De vez en cuando, al parecer, trabaja en su jardín. Casi todo el día se encierra en un galpón, a cincuenta metros de su habitación, a inventarse historias que no está interesado en publicar. Da la orden de que no lo molesten, cruza el arroyo que divide su propiedad, entra en el búnker, se sienta en su escritorio, prende una chimenea y se dedica a redactar historias hasta cuando la luz, que entra por el techo de vidrio, se desvanece en la caída de la noche. Está viejo. Es un adolescente, pero ya no se atreve a conducir ese jeep con cortinas en las ventanas. Tiene 84 años y, como siempre, está dispuesto a conservar su intimidad a como dé lugar. No es un trabajo fácil. Este año se cumplen 50 años desde que el Reader’s Digest y Little, Brown and Company publicaron El guardián entre el centeno, su obra maestra, un clásico de la literatura norteamericana que ha sido traducido a casi todos los idiomas y que se ha convertido, con el paso de los años, en el libro que nos acompaña a todos cuando, al final del primer acto de nuestra vida, a los quince, los dieciséis o los diecisiete años, el mundo, ese lugar ajeno e insoportable, se nos viene encima con sus traidores y sus mentirosos. A esa edad descubrimos que nos han dicho mentiras. Y Holden Caufield, el personaje central de la novela, se ha dado cuenta al mismo tiempo. Ha estado enfermo durante varias semanas y ha decidido contarnos la horrible experiencia que superó durante la Navidad. No quiere hablar más. No quiere meterse en la vida de los otros. Odia el colegio y no le interesa graduarse. Odia la falsedad del cine. Odia el dinero y la hipocresía. Se niega a perder el tiempo en conversaciones vacías y sin sentido y no puede creer que haya gente en el mundo que escriba obscenidades en las paredes de los baños. ¿Y si algún niño viera un fuck en una puerta? Sin duda se preguntaría lo que significa. Holden adora a Phoebe, su hermanita, y querría dedicarle toda su vida a salvar a esos niños que están a punto de perder su infancia. Como un guardián entre el centeno que acompaña y protege. Como un héroe que atrapa a todos los que están a punto de irse al abismo. Salinger escribió El guardián entre el centeno desde 1941 hasta 1951 y cuando supo que iba a ser publicada, como si alcanzara a ver el futuro, le exigió a sus primeros editores que la portada no llevara adornos y que su fotografía no apareciera por ninguna parte. Si eran demasiadas exigencias, él no tenía ningún problema en que no la editaran. Él no estaba interesado en la fama, sino en la escritura. Pero claro: no había nada por hacer. El relato se convirtió, desde el comienzo, en un libro de culto. En Publisher's Weekly, en la edición del 2 de junio de 1951, la editorial, Little, Brown and Company, publicó un aviso publicitario en el que anunciaban, bajo la foto de un tal Jerome David Salinger, que publicarían “la extraordinaria novela de uno de los más brillantes escritores de The New Yorker”. Aparecería el 16 de julio de 1951 y costaría tres dólares. Era “una de las novelas más originales y excitantes de los últimos años” y aunque James Stern, un prestigioso crítico, la recibió como la monótona obra de “un tipo hecho para los cuentos cortos”, la mayoría de los comentaristas coincidieron con Nash K. Burger cuando aseguró que “el humor inconsciente, las repeticiones, la oralidad, la procacidad y el énfasis la hacen perfecta”. Salinger había sido un hombre solitario durante toda su vida –nació en Nueva York, el 1 de enero de 1919, y completó sus estudios en una escuela pública, una academia militar en Pennsylvania, un viaje a Polonia, diez meses en Viena y varios semestres en la Universidad de Nueva York, el Ursinus College y la Universidad de Columbia-, había sido, era y sería un escritor que no estaba dispuesto a gastar su tiempo en algo que no fuera la escritura y se sentía