Sophie Calle existe. Pero quizás no convenga conocerla en persona. Si fuera el personaje de una novela todo estaría bien, pero ella respira, camina y persigue historias por nuestro mundo desde que se levanta hasta que se acuesta. Está viva. Es real. En este momento puede estar detrás de usted, en su ciudad, escondida en una cabina telefónica, en un inmenso almacén de cadena o en una fila para entrar a cine. Lleva veinticinco años espiándonos a todos e invitándonos a que invadamos su privacidad. Y no tiene pensado cambiar. No lo piensa ni por un segundo.
Sus historias son exhibidas en las grandes galerías del mundo y se imprimen en las mejores editoriales de Europa y los Estados Unidos, pero ella aún no se siente cómoda en los círculos artísticos ni feliz en los cocteles de los museos. No, ella es mucho más ambiciosa que eso: sus pequeños textos y sus fotografías desenfocadas suelen llegar, sin avisar, a los periódicos, a los best sellers y a la música popular. Lo suyo son los medios masivos de comunicación. Mucha gente oye hablar de sus relatos. Muchos los buscan por el cielo y por la tierra.
Sophie Calle es una escritora de nuestro tiempo.Lo que pasa es que no escribe poemas, ni cuentos, ni novelas. Ha utilizado tantos géneros y tantas formas que es más fácil pensar que en vez de una obra se trata de una vida. Eso es. Vive y quiere que todos nos enteremos. Esa es su gran contribución: nos entregará las llaves de su apartamento en París si es necesario. Conoceremos sus armarios, veremos sus cicatrices, sabremos que adora pelearse con sus amigos para reconciliarse haciéndoles cosquillas. Nos dirá que es indiscreta, chantajista, autoritaria, caprichosa, misógina, arribista, celosa y taurófila, pero que también es fiel, sentimental, impenitente.
Nació el 9 de octubre de 1953 en París y siempre fue consciente de su nombre y su apellido. Si el primero, Sophie, significa sabiduría, el segundo, Calle, tan judío como ella, recuerda a aquellos conversos que trataban de abrirse paso en medio de los apodos que les ponían en la España de hace tres siglos. Máscaras, falsas identidades, errancias: todo viene con el propio nombre. Ella se sintió perdida desde la infancia y, con “sabiduría callejera”, se ha buscado por todas partes desde que cumplió los seis años, cuando sus padres se separaron y sus abuelos, en la calle Rosa Bonheur, la obligaban a quitarse la ropa en el ascensor, a la vista de todos, para que no se demorara ni un minuto más en acostarse.
También a los seis, acorralada por los sonidos envolventes, descubrió el sexo a través del ojo de una cerradura. Y un año después, a los siete, con la excusa de que el nuevo novio de su mamá había actuado en ella, descubrió, en Roma, ciudad abierta, los alcances de la crueldad. Quiere mucho a sus padres. Sospecha que se volvió artista para seducir a su padre, el coleccionista de arte, que siempre está esperando que alguien lo sorprenda. Sabe que su mamá la apoya en las peores aventuras. Y que eso no significa, claro, que sepa qué hacer con las obras que le regala de cumpleaños. “Para ser sincera”, dice, “preferiría que Sophie me diera un saco o una falda”.
Quiere mucho a sus papás separados, pero siempre sintió que, para terminar con la angustia, para poderse mirar al espejo, tenía que saber quién era. Tenía miedo. Sentía que todos iban a dejarla sola. A los nueve años, en 1962, por espiar una conversación telefónica y hallar una carta abandonada en el lugar equivocado, llegó a la conclusión de que su padre no era su verdadero padre. Tres años después descubrió que sí lo era, pero esa inseguridad, ese deseo de oír todo el tiempo que la querían de verdad, marcó la búsqueda de sus historias. Caminaba hacia el colegio y todas las mañanas imaginaba, en un sótano del vecindario, en la calle Gassendi, que “un señor, atrapado ahí, sobrevivía gracias al amor que yo le daba”. Así era, así es. Sophie Calle encuentra ficciones en la realidad para satisfacer su única necesidad: sentirse a salvo.
