Y todos éramos felices

Carlos “El Pibe” Valderrama
Rolling Stone Interview

La conversación ocurre el lunes 14 de julio de 2008 en el apartamento de Carlos “El Pibe” Valderrama, en un lugar rojizo de la amarillenta Barranquilla, desde las nueve de la mañana hasta unos minutos después del mediodía. La buena noticia es que el personaje que sabemos, quizás el mejor jugador de fútbol que haya aparecido en la historia de Colombia, es mucho más que ese hombre sencillo que los medios de comunicación nos han estado vendiendo desde que se les metió en la cabeza que esa era una buena idea. No es ese sombrío vaquero de película que se limita a responder sentencias de tres palabras. Ni esa caricatura de bigote que repite “todo bien, todo bien”, con sonrisa de valla publicitaria, bajo una peluca rubia ensortijada. Es un hombre articulado, con un afilado sentido del humor, que duda sobre las cosas que piensa, que piensa seriamente las cosas que dice y habla sin pausas de un pasado con muchas más glorias que penas.

No hay, pues, silencios incómodos qué resolver. No quedan respuestas a medias que se deban corregir por el camino.  

El diálogo empieza por lo más reciente que ha pasado en su biografía: la vertiginosa producción de una película sobre su vida de futbolista, un relato de iniciación titulado Valderrama, que empezará a filmarse en la segunda semana de este noviembre en los mismos lugares en los que sucedieron los hechos. Pronto deja de ser una entrevista para convertirse en una charla sin temas vedados: pasan por ahí, entre muchas otras escenas de su pasado, los días amargos como manager del Junior de Barranquilla, el largo adiós en la fantasmal liga norteamericana, los tres campeonatos mundiales que pisó con la mejor selección colombiana de todos los tiempos, las intrincadas jugadas que pensó, de golpe, en los estadios del país, y las noches en las que sus padres lo regañaban con el dedo índice para que nunca jamás se relajara en sus principios.

De vez en cuando, sin aviso alguno, la conversación se vuelve una confesión a media voz: es entonces, en esos breves momentos, cuando queda claro que estamos ante una persona tímida, práctica e inteligente que ha sabido refugiarse dentro de un personaje (ese mismo: el de las vallas) que la gente sigue celebrando cuando pasa por ahí. Quiero decir que lo más probable es que al final de este texto, como al oír una fábula de tiempos mejores, se llegue a la moraleja fundamental que suelen traer las entrevistas de Rolling Stone: que no hay nadie extraordinario en este mundo, pero que ciertas personas, como “El Pibe” Valderrama, nos sirven a todos para acabar de entender quiénes somos: ciertas personas viven por nosotros una parte de la vida que no alcanzamos a vivir.

Carlos Valderrama nació el sábado 2 de septiembre de 1961 en Santa Marta, Magdalena, en el centro de una familia en la que sobretodo se hablaba de fútbol. Fue apodado así, “El Pibe”, cuando apenas era un niño de brazos. Aprendió a pensar antes de patear en la cancha arenosa del barrio Pescaíto. Se graduó del colegio en 1979. Jugó el mismo juego inteligente, desde 1981 hasta 2002, en once importantes equipos profesionales. Y por el camino, convertido en un crack con la camisa por fuera, las medias abajo y el ceño fruncido, fue campeón de un par de ligas, Podría decirse que desde su partido de despedida, el domingo 1 de febrero de 2004, es la figura que agita la nostalgia por un tiempo en el que todavía se creía en las jugadas bonitas. Y que, a fuerza de estar en el sitio adecuado en el partido preciso (el inesperado 1 a 1 contra Inglaterra, el brillante 1 a 1 contra Alemania, el cacareado 5 a 0 contra Argentina), se apoderó para siempre del número 10 de la selección colombiana como Pelé se quedó con el de la brasilera o Diego Armando Maradona con el de la argentina.

Valderrama sigue siendo, según las encuestas de moda, el colombiano con la imagen alta más positiva entre los colombianos. Pero también es una persona que pasa muchísimo más tiempo en su presente que en su pasado. No le ha temido nunca a ningún oficio. Pescó las monedas brillantes que los turistas gringos lanzaban al mar para pedir sus deseos en inglés. Vendió avena, helado y empanadas en el mercado para ayudarles a sus padres. Y una vez hizo oficial su retiro de las canchas profesionales de fútbol, una vez le reconoció a su mujer, en voz baja, que por fin se había terminado ese capítulo, ha sido, entre muchas otras cosas, protagonista de comerciales de televisión, portavoz de fundaciones sin ánimo de lucro y productor de un largometraje sobre el personaje que le ha dado de comer.

Ya sé, porque terminé anoche de leer los retratos más completos que se han hecho de ti, que voy a conversar ahora con un sobreviviente que siempre supo que la vida de un futbolista era una vida corta.

Y tienes razón. Yo siempre fui un jugador conciente de que algún día me iba a ir. Pero fue gracias a que tuve espejos desde niño: mi papá, mis tíos y mis primos eran futbolistas. Y yo nunca dejé de mirarlos de cerquita. La verdad es que es muy fácil pensar, cuando uno está en la mitad de la cancha, que eso tan bueno va a durar toda la vida. Así que a mi me sirvió mucho que mi papá, que jugó varios años en la defensa del Unión Magdalena, se dedicara a estudiar desde el mismo día en que se retiró. El viejo primero se metió a estudiar para volverse profesor de Educación física. Después, apenas se estabilizó como entrenador de mi Liceo Celedón, se convirtió en Licenciado en Matemáticas. Fue un man, mejor dicho, que estuvo siempre buscando alternativas. Mis tíos por ambos lados, los Valderrama y los Palacio, en cambio se fueron del fútbol sin saber qué más hacer. Me acuerdo de pensar “¿qué van a hacer ahora los hermanos de mis papás?” cuando les veía, de niño, la tristeza del retiro: los cuerpos técnicos están completos, los negocios de barrio son un riesgo, las empresas no reciben a nadie de más de 35. Yo sé que tuve mucha suerte. Yo lo sé. La vida del futbolista dura normalmente diez años. Pero yo, como Dios me mandó salario, prima y vacaciones, jugué un poco más de veinte. 
     
Creo que, porque nunca corriste más de la cuenta, hubieras podido seguir: ¿en qué momento tomaste la decisión de parar?

Yo terminé mi carrera en la MLS, la Major League Soccer, en Estados Unidos. Tenía un contrato de ocho años que me daba la opción de jugar uno más. Pero, cuando fui a decir “está bien: juego el siguiente”, la gente de la liga me pidió que más bien me convirtiera en embajador del torneo para atraer a más jugadores de primera. Yo les pregunté “¿cómo es el billete ahí?” Y ellos me dijeron “tranquilo, Pibe, que está bueno”. Entonces, cuando caí en cuenta de que ser embajador significaba no más levantadas temprano, no más concentraciones, no más viajes, les dije que aceptaba el ofrecimiento. También tuve la oportunidad de terminar mi carrera, como quería, en el equipo en el que comencé: el Unión Magdalena. El técnico Eduardo Retat, que fue el entrenador de la primera selección juvenil en la que participé, me dijo “mono: ¿por qué no te juegas unos partiditos aquí con nosotros hasta que te canses?” Pero yo estaba ya en otro cuento. Pensaba en no levantarme temprano, en relajarme más, en tomar menos aviones. Así que una noche le confesé a mi mujer, pasito, que no seguía más. Y, como a ella se le iluminó la cara, me dediqué a promocionar a la MSL hasta que fue la hora del retiro.