mal, amargado, incómodo, cuando no estaba sentado en su escritorio –publicó su primer cuento a los 21 años, trabajó dos años para Saturday Evening Post, Esquire, Colliers, Story y Mademoiselle, perdió dos años de vida y de relatos en la armada y en la guerra y se dio a conocer gracias a trece relatos que publicó en The New Yorker-, pero su comportamiento se volvió más extraño cuando el libro comenzó ser un éxito de ventas –hasta comienzos de los años setenta vendería un promedio de 250.000 copias por año- y decidió aislarse aún más y convertirse casi en un ermitaño cuando su personaje, Holden Caufield, comenzó a responder las preguntas de todos los jóvenes y los lectores comenzaron a verlo a él, al autor, como a un profeta. El público supo, desde ese momento, que Salinger era un hombre alto y atractivo, que le había dicho a muchos que algún día sería un gran escritor, que sus años de guerra lo habían afectado profundamente, que se había traído de Francia a una tal Sylvia, que sus compañeros de cursos lo recordaban como un solitario y que aún se sentían intimidados por él, que había tratado de conquistar a Oona O'Neil, la futura esposa de Charles Chaplin, pero que nada había funcionado y eso lo había vuelto un amargado. Sus seguidores supieron, además, que después se había casado con Claire Douglas y que tenían dos hijos. Que sus textos habían sido rechazados durante diez años por The New Yorker y que como él, sin embargo, había insistido, en 1948 le habían publicado, en esas páginas, un cuento titulado Un día perfecto para Bananafish. Vladimir Nabokov había aplaudido el relato y, en consecuencia, Salinger se dedicaría, desde 1949 hasta 1965, a ser colaborador de la revista. ¿Por qué lo invadían? ¿Por qué lo perseguían? Porque tenía fanáticos. Lectores que esperaban, impacientes, los relatos de las crisis de sus personajes. Se llamaban Seymour y Buddy Glass, Franny y Zooey. Los conocían. Casi todos tenían menos de 21 años. Eran adolescentes alienados, críticos y suicidas. Estaban listos a hacer cualquier cosa para no corromperse. Con la publicación de El guardián entre el centeno, y quizás por sus respuestas tajantes y su petición de que lo dejaran en paz y respetaran su intimidad, corrieron nuevos rumores –que, por ejemplo, sus cartas de amor eran obras de arte inteligentes, divertidas y creativas que asustaban a las mujeres comunes y corrientes, y que un desconocido le había encargado escribir una carta para conquistar a la mujer de sus sueños, pero que, con el pretexto de que no había funcionado, jamás le había pagado- y se vio invadido por mensajes, llamadas y preguntas de la prensa. Por eso dejó Nueva York y compró la casa en donde vive. Por eso no volvió a responder ninguna pregunta. Por eso se recluyó. En noviembre de 1953, cuando publicó Nueve historias, su antología personal de los 35 cuentos que había publicado en revistas y periódicos, le concedió una pequeña entrevista al Daily Eagle, un periódico estudiantil de Claremont, New Hampshire, que no imprimía muchos ejemplares. Habló porque sabía que nadie iba a leerlo y no le traería publicidad y porque Shirlie Blaney, una encantadora periodista adolescente, le pidió el favor de responderle unas preguntas en la cafetería de su colegio. Porque estaba tranquilo y completamente convencido de que nadie leería sus respuestas, Salinger le contó a la entrevistadora que, aun cuando El guardián entre el centeno no era exactamente una obra autobiográfica, lo era porque se había sentido a salvo cuando la había terminado. Confesó que su infancia había sido “casi igual que la del niño del libro y que había sido un gran alivio contarle eso a la gente”. Dijo que le encantaba Cornish. Que quería viajar a Europa y a Indonesia. Que primero iría a Londres a hacer una película. Se mostró amable, confiado, relajado. La entrevista terminó y se fue, en paz, a su