A los quince años, cuando un alumno del Instituto Lavoisier le dio su primer beso en los Jardines de Luxemburgo, disfrutaba haciéndoles pensar a todos que se había convertido en una maoísta de tiempo completo. Era rara. Su abuela siempre se lo decía. Sobre todo desde que cumplió los diecinueve años y se graduó del colegio. No era por molestarla, ni nada, pero ¿no sería bueno que caminara derecho y se arreglara un poco el pelo? Sabía que no podía pedirle nada como eso, y no, no quería meterse en su vida, ¿pero no era mejor considerar la posibilidad de encontrar un buen hombre y casarse pronto y ya?
En vez de casarse, Sophie decidió visitar todos los museos de París y sobrevivir siete años, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, por todo el mundo. Fue durante ese tiempo cuando se dio cuenta de cuánto le interesaba imaginar la vida de los otros. Era una artista. No era una pintora, como creía al principio, pero sí se levantaba como si no tuviera alternativa, como si fuera Jeff, el fotógrafo que se ha partido una pierna en La ventana indiscreta, la película de Hitchcock, y el único trabajo que hubiera podido conseguir fuera el de espiar a los demás. A comienzos de 1979, cuando volvió a París, se dedicó a reconocer su ciudad y a seguir a la gente por todas partes. Era un proyecto de vida. Quería averiguar, decía, si ellos sí sabían qué estaban haciendo en el mundo.
Desde el primero de abril de ese año emprendió, entonces, uno de sus trabajos más recordados, Los durmientes: “pedí a varias personas que me concedieran unas horas de su sueño. Que vinieran a dormir a mi cama. Que se dejaran fotografiar, que se dejaran mirar. Que respondieran a algunas preguntas. A cada persona le propuse una estancia de ocho horas: el tiempo que se acostumbra a dormir diariamente. La cama empezó a estar ocupada el domingo 1 de abril de las 17 horas y dejó de estarlo el lunes 9 de abril a las 10 horas”.
Así comienza Los durmientes. Las primeras dos, Gloria y Anne, llegan puntuales, se ríen un tiempo de ella –“Sophie, la verdad esto me parece una idiotez. Lo grabas todo, las cosas más íntimas. No puedes hacer esto, no es posible. O sea que nos ponemos a dormir- y después todo comienza a funcionar. Es increíble. Salvo una niñera paranoica, que no logra dormir porque siente que la artista va a degollarla, todo sale sin mayores problemas. Y ese episodio, incluso, termina bien: “Le doy las gracias por haber venido. Me sonríe. Me dice que se llama Beryl, que puedo decirlo”.
En 1980 una de sus obras, Idea en el aire, fue solicitada por la Bienal de los Jóvenes del Museo de Arte Moderno de París. Esa exhibición la llevó muy pronto a las más importantes galerías de su ciudad y, en un par de años, a las de los Estados Unidos. Su interés principal, claro, no fue nunca el de ser felicitada por los directores de las salas de exhibición, sino arrastrar a los demás a su búsqueda: narrar. Por eso el lunes 11 de febrero de 1980, después de seguir durante meses a desconocidos por la calle, “por el placer de seguirlos”, comenzó a escribir su primer libro.
“Un día seguí a un hombre y pocos minutos después lo perdí de vista. Aquella misma noche, por pura casualidad, me lo presentaron en una inauguración. Supe que tenía planeado irse de viaje a Venecia. Decidí seguirle la pista”. Henri B, el elegido, viajó con su esposa y con sus hijas, y Calle, dispuesta a todo, lo buscó por todas partes hasta que, el 15 de febrero, cuatro días después del comienzo de la aventura, lo encontró en una pensión de tercera llamada Casa de Stefani. Cuatro días después, el martes 19 de febrero a las 3 y 20 de la tarde, él la descubrió, y más o menos halagado, y haciéndose el que estaba acostumbrado a situaciones como esa, la invitó a tomar un café, pero no se dejó tomar una última foto. “No, eso es hacer trampa”, le dijo.