Yo no sé si sea un prejuicio mío pero siempre me ha parecido que la MSL es como un hogar de ancianos: ¿los gringos sí saben algo de fútbol?

La liga cada vez está más fuerte. Ahora ya hay catorce equipos que compiten por el trofeo. Cuando yo llegué a jugar al Tampa Bay, en 1996, sólo había ocho. Y cuando me fui del Colorado Rapids, en 2003, ya había once clubes compitiendo. Ya hay allá cuatro estadios sólo para fútbol. Vas a ver que eso va a pegar muy duro. Los gringos no se dejan de nadie. Los gringos no han parado de mejorar en los mundiales desde que volvieron a clasificar. Cada vez reciben más latinos por allá. Y en los colegios ponen a los niños a jugar soccer igual que como los ponen a aprender español.

Desde que volviste de Estados Unidos ha quedado clara tu valentía para los nuevos oficios: me enteré, porque tuve en las manos una primera versión del guión, y hablé, en estos días, con el equipo de Silluka Cine que va a filmarla, que vas a estar ocupado en la producción de una película sobre tu vida.

Eso sí que va bien. Fue a “El Loco” Carlos Quiroz al que se le ocurrió la idea. Me dijo una noche, después de filmar uno de los comerciales de televisión de papas fritas que hemos hecho juntos, “viejo Charlie: ¿por qué no hacemos una película sobre su vida?” Y yo le respondí “yo me le meto con toda, hermano, si usted me va guiando”. Se me iba poniendo bravo el loco ese, me dijo “me extraña, viejo Charlie, me extraña que dude”, porque le dejé claro que la única condición que le ponía era que fuera una vaina chévere: una cosa bien hecha. Entonces me pidió permiso para enviar a un par de escritores a Pescaíto, al barrio, a preguntarles a mis amigos, a mis parientes, a mis compañeros de toda la vida toda la mierda que supieran de mí. Después consiguió el dinero para financiar todo lo que quiere hacer. Y así empezó el proceso que ya tú debes conocer. Yo creo, la verdad, que ese man va a hacer un trabajo por lo alto.     

¿Qué tal te ha ido con el cine?

Yo, aquí donde me ves, soy un fanático de las películas. Conquisté a mi esposa Claribeth, a la que le robé una foto que no le devolví hasta que no me dijo que sí, viendo una de Vicente Fernández en la que alcanza a cantar El rey. ¿Te acuerdas de esa película? ¿Será La ley del monte? Yo le cantaba a ella así para vacilarla: “pero sigo siendo el rey…” El caso es que desde ese día no he parado de meterme a los teatros. Soy un enfermo del cine. No dejo pasar ni una que esté en cartelera. Voy por las noches, cuando va pasando el volumen de gente que entra las primeras semanas, a ver todas las que salgan.

¿Y los de la fila de atrás no te piden que te agaches?

No creas que no. A veces. Muchas veces me ha pasado. Antes, cuando este afro estaba mucho más grande, esa vaina era un lío: la gente me gritaba “agáchese”, “quita de ahí mamaburra”, hasta que a punta de gritos de ese calibre me mandaban hasta la última fila. Ya ahora he aprendido a ir unas semanas después del estreno, cuando se llena menos la sala, para no tener que moverme tanto de silla.

Parece que han estado buscando con mucho cuidado a los actores que te interpretarán. Digo “actores” porque la trama cubre tu vida hasta hoy. Y lo menciono porque sé que uno de los candidatos más firmes a hacer de ti, en tus primeros días de futbolista, es uno de tus hijos.

Quiroz, el director que te digo, andaba un día cabizbajo pensando en cómo conseguir para la película a ese pelao mono de diez años que se había hecho pasar por mí en el comercial de papas fritas. Y a mi, para cambiarle de tema, me dio por mostrarle las fotos de mis hijos que tengo grabadas en el celular. De pronto, como a la tercera, me dijo “este es”. Y nos pusimos a ver el retrato de un hijo mío que se ha puesto el pelo como me lo pongo yo, que se lo cuida así, como yo, en estos días en los que los pelaos del barrio no se lo cuidan porque ha pasado de moda, y que además se parece mucho a mi cuando tenía esa misma edad. 

Todo parece indicar que Valderrama va a ser, entre muchas otras cosas, la historia de tu relación con tu padre. Yo lo recuerdo a él esperándote en la línea a que salieras de tu partido de despedida. Era una imagen importante porque así, de esa manera, conseguiste terminar tu carrera como la comenzaste: con tu papá en el borde del campo.

Mi papá se llamaba también Carlos Valderrama, pero, como acá a todo el mundo le dicen por el apodo, se quedó Jaricho. Jaricho fue un defensa disciplinado al que nunca vi jugar porque se había retirado ya cuando yo nací. Jugó siempre en el Unión Magdalena. Sus compañeros dicen que era un jugador recio, un monstruo de físico tremendo, que no se dejaba sacar así como así por los delanteros del otro equipo. Él me dice “Pibe: yo no era inteligente como tú pero entrenaba todo lo que podía todos los días”. Y la verdad, como estaba diciendo, es que su estado físico es impresionante: hasta hoy, de cuando en vez, sigue jugando sus partidos con viejitos rodillones. La cuestión es, para hablarte de lo que estabas diciendo, que mi papá fue siempre clave para mí. Ha sido mi ejemplo más hermoso desde que nací. Trabajó siempre como un burro. Nunca se dejó atrapar por los vicios. Les explicó a los que me veían jugar fútbol que yo no era que fuera bobo, porque siempre he sido callado, sino que estaba pensando las jugadas que iba a hacer: les decía a todos “este man no habla pero piensa” cuando empezaban a sospechar de mi silencio. Y siempre, desde por la mañana hasta por la noche, me llevó a todos los sitios que iba como si fuéramos hermanos. ¿Que tenía que ir a hacer una vuelta en bicicleta o ir a hacer un mandado o a comprar la comida del almuerzo? Me decía “ven conmigo, Pibe, pero no patees todas las cosas que te encuentres por el camino”. Las únicas veces que me dejaba esperando en la puerta era cuando se metía a tomar cerveza con los amigos. Pero nunca se le iba la mano en los tragos.

¿Qué te enseñó tu papá sobre fútbol?

Jaricho hizo algo todavía mejor: me regaló mi primera pelota. Era una de esas pelotas de caucho llenas de numeritos que te pegan durísimo cuando te pegan. Aprendí a pegarle con el empeine, para no darme esos quemonazos, en el patio de todos los días. Pateaba, pateaba, pateaba hasta que me saliera como tenía que ser. Más tarde, cuando ya la manejaba bien, comencé a ver cuántas veces podía darle, 200, 300, 400, sin dejarla caer. Me costó mucho llegar a ser el campeón de esa vaina porque había unos manes muchos mejores que yo. Ya para ese momento me había enfermado de fútbol.
   
Ya tenías ídolos.