casa. Pero cuando supo que alguien, la entrevistadora o algún editor del Eagle, había vendido la conversación a varios periódicos, y la vio publicada en las páginas culturales, se puso iracundo y prometió no volver a socializar con los jóvenes de New Hampshire y no volver a hablar con la prensa. No le interesaba hablar de nada. Ni siquiera de temas literarios. Estaba furioso. Y cumplió, más o menos, su promesa. Jamás volvió a dar una entrevista y se dedicó a dos labores imposibles: a impedir que escribieran su biografía y a evitar que lo estudiaran en los cursos de literatura. En 1961, presionado por editores, lectores y críticos, publicó una novela titulada Franny and Zooey y, en 1963, un par de libros cortos llamados Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción. Los tres volúmenes presentaban, de nuevo, las historias publicadas en el New Yorker. Salinger estaba convencido, para ese momento, que la publicación era un gesto deplorable y parecía dispuesto a ser consistente por el resto de su vida. Su vida era escribir pero, a pesar de la increíble demanda, no le interesaba volver a publicar. John Updike y Norman Mailer confesaban que no entendían qué veían los lectores en esas historias sentimentales y chantajistas. El público, en cambio, se contentaba con recibir noticias de sus personajes. Así ya las hubiera oído antes. En 1974 rompió su silencio de veinte años. Un editor sin nombre ni apellido, en Berkeley, California, acababa de editar, sin su autorización, Los cuentos completos de J.D. Salinger. Enviaba, en cada ciudad, a un vendedor que se hacía llamar John Greenberg. Pedía un dólar a cambio de las obras completas de Salinger y sugería un precio de tres dólares para los lectores. El caso es que esos dos tomos eran los libros más vendidos del momento y que Salinger, desencajado, le dijo a la prensa que pedía, por última vez, que respetaran sus decisiones. No le molestaba el hecho de que tuviera los derechos sobre esas historias. No le molestaba que las hubiera escrito hacía mucho tiempo “para verlas en las páginas de las revistas”. No le interesaba esconder lo que llamó “los errores de mi juventud”. Le molestaba que “jamás había querido editarlas porque no lo merecían”. El editor pirata, un típico estudiante de Berkeley, declaró ser un fanático de Salinger y aseguró que jamás se le pasó por la cabeza molestarlo. Siempre le pareció que “si hacíamos libros bonitos y atractivos a él no le importaría para nada”. Pero no: el escritor estaba histérico. “Es irritante”, dijo. “Todo esto es muy molesto”. Neil Shapiro, su abogado, entabló una demanda por daños y perjuicios contra el editor, alias “John Greenberg”, y contra 17 librerías, porque era evidente, después de 25.000 copias vendidas, que se habían violado las leyes federales de derechos de autor. Salinger reclamaba 90.000 dólares por cada libro pirata vendido. “Es increíble que nadie pueda hacer nada al respecto: si me hubieran robado un abrigo, ya habrían encontrado al ladrón. Y así me siento: como si me hubieran robado mi abrigo favorito”. Durante los últimos veinte años sólo habían aparecido artículos sobre sus costumbres pero, movido por la ira y dispuesto a reclamar su tranquilidad, Salinger habló por teléfono esa vez, a través de Dorothy Olding, su agente, con varios periodistas. Confesó que estaba trabajando en varios libros que quizás no alcanzaría a terminar sino hasta un poco antes de su muerte. “No tengo ningún contrato para escribir nada. Hay una paz maravillosa cuando no se publica”, dijo. “La publicación me altera e invade mi privacidad. Me encanta escribir. Escribir es mi vida. Pero lo hago para mí. Esto no tiene nada que ver con el tal Greenberg: trato de proteger mi trabajo y la intimidad que me queda. Sé que por ello me ven como un hombre extraño, pero la verdad es que, por raro que parezca, sólo quiero que