La última página de ese primer libro, titulado Suite Veneciana, es una patética fotografía de la víctima. Trata de tapar el lente de la cámara de la artista con la palma de su mano. Lo consigue. Y, al lado de la foto, en la página dedicada al domingo 24 de febrero, Sophie Calle escribe lo siguiente: “Qué me había imaginado, ¿que iba a llevarme con él, a provocarme, a utilizarme? Henri B no ha hecho nada. Yo no he descubierto nada. Esta historia anodina precisaba de un final anodino”. En fin. Un año después, el 16 de febrero de 1981, Calle se recuperó de la sensación de vacío y consiguió empleo, durante tres semanas, como mucama del Hotel C.
El 6 de marzo dejó el hotel con un nuevo libro entre sus manos: había espiado todos los cuartos que debía arreglar, había entrado en sus basuras, en el olor de sus camas destendidas, en las maletas y en las cartas y en los libros que habían leído la noche anterior. Había sido capaz de leer un diario íntimo y un testamento. De cada cuarto había tomado “una fotografía de los objetos que encontré” y había hecho “una descripción, día por día, de lo que había ahí” y había escrito, con todo ese material, un extraño libro. Uno que uno no sabe si mirar o no, pero finalmente lo mira. Uno que inquieta, da escalofríos, fascina.
El relato se acaba el viernes 6 de marzo de 1981 a la una de la mañana. Y queda claro, porque tiene un final tan abrupto como el de todas las historias que Calle trata de contar, que lo que le importa a la artista no es el encuentro sino la búsqueda. “Para El hotel”, ha dicho, “pasé un año buscando el lugar, dediqué tres meses a la revisión del texto que escribía día por día y otros tres revisando la calidad, la utilidad, el tamaño y el marco de las fotografías. Fue la última parte del proceso”. Lo que significa, también, que Calle no improvisa. Que, aceptemos o no su intromisión y sus métodos, ella se lo toma todo muy en serio.
Unas tres semanas después de la aventura en el hotel, el 19 de abril de ese 1981, se empeñó en darle la vuelta a la experiencia. Llevaba demasiado tiempo siguiendo a los demás y quería, “de alguna manera, invertir las relaciones, así que le pedí a mi madre que contratara un detective privado para que me siguiera, sin que supiera que yo lo había arreglado, y me diera pruebas fotográficas de mi existencia”. Y así ocurrió. Salió temprano en la mañana, compró una flores, se encontró con sus amigas, con su editor y son su papá –dice el detective de la agencia Duluc: “1.78, delgado, con gafas de montura metálica van cogidos de la mano y pasean por el palacio”- y terminó su día en el Centro Georges Pompidou, en una exposición de autorretratos, y en una fiesta que se acabó a las tres de la mañana. La historia de El detective sería colgada, en unos años, en las principales galerías del mundo.
Los primeros cinco años de su década de los 80, pues, parecen más de veinte. Viajó a México y, según Hervé Guibert, escritor, “se masturbaba en una hamaca y leía las obras completas de Jean Genét hasta que un nativo la estranguló para violarla y le dio por muerta cuando la vio con un ojo medio abierto”. Estuvo en el Bronx pidiéndole a extraños en la calle que la llevaran a su lugar favorito, en Moscú fotografiando a un tipo que no le entendía ni una palabra y en Japón viendo peleas de sumos y haciéndose entender por señas. Unos meses después, en París, se dedicó a escogerle la ropa a un desconocido con muy mal gusto. Le enviaba corbatas y camisas sin que se enterara. Firmaba todos los paquetes como “anónimo”.
