La primera imagen que me viene a la cabeza es esta: Mayolo va en un Volkswagen escarabajo por carreteras europeas, con los rollos del documental Agarrando pueblo en el asiento de atrás, como un Quijote sin Sancho o un mago ambulante que sólo busca un escenario para mostrarle al público sus trucos. Es el invierno de 1979. Lleva su trabajo a varios festivales. Sabe más que cualquiera de nosotros sobre hacer películas. Para llegar a ese carro se ha respondido preguntas del orden de “¿dónde se pone la cámara?”, “¿qué se debe oír mientras se ve esto?” o “¿en qué momento la documentación de la realidad se vuelve explotación de la miseria?” Y ha entendido, con la cámara al hombro (el verso sería “un hombre pasa con una cámara al hombro”), que la tras escena de cada producción es una novela de iniciación en el mundo.
Su primer paso fue aprender a ver. Vio las tiras cómicas, las radionovelas, los juegos de mesa. Más tarde vio las películas.
Leer los relatos de esta guía de viaje por el cine, una bitácora de esas que buscan quienes se sienten solos en el empeño de filmar historias, es tener la sensación de que las cámaras cinematográficas fueron las gafas de Mayolo contra la miopía para la que todos somos educados desde niños. Es sentir que esos aparatos lo obligaron a reparar en los gestos ridículos, las desigualdades, las perversiones bajo la mesa, en fin, sentir que lo forzaron a espiar por los demás los síntomas de nuestras enfermedades sociales. Carlos Mayolo experimentó. Imaginó cómo sería el mundo si los curas no taparan las escenas de amor con los sombreros. Jugó con las filmadoras igual que los niños de hoy manipulan en el computador ciertos programas de diseño, idéntico a esos pioneros del cine mudo que cometieron los errores por nosotros.
Después entendió que todo se reducía a mostrarle a un público lo que había visto. Y que, para mostrarlo tal como lo había visto, era indispensable encerrarse varios días en la sala de montaje. Editar era elegir. Elegir era criticar. Criticar era poner las cosas en su sitio. O descubrir en Cali, con Luis Ospina, Andrés Caicedo, Sandro Romero, una serie de puestas en escena que le daban la espalda a la realidad: ceremonias religiosas vacías, juegos deportivos no aptos para la gente del pueblo, documentales sobre la pobreza diseñados para ser exportados a las “compasivas” cinematecas europeas, objetos poseídos por espíritus horribles, y al final, después de todo, familias aristocráticas que se convierten en monstruos góticos (seres marchitos, habitantes de mansiones embrujadas, herederos de un destino trágico) a fuerza de negar la existencia de los otros.
Es eso, esto último, lo que Mayolo ha logrado mostrarnos en sus relatos delirantes. Detrás de sus trabajos más personales, del horror de Carne de tu carne, la perdición de La mansión de Araucaima, el misterio fantástico de los capítulos de Suspenso 7: 30 o la mitología infernal de Azúcar (todos documentados descarnadamente en las páginas que siguen), está aquel extraño hallazgo: el descubrimiento de que lo gótico, el relato de la decadencia humana que los ingleses del siglo XVIII convirtieron en un género literario, puede dar cuenta de nuestros fantasmas tropicales, revelar que nuestra fascinación con la violencia no es más que una señal de humanidad extraviada en alguna parte de la historia. “El gótico tropical”: Mayolo ha recorrido medio planeta con ese concepto bajo la manga, más o menos en broma, más o menos en serio, sin perder la esperanza de que alguien lo entendiera como el título de una investigación sobre lo que ocurre cuando se ha nacido en este sitio.
Pero no es eso, creo, lo que más le interesa de estas páginas. No es reclamar títulos ni recibir premios lo que pretende con la publicación de este manual para hacer cine.
Su objetivo, en este punto, es enseñarnos a ver. Darle paso al aprendizaje de los otros. Contagiarnos a todos. Decirnos que los proyectos fallidos, aquellas películas que se quedan para siempre en las cabezas de los cineastas, existen en alguna parte. ¿Para qué mostrar las cosas cómo las ven los demás? ¿Para qué emprender una carrera sin haber oído ningún llamado? Hecho un maestro a punta de haber estado ahí antes que todos, Mayolo nos obliga a hacernos todas las preguntas fundamentales. Pues –he aquí el sentido de este libro- no quiere que erremos por los mismos caminos sino que encontremos nuestro propio punto de vista sobre la realidad. Creo que es un acto de generosidad. Que no cualquier mago le revela a los demás el secreto de sus trucos ni cualquier Quijote logra convertirse en su propio Sancho sin dejar de ser un romántico.
En fin. Así son las cosas. Antes de que suba el telón para dar paso a la obra, les anticipo la imagen que para mí contiene a todo el texto: en Cali, en tiempos de violencias partidistas, el niño Carlos Mayolo –tenía en ese entonces ocho o nueve años- patalea, refunfuña, se niega firmemente a salir de la sala de cine adonde su niñera lo ha llevado desde el comienzo de la jornada. Lo que me sorprende de la escena no es que Mayolo haya sido un niño alguna vez. Es, como lo prueban las páginas siguientes, que nunca haya dejado de serlo. Que tengamos la sensación de que alguien lo trajo a este teatro cuando aún era de día, y él siga resistiéndose a marcharse, sea la hora que sea, hasta no terminar de ver, de mostrar, de enseñar a ver todo lo que puede ser visto.