esto termine: he sobrevivido a muchas cosas y sé que probablemente sobreviviré a esta”. Cinco años después, en diciembre de 1980, Mark David Chapman asesinó a John Lennon con una copia de El guardián entre el centeno en un bolsillo. Para ese momento, Holden Caufield era visto como un sinónimo de rebeldía y alienación y la novela era considerada como el más claro antecedente de la revolución de los años sesenta. En una encuesta entre los padres de familia, como si fuera poco, fue elegida como la primera obra que tendría que ser retirada de las librerías, como si un libro fuera capaz de conseguir una agresión. Mark David Chapman era, como se comprobó, un enfermo mental que justificaba el asesinato de Lennon con la frase “no podía haber dos John Lennon en el mundo” y su comportamiento con la excusa de que quería “que todos lean El guardián entre el centeno: todos mis esfuerzos se dirigirán, desde ahora, a esa meta. Ese libro tiene muchas respuestas”. En julio de 1981, Betty Epps, de The Paris Review, golpeó a la puerta de Salinger y le preguntó por qué no había vuelto a escribir. Según Epps, el escritor le respondió que lo único que hacía era escribir, pero que había decidido que publicar era un vicio y que habría sido más feliz si jamás hubiera publicado nada. “Después hablamos de autógrafos”, escribió Epps: “me dijo que no los daba porque era un gesto sin sentido. Me aconsejó que nunca le diera mi nombre a nadie. Está bien que lo hagan los actores porque ellos sólo tienen sus caras y sus nombres. Pero así no son los escritores. Ellos tienen su trabajo para entregar. Es ordinario dar autógrafos: no lo hagas porque ningún autor que se respete debe hacerlo”. Después de esa vez, Salinger jamás cedió a la tentación de defenderse. No apareció en 1982, cuando un tipo trató de vender una entrevista ficticia a una revista, ni en 1988, cuando le tomaron unas fotografías mientras salía de un supermercado. No dio declaraciones cuando rechazó un premio de la Universidad de Brandeis, ni cuando perdió, ese mismo año, una demanda contra una biografía no autorizada escrita por Ian Hamilton, ni mucho menos cuando en Time apareció un artículo que comparaba a Bill Clinton con Holden Caufield. No lo hizo, ni siquiera, cuando Joyce Maynard, una escritora que fue una de sus pocas amantes, escribió un horrendo libro sobre todos los detalles de su relación. El romance había comenzado en 1972 cuando Salinger, de 53 años y divorciado de Claire Douglas, leyó un artículo de Manyard en The New York Times Magazine. Se llamaba Mirar atrás: una joven de 18 años reflexiona sobre la vida y no era nada más ni nada menos que su título. Ella, en efecto, tenía 18 años, acababa de graduarse y no había leído a Salinger, pero a él le gustaron tanto su escritura y su fotografía –era alta, flaca y morena- que poco tiempo después, superado un cruce de cartas y de llamadas, decidieron vivir juntos. Un año y medio después, él le pidió que se fuera. No fue el peor error de su vida, pero Joyce Maynard dedicó todas sus energías a convertirse en la persona opuesta a él. Se hizo escritora sobre la base de sus secretos y los contó hasta que se le agotaron. En 1997 escribió, por dinero, Un hogar en el mundo. Jonathan Yardley escribió, en el Washington Post, que le parecía justo considerarlo el “peor libro jamás escrito: torpe, lloroso, sonriente y, sobretodo, indescriptiblemente estúpido. ¿Que nos muramos por saber los detalles significa que tenemos derecho a saberlos?” Joyce Manyard creía que sí. Era su vida y no se avergonzaba. Había dejado los estudios por él, porque le había dicho que eran almas gemelas, que nunca se separarían. Salinger era, según Manyard, un hombre que hablaba como Holden Caufield, un ser obsesivo, hipocondríaco, maniático del control y enloquecido con una dieta a base de nueces, queso, vegetales y patas de cordero