Por culpa de su amante de ese tiempo, estuvo a punto de rendirse. Pero no lo hizo. En cambio, apareció en un club de la Plaza Pigalle, junto con una amiga que le tomaba fotos, convertida en una profesional del striptease. Quería olvidar los días que pasó en el apartamento de sus abuelos. “Veinte años después, en el escenario de este club, me quito la ropa todas las tardes y me pongo una peluca rubia en caso de que mis abuelos, que viven en el mismo barrio, aparezcan por acá”. Sí, es escalofriante. Pero la prueba más difícil para los nervios del espectador, del lector de las obras de Calle, apareció unos días después en el diario La Liberación, la competencia de Le Monde, desde 2 de agosto hasta el 4 de septiembre de 1983.
Unos días antes, en la calle, se había encontrado una libreta de teléfonos. Se la había devuelto a su dueño, Pierre D, sin dejarle su nombre ni nada, pero antes le había sacado fotocopia a todo su contenido. Eso hizo. Revisó página por página, fue a las direcciones y llamó a los teléfonos. Y, con todas esas versiones sobre la personalidad del tal Pierre D, procedió a inventarse su retrato y se aproximó tanto a la realidad que logró convencer al editor de aquel periódico, La Liberación, de publicar, día por día, parte del perfil. Cada mañana aparecía una pequeña entrevista con alguna de las personas cuyos datos aparecían en la libreta y, al lado, una fotografía de algún objeto favorito de Pierre D. La gente, después de un par de entregas, esperaba ansiosa el nuevo capítulo. Como en una novela de Dickens o de Dumas.
Tres semanas después de que apareciera la última entrega de La libreta de direcciones, el periódico publicó, en el mismo formato, la respuesta de Pierre D, firmada con su nombre verdadero, Pierre Baudry, en la que explicaba, con rabia, que había estado todo el tiempo en Noruega filmando un documental y que, al volver a su casa, en París, había descubierto que una persona que no conocía había expuesto a la luz pública los detalles de su vida y de su personalidad. Entre estos, su odio a cualquier forma de publicidad. Al lado de su carta, además, exigía publicar una foto de Sophie Calle sin ropa. Quería que ella aprendiera que cuando se habla de alguien se debe recordar que “no es un objeto, una víctima, una presa”. Sophie Calle aún sonríe cuando se le pregunta por el tema. “Todavía está resentido”, dice, “me lo ha hecho saber”.
Un par de años después, en 1986, Calle organizó la que puede ser la más conmovedora de sus instalaciones: Los ciegos. “Conocí a personas ciegas de nacimiento. Nunca habían visto. Les pregunté cuál era su imagen de la belleza”. Algunos reaccionaron con violencia: dijeron que la exposición era una prueba más del abuso de poder y la indiscreción que caracterizaban la enfermiza obra de Sophie Calle. Otros, menos histéricos, dijeron que el punto era, precisamente, el contrario: cuando le toma una fotografía a un ciego, el artista se queda sin poder. En el arte se puede interpretar cualquier cosa, claro, así que lo mejor es no pensar demasiado.
Los años siguientes los dedicó a construir objetos autobiográficos. Fotografió los limites que los judíos se inventan en Jerusalén para salir a la calle el día del Sabbat sin invadir el espacio privado. Inventó, en 1990, Las tumbas, una exposición que es, en realidad, un cementerio de fotografías de lápidas en las que sólo aparecen palabras como “madre”, “padre” o “gemelos”. El 18 de marzo de ese mismo año, además, “fueron robados, del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston, cinco dibujos de Degas, una copa, un águila napoleónica y seis cuadros de Rembrandt, Flinck, Manet y Vermeer. Pedí a los conservadores, guardias y otros empleados que me describieran, ante los espacios ya vacíos, el recuerdo que guardaban de los objetos ausentes”. Tomó las fotos de los espacios vacíos. Llamó a ese trabajo La ausencia.