Admiraba a Willington Ortiz, a Jairo Arboleda, a Alfredo Arango hasta el punto de que trataba de repetir en el patio toda una tarde lo que les veía hacer en los partidos. Ya sólo pensaba en conseguirme las camisetas de los equipos, los autógrafos de mis jugadores favoritos, las fotos que salían a veces en la prensa. No dejé de pensar en mis colecciones, cuando me volví jugador profesional, sino que me quedó más fácil hacerlas. Ya yo te muestro los autógrafos que tengo o las camisetas de las selecciones que me conseguí al final de los partidos. Tengo por ahí la firma que le pedí a Pelé una vez que nos entregó un trofeo en Miami.

¿Es cierto que eras tan terco que incluso a Jaricho le costó trabajo que pasaras de jugar en la calle a jugar en los campos?

Sí, claro, es que me parecía que no iba a ser lo mismo. Esos partidos eran a muerte. Se jugaban calle contra calle a pleno sol: los de la quinta contra los de la primera. Y más adelante se armaban equipos de barrios para irnos a jugar contra los otros barrios de Santa Marta: el barrio Pescaíto contra el barrio Cundí. Eran muy buenos los juegos, salían muchos buenos jugadores de esos campeonatos, porque los encuentros eran en vías destapadas en las que podía pasar cualquier cosa. Y todos éramos felices. Mi primo, Alex “El Didí” Valderrama, al que le aprendí tantas cosas en el fútbol, era mi rival en esos días. Después jugamos juntos en la selección de Gabriel Ochoa en 1985. Y en mayo de 1988 fuimos de gira por Europa, a Helsinki, a Glasgow y a Londres, con el equipo de Francisco Maturana. Pero yo creo que donde la pasábamos más bueno era en la calle. Ver las barras llenas de familia era un goce.

El de Wembley que mencionas, con el cabezazo del debutante Andrés Escobar, es un partidazo que acaba de cumplir veinte años.

Un partidazo. Y una gira importante. Porque Colombia en esos tiempos no hacía nada en Europa, si acaso hacía el ridículo con la excusa de que no tenía historia, y siempre volvíamos goleados. Fue ahí, en esa tripleta de partidos, cuando empezamos a cambiarlo todo de raíz. Empatamos 0 a 0 en Escocia. Le metimos 3 a 1 a Finlandia. Y volvimos a empatar 1 a 1 con el golazo de Andrés. ¿Qué pasó con el aficionado después de eso? Que empezó a respetar lo que hacíamos porque sacamos esos resultados jugando muy bien. Ya habían empezado a cambiar las cosas en la Copa América de 1987, en Argentina, gracias a la dirección del profe Maturana: le quitamos el tercer puesto al equipo del mismísimo Maradona a punta de hacer lo que sabíamos hacer. Y desde ahí no paramos. Vinieron los tres mundiales, las eliminatorias, los buenos resultados en las copas.
     
Fue en 1987, en esa Copa América, que comenzaron los años de gloria del fútbol colombiano. Y fue en 1998, al final de la penosa participación en el mundial de Francia, cuando El Bolillo Gómez, que en ese momento era el técnico de la selección, te reconoció que se habían acabado los mejores días. Conclusión: llevamos diez años en la nada. ¿Qué hacemos para encontrar un equipo nuevo? ¿Qué hacemos para encontrar a alguien que por fin te reemplace? ¿Cuándo vamos a volver a un mundial?

Créeme que la mayor fuerza la estamos haciendo los que éramos de esa selección. No es lo mismo ir a un mundial como comentarista que como hincha. No se involucra uno igual cuando no juega Colombia. Y el fútbol, para que sea fútbol, hay que sufrirlo. A todos los del equipo aquel de Maturana nos preguntan todavía, cada vez que alguna emisora nos invita a ver el campeonato del mundo, “¿cuándo van a volver ustedes por aquí?” Los argentinos, los brasileros, los uruguayos, los ecuatorianos, los paraguayos: todos los que sí van al mundial le hacen a uno esa pregunta. Preguntan “oye Pibe: ¿cuándo van a tener ustedes otro equipo que llegue al mundial?” Y no es nada fácil responderles. Lo único que se me ocurre a mi es acordarme de “El Boli”, cuando ya hicimos la amistad porque el profe Maturana se fue a dirigir otros equipos y él quedó a cargo de nosotros, diciéndome esas cosas que tú dices. En 1998 teníamos altibajos. Ya no éramos los mismos porque teníamos cuatro años más. Y la gente nos estaba dando muy duro desde por la mañana hasta por la noche. Y entonces, para que no me enredara en lo que decían en la prensa, “El Bolillo” me repetía “tranquilo, mono, tranquilo, que nosotros nos vamos después de estos partidos para que todos los que nos odian se queden en paz, pero seguro que cuando no estemos van a empezar a gritar cómo les hacemos de falta”.

Por lo menos ha quedado probado que ir a tres mundiales seguidos, jugando bien, no es nada fácil. Sin embargo, sabiendo lo que ustedes eran capaces de hacer, siempre ha quedado la sensación de que podría haber sido mejor. ¿Qué pasó en el mundial de 1994?

Yo siempre me he dicho: “la vida es una suma de oportunidades”. Y siempre he tratado de que no se me escapen. Es por eso, te digo, que este tema me sigue doliendo. Déjame trato de explicarme. Habíamos hecho una eliminatoria fantástica. Habíamos quedado por encima de todos. Y todos nos decían, durante los partidos amistosos que jugamos para prepararnos, que éramos el mejor equipo del mundo. Pero entonces vino el primer juego del campeonato contra Rumania. Y no entendimos nunca, porque nos habíamos desacostumbrado hasta a empatar, que nos estaban ganando porque eran mejores que nosotros: nada de eso estaba en nuestros planes. Perdimos 3 a 1 ni más ni menos que con el equipo de Hagi. Y nosotros no pudimos recuperarnos. Tres días no fueron suficientes para que recobráramos la calma, la amistad, los nervios. Vinieron después las amenazas contra el equipo, los rumores de las apuestas, la tensión insoportable en la concentración, la presión de los periodistas con manías de hincha, el desespero que nos llevó a cada uno a ir por su lado. Y entonces, cuando perdimos 2 a 1 con Estados Unidos, fue al acabose. Ya no había nada por hacer. Nos llenamos de miedo. Nos paralizamos. Y así dejamos perder una gran oportunidad.
 
¿Y los mitos sobre la concentración? ¿Y la leyenda negra de que Freddy Rincón jugó a medias, muerto del susto, porque la bruja de cabecera le había vaticinado que le iban a partir una pierna en el primer partido?

Yo no cambié nada desde el principio de mi carrera. Me la pasaba encerrado en las concentraciones. Hablaba poco durante los almuerzos. Tenía claros mis horarios. Si acaso daba una vuelta por las noches, por ahí por donde estuviéramos, para despejarme un poquito. Para irme de rumba después de jugar, para salir a tomarme unas cervezas con los otros, tenía que salir del partido ganando. Y tenía que tener, además, tres días de descanso antes del siguiente partido. Muchos podían rumbear así hubiera entrenamiento al día siguiente. Yo no era de esos no porque estuviera mal ni nada de eso sino porque tenía mal físico. Me iba a mi habitación a ver televisión o a leer libros de esos positivos que me gustan. Así que poco me enteraba de las cosas que pasaban más allá de mi pieza. Oí allá el cuento de Freddy cuando todo empezó a destaparse: alguien me dijo “Pibe: que dizque una señora le dijo a Rincón que no jugara porque le iban a partir las piernas”. Y lo único que pude decir, cuando noté que hasta el propio Maturana estaba sorprendido por la historia, fue “pues entonces no juguemos” porque la historia no me cuadraba con el personaje. Freddy era un jugador normal, de los que hacían bromas, que bailaba salsa cada vez que se le presentaba la oportunidad. La historia de la maldición esa era otra de las cosas raras (aparte de las amenazas, los chismes, las peleas de hermanos) que estaban pasando en ese hotel de Los Ángeles.

