pequeña madre, al hada buena, Campanita, en una mujer enamorada y celosa, al adversario, el Capitán Garfio, en un pirata venido a menos, y a la vieja dama, Nana, en una torpe perra San Bernardo.
La noche del estreno, en 1904, el público se divirtió con las muecas del actor que interpretaba a la niñera San Bernardo, se sintió conmovido con ese grupo de niños dispuestos a escapar del tiempo y se asombró con esa lucecita que hablaba y acompañaba al protagonista por todo el escenario, pero no supo cómo reaccionar cuando, hacia el final de la función, la vida de Campanita comenzó a apagarse y Peter Pan se acercó a pedirles auxilio. Necesitaba ayuda. Su mejor amiga estaba a punto de morir, pero si alguien en el auditorio, así fuera sólo una persona, creyera en la existencia de las hadas y para demostrarlo diera una palmada, entonces Campanita recobraría el ánima y volvería a brillar como una estrella. Sólo necesitaba eso. Que alguien del público aplaudiera.
Era, claro, una escena peligrosa. Nunca antes se había derribado la pared invisible que separa a los actores de los espectadores. Nunca, en una obra dramática, se había requerido la participación del público para resolver la historia. Y Barrie, consciente de su atrevimiento, erraba por la tras escena, durante ese momento, el más largo en la noche del estreno, como si fuera a morirse de un infarto. Quizás ya nadie le tenía fe a la fantasía. Tal vez por eso se miraban extrañados. Acaso por eso se quedaban en silencio.
Y aplaudieron. Por fin aplaudieron. Y después de esa noche, con el paso de las funciones, los espectadores del mundo comenzaron a hacerse cómplices del juego. Cuando Peter Pan preguntaba ¿cree alguno de ustedes en las hadas?, los adultos y los niños aplaudían. Esa era la tradición. De eso se trataba ese relato. Y de eso se trata casi cien años después, hoy, cuando el niño que no quería crecer, como todos los grandes personajes de la historia de las ficciones, se ha vuelto mucho más célebre que su creador. Pinocchio es más famoso que Carlo Collodi, el doctor Jeckyll y Mister Hyde son más conocidos que Stevenson y Don Quijote está mucho más vivo que Cervantes. Ese, desaparecer en beneficio de un personaje, es el más grande honor al que puede aspirar un escritor.
Y ese era, precisamente, el consejo del autor de La isla del tesoro. Hay que transformarse en los libros. Hay que dejar la vida en los personajes. Hay que apostarle todo –la angustia, las sospechas, los secretos- a las cosas que se escriben. Se trata de ser honesto. Las obras de arte sólo nos conmueven cuando detrás de ellas se intuye una confesión. Y Peter Pan es una de las más sinceras que pueden hallarse hoy, a esta hora, en las bibliotecas, las habitaciones de los niños, los teatros, los alquileres de películas y las salas de cine.
James Barrie escribió muchas obras más, pero, aun cuando en su tiempo fueron todo un éxito, jamás se volvieron a escenificar. En 1905 presentó Alice sentada junto al fuego, en 1908 fue ovacionado por Lo que todas las mujeres saben, en 1910 fue admirado por La mirada de las doce libras y en 1917 sorprendió a todo el mundo, de nuevo, con Querido Brutus, una historia sobre un grupo de hombres y mujeres que, en el punto más bajo de sus vidas, reciben y pierden, por su terquedad y su egocentrismo, una segunda oportunidad para vivir sus vidas.
En abril de 1910 se divorció de Mary Ansell. Cuatro meses después Arhur, su amigo, el padre de los Davies, se murió de cáncer y él, por petición de Sylvia, asumió su lugar como figura paterna de los niños. Ella murió unos meses después, consumida por el mismo mal, y a partir de ese momento Barrie adoptó a George, a Jack, a Michael, a Nicholas y a Arthur y dedicó su vida a cuidarlos, a educarlos, a llevarlos por Europa y a enseñarles a patinar, a dibujar y a montar en bicicleta. Ellos eran, al fin y al cabo, el amor de su vida. Sólo lo que había sentido por Margaret, su madre, era comparable.
La primera guerra mundial estalló y George, el mayor de los Davies, murió en el campo de batalla. Barrie era, para ese momento, el rector de la Universidad de St Andrews y como su madre, con la muerte de David, estuvo a punto de enloquecer, pero el apoyo de Michael, su preferido, fue determinante. En mayo de 1920, años después de la tragedia, se sentía bien. A fuerza de escribir y escribir, había perdido en gran parte la movilidad de su mano derecha, pero, como si no pasara nada, había aprendido a escribir con la izquierda. En una carta le decía a Cynthia Asquith, su amiga y secretaria y autora del muy esclarecedor y divertido Retrato de James Barrie, que sentía que la nueva mano le ayudaba a ser menos racional en su escritura y que Mary Rose, su último drama, se estaba convirtiendo en la mejor obra que había escrito: "la derecha revela el aspecto más luminoso de mi ser y la izquierda es siniestra por naturaleza: ahora escribo con cualquiera de las dos y sólo depende de qué tan lejos encuentre el tintero".
El día de su cumpleaños número sesenta descubría que "escribir es jugar a las escondidas con los ángeles" y se sentía "guapo, atractivo y elocuente como un dios griego". Esa sería, sin embargo, su última frase esperanzadora porque un año después, en mayo de 1921, Michael se ahogaría en una piscina, junto con uno de sus compañeros de Oxford, y Barrie perdería, de inmediato, todos los deseos de vivir. Se sentía "montado en un tren sin pensar en bajarme ni saber a dónde voy: es como si fuera uno de los objetos tirados por allí, amenazados de venta. Sobre cada uno de ellos podría escribir un capítulo y componer un libro que les permitiera seguir viviendo".
En 1922 cedió los derechos de autor de Peter Pan al Hospital de la Calle Great Ormond y recibió, "en testimonio del respeto y la estima en que lo tienen los Magistrados y el Consejo como un distinguido escocés y en reconocimiento de su importante posición en el mundo de la literatura y el drama", la Orden al Mérito de Escocia. Sólo se animó a declarar que "todo hubiera sido diferente si estuviera tan satisfecho conmigo como lo estoy de mi premio burgués. Pero, a pesar de las conmovedoras palabras de Lord Provost, y de las muy generosas palabras del Secretario de Escocia, sé muy bien, con los poetas, que toda mi vida he estado tratando de atrapar el viento en una red. Supongo que los valles y las montañas y los lagos de Escocia, que viven en la noche de Edinburgo, se rinden a la Reina Madre. Y ahora, que me cuentan que ella está satisfecha con el contenido de mi red y un par de hojas abandonadas en el viento, lo único que puedo decir es que estoy a sus pies".
En 1928 reemplazó a Thomas Hardy en la Presidencia de la Sociedad Nacional de Autores. Se sentía "cansado y un poquito viejo". Pensaba que la vida era "una larga lección de humildad" y que aquellos que, como él, le llevaban brillo a las vidas ajenas no eran capaces de guardarlo para ellos mismos. Dedicaba sus días a escribirle cartas a sus hijos y a sus amigas, y confirmaba, una a una, sus sospechas sobre la tragedia de envejecer.
Murió el 19 de junio de 1937 al lado de su mayordomo y su ama de llaves. No fue enterrado, como los grandes autores británicos, en la Abadía de Westmister. Su tumba, según su última voluntad, está en Kirriemuir. Junto a la tumba de su madre.
Publicado en septiembre de 2001 en Gatopardo. © 2001, 2004 Ricardo Silva Romero y Revista Gatopardo