Pero lo que de verdad marcará esos años de su vida será el encuentro en un bar con Greg Shepard, un más o menos conocido retratista americano que le prestará las llaves de su apartamento y desaparecerá por un tiempo. Sola, en ese apartamento ajeno, Sophie se obsesionará con el fotógrafo y con sus “resoluciones para el nuevo año: no mentir más, no morder más”. El 20 de enero del año siguiente, 1990, Shepard reaparecerá y le pondrá una cita en aeropuerto de Orly, pero al final la dejará plantada. Un año después, el 10 de enero de 1991, a las siete de la noche, la llamará de nuevo y le dirá “soy Greg Shepard, estoy en Orly, llevo un año de retraso, ¿quiere usted verme?” Entonces comenzará el romance. Y un primero y último falso documental titulado No sex last night que será estrenado en los canales comerciales de televisión y que describirá el viaje de la pareja a una iglesia de Las Vegas para casarse con un par de anillos arrendados.
Una nueva exposición, El marido, se convertirá, unos meses después, en una bitácora de su matrimonio fallido: comienza cuando Shepard le regala La carta de amor, su bien más preciado, una pintura del siglo 19. Sigue el martes 10 de marzo de 1992, a las 11 y 50, cuando “me arrojó a la cara los siguientes objetos: una cacerola vacía, un tostador de pan, un sofá amarillo de dos plazas, cuatro cojines, una biografía de Bruce Nauman y un teléfono negro que me destrozó el tabique. Quedaba un agujero en el muro: lo oculté detrás de nuestra fotografía de boda”. Continúa con un capítulo titulado La rival: en él descubre que nadie, jamás, le ha escrito una carta de amor.
“Yo quería una carta suya, pero él no la escribía”, dice en un texto de El marido, y, como cuando tenía nueve años, se dedica a buscar y al final encuentra una, en el escritorio de Shepard, que no va dirigida a ella. “Taché la H y la reemplacé por S”, dice: “esa carta de amor se convirtió en la que yo nunca había recibido”. El 20 de junio de 1992, consciente de que sus amigos y su familia no han quedado contentos al verla casarse en video, y porque quería hacer realidad “el sueño de todas las mujeres: ponerse un traje de novia”, decidió organizar una boda falsa y tomar una fotografía. “Coronaba con una falsa boda, así, la historia más verdadera de mi vida”.
La bitácora continúa. El 3 de octubre de 1992, a pesar de cierta esperanza que le había vuelto al cuerpo, descubre otras cartas dirigidas a la rival. “Seré libre en octubre”, dice en alguna de ellas Shepard: “con Sophie tengo a ese niño que no habría existido sin la pasión que siento por ti”. Calle sabe, entonces, que todo debe terminar. Sólo le pide a Shepard un último favor. Que, para terminar el diario de su matrimonio, pose con ella mientras simulan, por última vez, la fantasía que siempre ponían en escena: se para detrás de Shepard, le abre la bragueta y lo ayuda a orinar de pie, como cualquier hombre. Esa es la penúltima foto, el penúltimo texto. La historia termina cuando Calle cierra los ojos mientras un nuevo amante ocupa su cama.
Ese mismo año la resonancia de la obra –o bueno: de sus extraños proyectos de vita- quedó comprobada con la aparición de Leviatán, la séptima novela de Paul Auster. En la primera página, antes de comenzar la historia, el autor le agradecía a Sophie Calle que le hubiera permitido “mezclar la realidad con la ficción” porque uno de sus personajes principales, María Turner, resultaba ser, en las páginas de su relato, una mujer que, artista o no, ponía en escena sus propias obsesiones: “algunos decían que era fotógrafa, otros se referían a ella llamándola conceptualista y otros la consideraban escritora, pero ninguna de estas descripciones era exacta”. Se hacía seguir por un detective para que su informe la convirtiera en un ser imaginario, perseguía a hombres a otras ciudades, se hacía pasar por camarera de hotel “para reunir información sobre los huéspedes” y había buscado, uno por uno, a todos los nombres que encontró anotados en una libreta de direcciones abandonada en la calle.