Rincón soportó una temporada en la cárcel por supuestos nexos con el narcotráfico: ¿sabes algo de él?

Ya Freddy salió de la cárcel a finales del año pasado. Está en Sao Paulo trabajando como agente. Y gracias a Dios anda otra vez rodeado de su familia. La noticia de su salida de prisión se dio por televisión, pero casi nadie, sólo nosotros, los que vivimos pendientes de él, nos enteramos de las buenas noticias. Quisimos que viniera al partido de despedida de Víctor Hugo Aristizábal, queremos que esté con nosotros en esos juegos entre amigos, pero no puede salir mientras le terminan de cerrar el caso. Hablé con él el otro día. Lo primero que me dijo fue “ajá, mono, acá esperando que me cierren el capítulo”.

“El Tino” Asprilla, mientras tanto, disparó 29 veces un fusil R-15 contra un puesto se seguridad vecino a su finca.

Fausto es un hombre noble que reacciona bien cuando lo tratan bien. Desde afuera uno ve que se le calienta la cabeza más que el sol como si estuviera loco. Si uno lo conoce de verdad, en cambio, sabe que sólo hace ese tipo de cosas cuando lo provocan. Se ha ganado una fama que deberían tener los que lo persiguen. Porque él siempre anda bueno y sano y en paz. Y los que después lo critican lo buscan hasta que lo encuentran. ¿Qué fue lo que pasó en abril con la gente que me dices? Que no lo dejaban entrar a su propia casa porque sí. Y entonces, claro, se enloqueció.

No será fácil ser futbolista en un país en el que mataron a tiros al jugador más noble de todos por haber hecho un autogol.

Tú lo has dicho. Y déjame contarte a ti cómo me entero yo de la muerte de Andrés. Ya sabemos lo que sabemos: que nos sacan del mundial que íbamos a ganar por la puerta de atrás. El profesor Francisco Maturana nos dice una noche en el hotel “muchachos: me parece que hay que ir a Colombia a dar la cara, pero, eso sí, el que se quiera quedar, se queda”. A mi se me prende el bombillo. Me digo “¿el que quiera se puede quedar paseando por Estados Unidos?” Y, como por esa época no conocía ni una calle de Los Ángeles, saco la conclusión de que voy a aprovechar. Le digo “profe: yo me quedo aquí”. Y me quedo diez días dándome una vuelta por todos los parques que los gringos han hecho para que se le acabe a uno la plata. Me olvido del fútbol. Fuera fútbol. Una que otra noche cedo a la tentación de ver los resultados. Pero no más. Me desconecto. Y me vengo para Colombia sin saber nada de lo que ha sucedido.
    Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Bogotá, en la escala para venirme a Barranquilla, me dice la azafata de Avianca “señor Valderrama: le voy a dar una noticia pero no se vaya a poner nervioso” ¿Qué crees que hice yo? Morirme de nervios. Cagarme de nervios. Imaginé primero alguna mala noticia de mis hijos. Después me fui enloqueciendo a punta de pensar que alguno de mis papás o alguno de mis amigos estaba enfermo. La señorita de la aerolínea me dice “no, Carlos, no, usted no puede bajarse todavía porque agentes de seguridad del gobierno quieren hablarle”. Yo respondo “yo no he hecho nada”. Y ella no aguanta decirme “mataron a uno de sus compañeros hace un par de días”. Me entra en ese momento una tembladera que todavía a veces me vuelve. Pienso en el Fausto, en “El Loco” Renato, en Freddy, hasta que me pongo a llorar como un niño. Y ella me dice “siento mucho decirle que asesinaron a Andrés Escobar el sábado pasado”. Yo le digo “no joda” antes de quedarme sin aire a punta de llorar.
    No me podía mover, marica, no me daban las piernas, la gente que se estaba bajando del avión me miraba con una tristeza que no quiere borrárseme. Dije “¿por qué?”, “¿qué pasó?, “¿qué hizo?” tapándome la cara de la vergüenza. Qué iba a pensar yo que por hacer un autogol podían matarlo a uno a la salida de una discoteca.

Qué iba a pensar uno que podían matar a un hombre tan bueno como Andrés Escobar.

Qué va, hijueputa, qué va. Si ese no peleaba ni con nosotros. Uno le mentaba la madre en los entrenamientos después de una jugada a muerte. Y él se las tiraba de marica, del que no entendía cuál era el problema, de que no pasaba nada. Decía “juegue, juegue” con las manos en alta porque no se provocaba con nada. Jamás se enredaba en tonterías. Cualquier problema que había en el equipo, como cuando hubo los líos que hubo en el mundial de Estados Unidos, era el primero en decir “vamos a hacer una reunión porque no podemos vivir así”. Yo siempre lo respaldaba en esos momentos.  Porque además tenía una relación respetuosa con él, de admiración mutua, teniendo en cuenta que éramos de dos generaciones. Con Higuita nos abrazamos, nos besamos, nos cogemos el culo, porque nos conocimos las mañas desde niños. Con Andrés no era así. Era de “cómo esta usted, cómo está la familia, cómo está el viejo Darío” porque era un hombre bien educado que mamaba gallo a su manera. Yo conocía desde hacía rato a su hermano Santiago, a su padre, a su familia, así que le preguntaba por ellos.  A veces, muy a veces porque no era yo de esos planes, nos sentábamos con otros dos a jugar cartas. A veces nos poníamos a hablar en las salas de espera de los aeropuertos.
    En eso pensaba en Eldorado, el aeropuerto de Bogotá, apenas me enterraron con la noticia de su muerte. En que él no iba a estar más allá afuera.

