Ernesto Sabato murió en 1976. Dejó varios volúmenes de ensayos y tres novelas brillantes, irracionales, desmedidas. En la primera, El túnel, de 1948, un pintor debe asesinar a la única mujer que podría comprenderlo: debe recuperarla, al menos, en su memoria. En la segunda, Sobre héroes y tumbas, de 1961, un joven sigue a una mujer por los infiernos secretos de Buenos Aires y consigue convivir, sin perder la esperanza, con los fantasmas, los pirómanos y los ciegos argentinos. En la tercera, Abaddón el exterminador, de 1976, mil y unas historias sobre los horrores del mundo se cruzan en el horizonte de la última página. Y es entonces, claro, cuando el escritor muere. En su lápida, en el cementerio de los Recoletos, puede leerse: "Ernesto Sabato quiso ser enterrado en su tierra con una sola palabra en su tumba: paz".
No podría decirse, en estricto sentido, que se haya suicidado. Tendría que escribirse, quizás, que consiguió hacerse fantasma. En 1935 había estado, por primera vez, a punto de morir: tenía veinticuatro años, había abandonado sus estudios y sus comodidades burguesas, y vivía, bajo el nombre falso con el que lo había bautizado el partido comunista, en los deprimidos suburbios de La Plata. Y entonces, porque los líderes de la organización estaban al tanto de sus dudas sobre el estalinismo, fue enviado a las escuelas leninistas de Moscú para "purificarse": "si hubiese ido", dijo alguna vez, "no habría vuelto jamás vivo". Y un par de años después habría cedido a la muerte, cuando asistió a la ruptura del átomo de uranio y dejó a su esposa y a su hijo por una amante rusa, si no hubiera emprendido la redacción de su primera novela.
El español Óscar Domínguez, pintor surrealista, le preguntó, "después de pasar una tarde de invierno en el Marché aux Puces" de París, "¿qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos?" Y él, Sabato, le dijo "no quiero hacerlo" –aun cuando le atraía la idea de quitarse la vida desde hacía mucho tiempo- porque su instinto así se lo ordenaba. La escritura, edición y publicación de su segunda novela, después de años y años en los que "desalentado por los pobres resultados terminaba por destruir los manuscritos", le dieron muchos más días de vida. Matilde, su única esposa, que resistió los insomnios a su lado, y lo abrazó para hacerlo creer que él era mucho más que un personaje secundario, le rogó que no quemara aquel relato, Sobre héroes y tumbas, que, aún hoy, puede salvarle la vida a cualquier suicida.
Es en aquella novela, en el capítulo XIII del libro titulado Los rostros invisibles, cuando los dos personajes centrales, Martín y Bruno, se tropiezan con Jorge Luis Borges. Él, el gran escritor de nuestros tiempos, que contiene nuestra incapacidad para vivir en la realidad, los mira "con unos ojos celestes y acuosos" y les responde, después de saludarlos "con una cordialidad abstracta" y oír la pregunta "¿qué está escribiendo, Borges?", "bueno, caramba, tratando de escribir alguna página que sea más que un borrador, ¿eh?" Esa es, aunque en un primer momento no lo parezca, una escena que puede a ayudarnos comprender ese misterio que es la muerte de Ernesto Sabato. Los ciegos, se sabe, han estado detrás de las crisis de sus principales personajes. Y Borges, sin duda, es el gran líder de la secta.
Los ciegos, exiliados de la realidad, forzados a imaginar, condenados a habitar el mundo en su propia cabeza, suelen ser los gobernadores de la ficción. Y Ernesto Sabato, atrapado en el círculo vicioso de sus ficciones –escribía para soportar sus pesadillas, para quedar vacío, pero el fracaso de aquel misterioso proceso de digestión, la comprobación de que una y otra vez los hechos le llenaban el cuerpo entero, lo hacía sospechar que tal vez lo mejor sería abandonar la literatura-, llegará a descubrir, gracias a aquellos ojos en blanco, que la salida a su angustia, el punto final a su esfuerzo por acceder al mundo, será escribir la novela de su muerte. En Abaddón el exterminador, años más tarde, redactará su partida. Y, al contrario que Borges, quedará ciego, desde entonces, pero sólo para la literatura. Las ficciones no volverán a entrar en su sistema nervioso. Y él comenzará a hacer parte, como un monje budista, de las fases de la tierra.
Ernesto Sabato quemaba sus manuscritos, pues, porque no estaba preparado para morir. Porque quería componer, una y otra vez, el libro de su muerte. Pero ahora, que es un fantasma que pinta máscaras al óleo y envía mensajes de esperanza desde su pequeña celda argentina, nos recuerda que escribir es, básicamente, estar muerto. Sí, eso es. Eso quiere decirnos. Que todos queremos morir. Que todos los libros están escritos por hombres muertos. Y que él, que ha creado los últimos honestos y ya se ha quedado sin Matilde, sólo descansa en paz para mostrarnos el camino.
Publicado en febrero de 2003 en Babelia, El País. © 2003, 2004 Ricardo Silva Romero y Babelia.