Calle quiso darle la vuelta al juego y traer a María Turner de la ficción a la realidad: “Paul Auster usa algunos episodios de mi vida para crear a un personaje que pronto me deja y vive su propia historia. Para unirme más con María, decidí hacer todo lo que ella sí hizo y yo nunca había hecho: como ella, durante cada día me impuse una dieta cromática que consistía en comer alimentos del mismo color y sólo me permití actos que comenzaran con una letra cualquiera del alfabeto”. Era un juego. Al comienzo, Calle sólo quería ser María y ya, pero después, metida en ese nuevo mundo, se atrevió a proponerle a Auster algo aún más arriesgado, más complejo: que fuera el autor de sus actos.
“Le pedí que durante un año me diera las órdenes que le da a uno de sus personajes, que hiciera lo que quisiera conmigo, pero él me dijo que no quería ser responsable por las cosas que me ocurrieran por culpa de un guión que escribiera para mí”. Prefirió enviarle unas Instrucciones personales para Sophie Calle sobre cómo mejor la vida en Nueva York (porque ella me lo pidió...): Calle tenía que sonreírle y hablarle a los extraños, darles de comer y de fumar a los mendigos, escoger una esquina de la ciudad como suya, vivir en una cabina telefónica en Tribeca, en la esquina de las calles Greenwich y Harrison, y decorarla y limpiarla como si fuera su casa. El resultado de todas esas aventuras es Juego doble, un lujoso libro editado en 1998.
Los últimos años de Calle no han sido más tranquilos que los anteriores. En 1994 presentó, con música de Laurie Anderson, La visita guiada: en medio de los objetos más importantes de un museo en Amsterdan, ponía, por ejemplo, la revista que leía su abuela el día de su muerte. En 1996 presentó Ritual de cumpleaños: “me da miedo que se olviden de mí el día de mi cumpleaños. Con el fin de librarme de esta inquietud, entre 1980 y 1993, invité once veces, el 9 de octubre siempre que fue posible, a un número igual al número de años que cumplía. La mayor parte de regalos no los he usado nunca. Después de tenerlos expuestos en casa durante un año, los he ido guardando para tener al alcance de la mano estas pruebas de afecto”. Eso era lo que veía el espectador: catorce armarios blancos llenos de regalos de cumpleaños.
En los últimos dos años, en medio de todas las publicaciones y las exposiciones de su obra completa, Calle ha presentado dos trabajos dignos de su leyenda: Dolor exquisito son 92 fotografías sobre el horrible viaje que hizo entre 1984 y 1985 cuando su amante de ese entonces la dejó abandonada en Japón y ella tuvo que superar, día por día, su dolor: “ahora sólo es una historia, pero 15 años antes fue el momento más triste de mi vida”. Encuentro: Sophie Calle y Sigmund Freud es una exposición convertida en libro en el que sus recuerdos de infancia y sus objetos personales aparecen junto a las colecciones que Freud atesoraba en su casa. “Cuando me hicieron la propuesta, de inmediato se me vino una imagen a la cabeza: la de mi vestido de novia sobre la cama en la que durmió el primer psiquiatra. Entonces dije que aceptaba”.
Está más que comprobado: Sophie Calle existe, pero podría ser el personaje de una novela. Es más: quiere serlo, lo es. Observa y es observada y vive su cotidianidad como si fuera un ritual, como si fuera la puesta en escena de una historia que al final tendrá sentido. Por eso lo mejor es no encontrársela jamás. Porque si nos dieran la oportunidad de estar cara a cara con Alejandra Vidal, la mujer fatal de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, tampoco querríamos aceptarla.
Sí, eso es. Sophie Calle tiende a llegar a la ficción. Porque para que la ficción aparezca, lo sabemos, sólo es necesario tener necesidades secretas y vacíos en la vida. Y ella los ha coleccionado desde siempre. Ahora mismo grabará voces en un centro comercial, tratará de seguirle la pista a una persona que ha visto en el metro o imaginará la vida que ocurre en la única ventana encendida de una pequeña cuadra de París. No tiene pensado cambiar. No lo piensa ni por un segundo.Publicado en enero de 2003 en Revista E © 2002, 2005 Ricardo Silva Romero y E.