La conversación está llena de frases sueltas que son importantes piezas del rompecabezas. Detalles desconocidos de su vida se aparecen, de pronto, en cualquiera de las expresiones que lanza. El primer borrador del guión de Valderrama, la película que comenzará a filmarse el 15 del mes que viene, hace lo mejor que puede para contener esa avalancha de anécdotas que se le escapan por los lados de la charla. Que su padre se casó con su madre porque ambos pertenecían a familias de futbolistas. Que Jaricho pensó “si me caso con Juana vamos a tener al rey del fútbol porque a los dos nos corre el fútbol por las venas”. Que, mejor dicho, su padre le dio un nuevo sentido al concepto de “planificación familiar”: que lo creó. Y que apenas nació, su mamá se dio cuenta de que su papá, que daba un par de vueltas antes de volver a la casa, sí estaba listo a quedarse con ella. Y entonces lo dejó que volviera.
    En algún momento, cuando todavía estaba en el colegio, “El Pibe” Valderrama pensó en ser odontólogo porque le gustaban mucho los aparatos que tenía el dentista que lo atendía en el barrio. Se fue haciendo amigo del cantante Carlos Vives en los recreos, en el Liceo Celedón, a pesar de que estaban en cursos diferentes del bachillerato. Las paredes de su cuarto estaban llenas de afiches de futbolistas. Le decían “Sorbo” porque se acababa los restos de las cervezas. Sin embargo su único vicio, apenas tuvo edad para los vicios, fue patear el balón. Y después, en los partidos callejeros que seguiría jugando si tuviera un par de años menos, romperle los vidrios de la casa a la pobre Teresa Avendaño. Siempre fue un jugador tranquilo, desde que entró al Unión Magdalena hasta que se fue del Colorado Rapids, pero dijo “aquí estoy” cuando tuvo que decir “aquí estoy”.
    También ha sido un hombre tranquilo desde niño. Aunque la falsedad, la impuntualidad y el irrespeto puedan sacarlo de quicio.
    En este momento lo que lo tiene fuera de sí es que el calor de Barranquilla “está pegando duro”. Su segunda esposa, la amable Elvira, con quien tiene dos hijas iguales a ella, ha aparecido en la sala un par de veces a ofrecernos algo de tomar. A la tercera se ha dado cuenta, en un milagroso giro del destino, de que nos estamos cocinando a fuego lento cada cual en su propio sofá. Señala sonriente al perro de la casa, a Flappy, porque es el único que anda feliz asoleándose. Le entrega a “El Pibe” su IPhone para que reciba una llamada que ha estado esperando. Y después abre la ventana para que por fin entre la brisa. Nosotros (hablo en plural porque conmigo está el equipo de la revista) no hemos dicho ni una sola palabra sobre la temperatura para no parecer todavía más bogotanos. Nos hemos limitado a sudar. Así que recibimos, como premio, que nos mamen gallo: “yo sí decía ‘estos manes cómo hacen para estar tan tranquilos con semejante bochorno’”, dice él.  
    La pausa sirve para echar una mirada a las fotografías que se encuentran en ese apartamento discreto que lo único que se atreve a ostentar, porque no podría ser de otra manera, es el pasado feliz del futbolista. En los estantes de la sala se ve, no obstante, que el presente es todavía mejor. Por un portarretratos computarizado, que nos deja a todos sin palabras, pasan las imágenes más recientes de su familia hasta dejar totalmente comprobado que son esas las personas más importantes de su vida. Las presenta una por una. Dice “este fue un viaje que hicimos el año pasado a la playa: yo siempre estoy donde haya playa” antes de decir que sus papás “siguen enteritos gracias a Dios”. Tiene que ser una proeza vivir pensando en las personas de siempre, con los dos pies en la tierra, después de haber tenido estadios enteros gritando el nombre de uno.
    En la pared que tenemos al frente, alejada de una serie de fotos que documentan el paso por clubes tan prestigiosos como el Deportivo Cali, el Montpellier, el Valladolid, el Independiente Medellín y el Atlético Junior, hay un afiche gigante que lo muestra a él metiendo un pase de esos que metía al fondo en los días imborrables de las eliminatorias para clasificar al mundial de Italia. Eran los días, dice, en que se entendía en el campo con su gran amigo Bernardo Redín sin tener que decirse una sola palabra. Sea como fuere, esa imagen, que en verdad recuerda que “El Pibe” no ha dejado de ser el personaje que pone de acuerdo hasta a los hinchas que se atreven a decir que ni cabeceaba ni cambiaba de juego ni corría, nos pone a hablar de cómo los aficionados empezaron a pensar que la selección Colombia podía ser campeona del mundo. Esa imagen nos devuelve a donde estábamos.       

Tiene mucho de tragedia ese mundial en Estados Unidos. Maturana, en un momento de desesperación en vivo y en directo, llegó a decir que hasta tú habías perdido el liderazgo en el equipo. “El Tino” Asprilla contó hace poco que muchas veces todo funcionaba en la cancha porque tú les ponías orden como un papá malgeniado. Pero en ese campeonato todo andaba desbocado.

Todo se perdió en ese mundial. Todos nos perdimos. Pero en fin: lo bueno del fútbol es que uno puede decir siempre “esas cosas pasan” con menos angustia que en la vida. Yo siempre fui buen amigo de mis técnicos, desde mi papá hasta Maturana, porque le tuve mucho respeto a ese trabajo tan difícil. Siempre fui una persona callada fuera de la cancha: sólo hablaba para solucionar algún lío. Adentro me transformaba. No había quién me callara. Pero afuera sólo me tomaba la palabra cuando estaba cabrero. Una de las pocas veces que hablé por fuera del campo fue cuando jugaba en el Junior de Barranquilla: me mandé un discurso en la penúltima fecha del campeonato colombiano, en el intermedio de un partido que íbamos perdiendo 3 a 0 con el Nacional en Medellín, porque no pude soportar que nos estuvieran goleando a punta de errores individuales. Casi nos vamos a las trompadas con esos tres compañeros. Pero sirvió para que empatáramos 3 a 3. Y quedáramos campeones en la siguiente fecha.

Tengo la impresión de que no disfrutaste mucho el año pasado como asesor técnico del Junior, pero me parece obvio que siempre has tenido vocación de entrenador.

Siempre me ha gustado ese trabajo porque el amor de mi vida ha sido siempre el fútbol. Fui el asistente de mi papá cuando él entrenaba el equipo del colegio. Admiré mucho a los argentinos Rodríguez, Zubeldía, Bilardo, que creían en los futbolistas colombianos. Y he de sido buen amigo de mis técnicos: Eduardo Retat, Vladimir Popovic, Julio Comesaña. El profe Pacho Maturana, que sin lugar a dudas es el mejor que tuve en mi carrera, y a quien le he confesado tantas veces que hasta hoy es mi papá futbolístico, ha seguido siendo un buen amigo que me da consejos oportunos, me llama a ver cómo están mis cosas y aparece aunque esté yo caído. Pasamos juntos las duras y las maduras desde 1987 hasta 1994. Y más que su estilo elegante, todavía más que sus ideas tácticas, le agradezco que empezara todas las concentraciones con la misma frase: “aquí vamos a pasar bueno”. Eran, definitivamente, otros tiempos.

Pero no puede ser que todo haya salido bien con todos tus técnicos en los diez equipos en los que estuviste.

Yo siempre respeté lo que me pedían. Nunca pregunté por qué me metían o por qué me sacaban. Sin embargo, sí, tuve mejor suerte con unos que con otros. Déjame ver. Primero que todos recuerdo a Francisco “El Caballito” Atencio, de la escuela de fútbol para niños en la que estuve mientras hacía mi primaria en el John F. Kennedy, que se portó tan bien conmigo a pesar de que no me quiso alinear desde el principio. Después, en 1979, apenas me gradué de bachiller del Liceo Celedón, entré al Unión Magdalena porque ahí habían jugado mis tíos, mis primos y mis amigos mayores. Y me entendí sin problemas, hasta 1982, con el entrenador argentino Perfecto Rodríguez. Pero entonces fue reemplazado por Javier Castelli. Y fue la primera vez que tuve que acostumbrarme a sentarme en la banca. Yo en esos días parecía una colombina porque era un man flaquito con el afro más grande que puedas imaginarte. La brisa me llevaba para el otro lado. Y a Castelli, que en el primer partido en el que me dirigió me vio hacer dos goles, le dio por mandarme a hacer pesar que dizque porque uno no podía jugar así de flaco. Yo le dije “a mi no me gustan las pesas”. Y él me dejó en el equipo, no me echó ni nada, pero no me volvió a meter porque decía que me faltaba comida.