cocinadas a 150 grados. Sabía inducirse el vómito después de probar alimentos que no le parecían muy sanos y sólo se atrevía a probar medicinas homeopáticas. El día en que Salinger le pidió que recogiera sus cosas y se fuera, Manyard comenzó, pues, a convertirse en su antónimo. Se dedicó a escribir, sin pudores, todo sobre su vida –llegó a contar, por ejemplo, cómo fue el proceso para que le aumentaran los senos y por qué quiso, después, que se los disminuyeran-, creó su propia página de Internet y se recuperó económicamente cuando subastó, en Sotheby's, por 156.000 dólares, catorce cartas que Salinger le escribió cuando eran amantes. Salinger, en cambio, ganó una demanda para que las cartas no fueran publicadas y las recuperó hace un par de años cuando un millonario aficionado a sus textos las compró y se las devolvió. Mientras Manyard revelaba los detalles más personales de su vida, pidió a sus agentes que retiraran la página oficial de Holden Caufield y a finales de 1997, por medio de la edición de Hapworth 16, 1924, intentó acabar con su propio mito. ¿Por qué? Porque ese es, quizás, uno de sus cuentos más herméticos. Fue publicado en 1965 por The New Yorker y, bajo la forma de una carta ensimismada y aburrida, presenta a Seymour Glass, el personaje adorado por los lectores, como un niño engreído y detestable. En el 97, cuando ese relato fue editado como libro, nadie quiso comentarlo. Como en el 65, Salinger era visto como el enfermo inventor, que al tiempo que creaba a la familia Glass, un grupo de gente que se encerraba para protegerse de la hipocresía y la falsedad, se convertía, poco a poco, en un ermitaño. Margaret Salinger, su hija con Claire Douglas, quiso contribuir a la destrucción del mito con la publicación de Guardián de sueños, pero sólo logro recrearlo. Quería que todos vieran a su padre como a un hombre común y corriente que cometía errores y fracasaba en sus relaciones personales, pero se dio cuenta de que era casi imposible dejar de admirar a un hombre consistente. Quería, en sus propias palabras, bajarlo del pedestal y acabar con la idolatría, pero él era, al final, el autor de una de las novelas más importantes de la literatura norteamericana. “Creo que las cosas que se esperan de él no son apropiadas”, dijo Margaret: “él no es un guardián entre el centeno”. Después confesó que estaba asustada porque, desde la publicación de su libro, no había vuelto a saber nada de su padre. “No sé si me ignora o si pone la responsabilidad en mí: estoy aterrada. Trato de enseñarle a mi hijo que no hay que ser perfecto para que a uno lo quieran: en el mundo de mi padre, una persona es perfecta o peligrosa y, si comete un error, debe ser apartada para siempre”. No parece muy difícil de entender: Salinger sólo quiere silencio. Sus vecinos lo quieren y respetan los letreros de “no pase” que hay en su jardín. Sus agentes siguen sus órdenes y, cuando les preguntan por él, dicen que no lo conocen. Sus editores respetan su decisión de no sacar ediciones especiales de sus obras. Margaret Salinger, su hija, no puede creer que le rindan culto a alguien que bebía su propia orina para purificarse y Joyce Maynard, su ex amante, no entiende por qué “un hombre puede dictar las reglas de cómo debe ser tratado” ni por qué “durante 30 años la gente ha hecho lo que él ha querido”. No puede pensar en ninguna otra figura pública a la que se le haya permitido eso. “No es un monstruo”, dice, “pero no es un Dios”. Es, solamente, un hombre. Uno que jamás ha engañado a nadie y que hace cincuenta años escribió El guardián entre el centeno. Podría haber hecho muchas cosas más, pero esas dos, bien vistas, son suficientes para no molestarlo. Para acatar su decisión de no celebrar el cincuentenario de su libro. Para no golpear a su puerta y no enviarle mensajes con sus conocidos y sus parientes. Para dejarlo en paz.