Fue en los días que jugaste en el Unión Magdalena, los días de las dictaduras latinoamericanas que acá se vivieron bajo la forma del “Estatuto de Seguridad” del presidente Turbay, cuando te llevaron a la cárcel.

Eso fue amargo. Fue teso sobretodo porque fue por una maricada. Llegó la policía a la tienda donde estaba buscando a unos hippies a los que les hacían pasar malos ratos por la mariguana. Yo estaba ahí, tranquilo como siempre lo he sido, mamando gallo con unos amigos. Los agentes estos me pidieron que les mostrara la cédula. Se me cayó justo cuando se las iba a pasar. Les dio entonces porque dizque los estaba irrespetando y me mandaron la mano. Ah, y yo ahí no me dejé y le mandé la mano también. Me metieron 48 días, en plena navidad de 1981, al Panóptico de Santa Marta. Los presos me respetaban porque ya jugaba en el Unión. Mi papá, mi mamá y mi esposa (me acababa de casar con ella a escondidas) pelearon para que me sacaran del calabozo hasta que por fin lo lograron.

Fue en esos primeros años tensos de los ochenta, precisamente, que el fútbol colombiano terminó de cambiar de dueños: los propios dirigentes de los clubes, a punto de quebrarse, buscaron los dineros calientes de esos empresarios dudosos que empezaban a abrirse paso en la sociedad.

Y así empezó a verse un cada vez más bajo nivel de educación entre los jugadores, una cada vez más mala preparación de las divisiones inferiores de los clubes, pero un grupo de jugadores tanto nacionales como extranjeros que podía envidiarte cualquier liga. Te repito: yo tuve mucha suerte porque fui al colegio, tuve papás pendientes y no cogí vicios por el camino. Pero los jugadores de fútbol vienen de abajo. No tienen la suerte de que estén los papás a la mano. O se fue el uno o se fue el otro o se fueron los dos. No alcanzaron a aprender ni a leer ni a escribir. El único camino bueno que les queda a esos pelaos, de 10, 11, 12 años, es arrancar con esos señores que les ofrecen una plata a cambio de que jueguen en algún equipo de los que hay. Creo que están mejorando las cosas, creo que los equipos ahora sí les dicen que no los reciben si no estudian porque los únicos que les sirven son los que sí van al colegio, pero en ese tiempo que dices la cosa se atrasó porque importaba mucho más hacer dinero que hacer escuela.

Carlos González Puche, el lateral de Millonarios que se volvió un abogado importante unos años después de retirarse del profesionalismo, ha hecho mucho por los jugadores colombianos en estos últimos años: ha peleado a brazo partido con los periodistas amañados, con los  directivos, con los agentes astutos por los derechos de los futbolistas. El caso es que el otro día me dijo “el mono es uno de los tipos más honestos que nos quedan”.

A mi siempre me gustó Puche porque siempre fue peleón. Y hemos tenido una buena amistad, a pesar de que poco nos vemos, desde la época en que nos conocimos. Llegué a Millonarios cuando él acababa de irse para el América de Cali. Pero las veces que coincidimos en alguna parte, las veces que lo oí enfrentársele solo a la gente de arriba porque no estaba de acuerdo con las cosas que hacían, pensé “ese man tiene principios, ese man es de los buenos”.

René Higuita visitó a Pablo Escobar en la cárcel lujosa que tenía, Anthony De Ávila les dedicó un gol en vivo y en directo a los hermanos Rodríguez Orejuela, las investigaciones del gobierno hacia 1989 probaron la relación que tenía la mafia con el fútbol. No quiero caer en hipocresías, no quiero echarle al fútbol el agua sucia que se merece en verdad una sociedad que ha usado a los narcos cada vez que le ha convenido, pero ¿cómo sobrevive una persona decente como tú o como Puche en el fútbol colombiano de esa época? 

A punta de principios. Uno los principios los coge en su casa. No los levanta en la esquina. En la esquina se levanta amigos buenos o amigos malos. Nada más que eso. Yo vi a mis papás trabajar como burros desde que entendí que se iban por la mañana era a trabajar. Mi mamá tenía una tienda en la que trabajábamos todos. Mi papá decía “esta cosa la traje de tal parte con tal plata que me gané haciendo tal trabajo” cuando llegaba a la casa.  Un día mi mamá descubrió que estaba ganándome plata sin decirle cómo. Me dijo “Pibe: ¿de dónde sacas esa plata?” Yo le dije “trabajando: ¿no ves que estoy renegrido de tanto sol?” Me preguntó “¿trabajando en qué si tú no haces más que jugar fútbol?” Y yo tuve que contarle que iba a la playa en las mañanas a pedirles a los turistas gringos, que llegaban en los barcos a Santa Marta, que lanzaran al mar “one money, one money” para ganarme mis primeros miles sacándolos del fondo del agua. Desde esa vez expliqué siempre en voz alta de dónde venía mi plata. Pude equivocarme. Pude cometer errores. Pero los principios de mis papás han estado siempre conmigo. Me han servido para quedarme solo con lo bueno del fútbol.      

¿Cómo hiciste para convivir con lo malo sin enfermarte?, ¿cómo hacías cuando cualquiera de esos nuevos dueños de los equipos se aparecían en el sitio en donde estabas?

Uno los veía en todas partes. Pero, como bien estabas diciendo, no sólo en el mundo del fútbol sino en los demás mundos del país. Lo mejor que puedes hacer en esos casos, te digo, porque no estás ahí por nada más sino por el fútbol, es concentrarte en el trabajo, dedicarte solo a jugar, pensar que, a diferencia de en la política o en el comercio, en los partidos lo único que importa es el enfrentamiento once contra once. A mi nadie me pagó nunca por perder o por no jugar. Nunca me senté a hablar con nadie así. Vi de cara a un par de señores de esos, alguna vez me dijeron “este es fulano o zutano”, sin poder hacer mucho más que eso. Porque ¿dime qué más se puede hacer?, ¿cómo se hace si un tipo raro te pide una foto contigo?, ¿le dices “muéstrame tu cédula, tu fe de bautismo, tu pasado judicial”? ¿Y qué más podían hacer esos señores? ¿Ser los dueños de la tienda pero no pasarse por ella?    

Y mientras el negocio se agrandaba, mientras esas cifras gigantescas se movían en esos clubes emergentes, la prensa deportiva comenzaba a volverse también un problema: ¿te afectaban las cosas que decían de ti en los medios?

Me enteraba siempre de lo que decían de mí. Pero me importaba un culo lo que dijeran. Oí a muchos compañeros decir “le voy a meter una trompada a este gran hijueputa porque habló mal de mí en su programa”. Yo nunca les paré bolas a los comentaristas malintencionados. Siempre serán triunfalistas al principio, derrotistas en la mitad e injustos al final. Siempre ha sido así. Así que para qué vas a pelear. Tienes que aprender a aguantarte los garrotazos. A dejar todo en manos del aficionado, que no es ciego, que es el que finalmente sabe lo que está pasando. Quién va a querer jugar mal. Quién va a querer perder. Quién va a querer meter un autogol. Nadie, no joda, nadie. Así que nadie debe nada más aparte de entrenar, jugar y volver a entrenar. Perfecto Rodríguez, mi primer técnico en el Unión, decía “usted juegue” si uno se quejaba de lo que estaba diciendo la prensa.

Tu siguiente técnico, en el mal financiado Millonarios de 1984, fue el mismo energúmeno Jorge Luis Pinto que está dirigiendo a la selección colombiana en las movedizas eliminatorias al mundial de Sudáfrica.

Ese Millonarios era un equipazo. Estaban algunos de los mejores jugadores de la región: Norberto Molina, “El Mico” García, Norberto Peluffo, Arnoldo “El Guajiro” Iguarán, Silvano Spíndola, Juan Gilberto Funes, José Daniel Van Tuyne, en fin, la lista es interminable. Los primeros seis meses fui titular. Después, en el segundo semestre, llegaron refuerzos que me mandaron a la banca. Mi relación con Jorge Luis Pinto, que fue, en efecto, el entrenador del equipo todo ese año, fue buena hasta que tuvimos un altercado por un par de zapatos. Yo usé siempre dos pares de zapatos: tenía puestos los de entrenar cuando no tenía puestos los de jugar. Yo mismo los preparaba. Yo mismo los embolaba. Un día, en un entrenamiento antes de un partido importante del octogonal final, se me rompió la suela de uno de los dos guayos que usaba en las prácticas. Le digo a Pinto, con miedo a ese temperamento respetable que se gasta, “profe: voy al camerino a buscar un par de zapatos” con el corazón acelerado porque sabía que sólo tenía unos. Antes de irme a ver qué encontraba, porque no podía irme hasta la casa a buscar los otros, le digo a Peluffo “Pelu: préstame un par de zapatos”. Me prestó uno porque sólo necesitaba uno. Pero el de él tenía una raya roja en vez de la raya blanca que tenía el mío. Y yo salí así al campo sin imaginarme que Pinto, con su bravura recién traída de Alemania, iba a gritarme “señor: ¿usted se cree que esto es un carnaval?”, iba a mandarme a las duchas y no iba a dejarme jugar el resto del campeonato.
    Después del partido que jugamos en Medellín el siguiente domingo, al que no me metió ni de suplente, pensé que con esa fecha de castigo se le pasaba la ira teutona que le había producido verme mal vestido. No fue así. La relación se había partido por culpa de las rayas de mis guayos. Todavía faltaba un mes de campeonato que se me fue diciéndome “mierda, no joda, que se acabe esta vaina mañana” en el banco del equipo. Y las cosas se fueron arreglando por el camino, claro, cuando me quedó claro que el único problema que había entre los dos era que ese era su estilo.

Cuesta creer que un estilo tan arbitrario como ese nos sirva para llegar al mundial.

El problema es que ahora, no sólo en esta eliminatoria, sino en este fútbol que se juega hoy en día, no importa que el equipo juegue feo o bonito. Lo que importa es que se gane. Lo que importa del equipo de Pinto es que está sumando puntos. Y mientras sume puntos, sume puntos y sume puntos uno debe quedarse callado. Otro día jugamos bonito. Yo estoy sintonizado con esa actitud. ¿Ahora al equipo no gusta? ¿Ahora el equipo no tiene hinchas enfermos por su juego? De malas. No digamos nada porque vamos invictos. Dejemos las cosas tranquilitas. Quedémonos mudos, sin meter esa presión que cuenta más de lo que uno piensa desde afuera, porque a esta hora de esta fecha (lunes 14 de julio de 2008) estamos clasificados. Y no creas que no te entiendo la cara de incrédulo que me pones: un amigo mío dice, cada vez que piensa en la selección de Maturana, que tiene sus riesgos acostumbrarse a las cosas buenas. Yo sé que a esta selección de ahora le falta gol. Sé que tenemos goleadores que se ponen serios cuando vuelven a sus clubes, que Wason Rentería se nos lesiona más de la cuenta, que no podemos depender de los tiros libres que mete Rubén Darío Bustos. Pero estoy sintonizado con los que responden “esperemos que sigamos así”.
   
¿Pero decir que nos falta gol no es lo mismo que decir que tenemos un equipo muy malo?

Yo le estoy metiendo fe para que vayamos a Sudáfrica. Lo que pasa es que esta eliminatoria está pareja. No hay nadie clasificado hasta la fecha pasada. Así que en cualquier momento, en un par de partidos, vamos a saber qué cara ponerle a lo que está pasando. Vamos a poder decir si es cierto o no lo que me estás diciendo. Yo mismo voy a decirte “compadrito: estabas equivocado” o “compadrito: tenías toda la razón”. Y otra cosa te digo de una vez: que hoy en día es difícil calcular quién se queda o quién se va porque, salvo Argentina, ninguno de los equipos latinoamericanos ha conservado su identidad. Perú está mal. Chile va a media marcha. Ecuador parece haber dado unos pasos atrás. Brasil está irreconocible aunque tarde o temprano vuelva a ser Brasil. Quizás la única sorpresa que nos queda en esta fase de clasificación sea la actuación de Paraguay: este es un equipo homogéneo, que juega bien y toca la pelota gracias a un técnico que sabe hacer su trabajo.

¿Qué ha cambiado en el mundo para que nuestro fútbol se haya convertido en un fútbol poco interesante?

Yo le digo a los pelaos de la selección que la ventaja que teníamos nosotros, no sólo la selección Colombia, sino todas las demás selecciones, era que como nos concentrábamos durante tanto tiempo, como pasábamos tantos meses encerrados juntos, terminábamos por volvernos una familia. Teníamos problemas, peleábamos, solucionábamos. Estos no, estos se ven de afán, estos no tienen tiempo de volverse un equipo.

A mi, sea por lo que sea, me parecen unas eliminatorias igualadas por lo bajo. Qué diferencia con el fútbol emocionante  que se vio en la Eurocopa.

Estuvo buenísima. España jugó el fútbol que nosotros jugamos alguna vez. Y fue muy importante para los equipos del mundo, me parece, porque ese tipo de torneos casi siempre los gana el más astuto, el más canchero, el más de buenas. Y por fin ganó el que jugó el mejor fútbol de todos. Dios quiera que lo cojan de ejemplo los técnicos ciegos de ahora.

¿Dirías que Pierre Mosca, el técnico que te dejó seis meses en la banca del Montpellier, era uno de esos más bien ciegos? 

Todos los años, desde que yo era pelaíto, era lo mismo: a alguien se le oía la frase “parece que se llevan ese jugador a Europa” hacia noviembre. Pronto me di cuenta de que al final nunca se llevaban a nadie. Un ejemplo: a ese jugadorzazo que era don Willington Ortíz, que yo le digo “don Willy”, se le pasó toda la vida recibiendo ofertas que no se concretaron. Creo que sólo Ernesto Díaz pudo irse unos meses pero no lo tengo tan claro. El caso es que un día me llegó a mí la hora. Y empezaron a decirme “parece que te llevan a Juventus” o “parece que te llevan al Lazio”. Y yo lo primero que pensé es que entraba en la lista de los que nunca se fueron. Pasamos entonces a mi último año en el Deportivo Cali: 1987. Un día de finales del año estaba viendo el noticiero para enterarme de qué no estaba pasando en este país y me llama el presidente del Cali, Eduardo Posada, a decirme “Pibe: tengo que ir a su apartamento a contarle una cosa”. Yo le digo “usted sabe que acá es siempre bienvenido”. Y llega en menos de media hora. Me dice ahí mismo, en la sala de mi casa, que se ha abierto la opción de ir a un club francés de segunda división que acababa de subir a la primera que se llama Montpellier. Le digo “don Eduardo: ¿y esa vaina donde queda?” porque no tengo ni idea de qué me está hablando. Dos días después estoy en otro mundo firmando un contrato por cuatro años para quedarme en el equipo en el que jugué con monstruos como Julio César, Eric Cantona, Laurent Blanc y Roger Milla.
    Dicho así suena fácil. Pero ese año fue uno de los más duros de mi carrera. Pasé meses sin mi familia, rodeado de un idioma en el que no sabía ni pedir prestado el baño, banqueado por un director técnico que no entendía por qué el presidente del equipo pensaba que yo servía para algo. Yo creo que el entrenador que me acabas de mencionar, Pierre Mosca, sí sabía hacer su trabajo. Fue un man antipático conmigo: no le importó que hiciera cuatro goles en el primer entrenamiento que tuvimos, sabía español pero sólo era capaz de hablarme en francés, me dejó en la banca más de seis meses sin darme explicaciones. Estaba resentido porque no me había pedido. Esa era la vaina. Así que me tocó esperarme hasta que entrara un nuevo entrenador, Michel Mézy, para volver a entrar a la cancha. Con Mézy todo cambio para mí. Fuimos campeones de la copa francesa en 1990. Y tuve la oportunidad de jugar allá como si estuviera acá mismo.

Y desde ese momento no tuviste más problemas con ninguno de tus entrenadores.

Con ninguno. Me fui al Real Valladolid, en España, con el profe Maturana en 1991. Después, porque nos cambiaron al presidente que nos respaldaba, jugué un buen año en el Independiente Medellín. Y más tarde, de 1993 a 1995, caí en el Junior. Ahí vine a dar de nuevo, como en el último año que estuve en Cali, con Julio Comesaña. Que había a reemplazado a Vladimir Popovic. Y que se había quedado con la espinita conmigo porque, faltando tres fechas para el final del torneo, me le había ido a celebrar el cumpleaños de “El Piripi” Osma sin pedirle permiso. Yo empecé a hacerle bromas, para ablandarlo, desde que nos volvimos a ver. Yo, que tenía ya 32 años, no había quedado campeón en Colombia. Y él tampoco había sido campeón como técnico. Así que hicimos ese pacto, el de llevarnos el título, ese primer año. Ya sabes tú que lo cumplimos.

Quería hacerte esta pregunta desde el principio pero nos fuimos, para bien o para mal, por otro lado: ¿cómo te fue de técnico en el Junior el año pasado?

No estaba de técnico sino de manager. No pude elegir jugadores ni meterme a pelear como hubiera querido. Apenas estaba haciendo mi proceso para vincularme otra vez al fútbol colombiano, del que me fui hace once años, pero esa experiencia me confirmó que no quiero dedicarme a eso. Te lo dije hace un momento: me gusta mucho ese oficio. Pero no, hombre, no, aunque el Junior jugó bien mientras anduve de manager, hay cosas que pasan en el futbol que no terminan de gustarme. Y como lo más lindo que he tenido yo en mi vida es el futbol, como quiero que siga siendo mi pasión, creo que prefiero no dañármelo metiéndome a donde no me han llamado. Prefiero quedarme con la idea de que lo único malo del fútbol es perder. Estoy muy bien así como estoy.

Te enloqueciste en un partido del Junior contra el árbitro Oscar Julián Ruiz, cuando estabas de manager del equipo, mostrándole un fajo de billetes como diciéndole que estaba comprado.

Fue un momento caliente de esos que pasan en el fútbol. Se te sube la piedra a la cabeza. Te pones cabrero. Y no piensas bien lo que estás haciendo. Lo bueno es que ya los dos nos contentamos. Fue de la forma más bacana que puedas imaginarte. Yo estuve el pasado 18 de junio en el estadio Mineirão, en Bello Horizonte, viendo el partido de Brasil con Argentina porque una emisora gringa me pidió que lo comentara para ellos. Un día voy con un hermano mío, que fue conmigo en el viaje, por un centro comercial grandote. Y doy vuelta a una esquina y ahí está Oscar Julián. Va charlando con sus jueces de línea. Está ahí, en Brasil, porque lo han encargado de pitar el clásico. Va, no sé por qué, con el juez que pitó nuestro 5 a 0 con Argentina. Doy un pasito atrás. Digo “mierda”. Después me lanzo a abrazarlo para que hagamos las paces. Y está listo.

Hablas de esos momentos calientes que pasan en el fútbol: ¿qué pensaste con el que la pasó a Zidane, en el último partido de su carrera, que era ni más ni menos que la final del último mundial que iba a jugar?

Esas cosas pasan en el fútbol. Esa que viste es una reacción que puedes tener de futbolista así hayas cumplido cincuenta años. Y por algo pasó. Yo no estoy loco aquí con las cosas que tú me dices, ¿no?, yo aquí me río porque estamos chévere. Así que uno no sabe bien qué fue lo que le dijo ese gran hijueputa. Porque déjame decirte que Zidane es una mansa paloma. Cuando yo estaba en Francia, a finales de los ochenta, él estaba arrancando en Marsella. Y era un man relajado, tranquilo, que aguantaba sin decir nada cualquier garrotazo.

La provocación más famosa que te hicieron en un partido de fútbol tiene que ser la que te hizo Michel, en un partido contra el Real Madrid, cuando jugabas en el Valladolid. Un juez de la UEFA lo condenó, después de un juicio aparatoso, por “manipular en público aquello de su vecino que es un don exclusivo dado a los machos por la naturaleza”.

Esa jugada existe. Es, como dices tú, una provocación de las que se dan en todos los tiros de esquina de todos los partidos de fútbol. Viene alguien a marcarte pero en vez de quedarse ahí te dice cosas o te agarra algo para que te cabrees. De vainas Michel me cogió adelante. Porque podría haberme cogido el culo. Lo malo fue que las cámaras lo pillaron. Si no, hasta a mí se me habría olvidado. De hecho se me olvidó. El partido se acabó. Tomamos el bus de Madrid a Valladolid sin pensar en nada de eso. Llegamos a un restaurante, a conversar sobre las jugadas que teníamos en la cabeza, antes del programa de televisión en el que pasaban los goles. Y entonces muestran la jugadita esa, la mano de Michel molestándome, para sorpresa de los que estábamos ahí. Yo ni me acordaba de esa vaina. Ni siquiera tenía claro que le había dicho “¿eres marica?, ¿te gusta tocarme?” cuando vi que no paraba. El cuento es que me morí de la risa apenas me di cuenta de lo que había pasado. Ya sabes: desde esa noche empezaron déle y déle con eso. Todavía hoy, cuando llego al aeropuerto de Madrid, los españoles me gritan, con ese hablado raro que tienen, “Valderrama: corre que te coge Michel”. Allá en España es bravo eso hasta hoy.

Porque además eres, quizás, la persona más fácil de reconocer por las calles del mundo: ¿cómo fuiste armando el personaje que eres?, ¿es cierto, por ejemplo, que te pusieron “El Pibe” cuando eras un niño de brazos?

Tenía dos o tres años. Mi papá, que, como te dije, me llevaba a todas partes, cargaba conmigo cuando iba a los entrenamientos del Unión Magdalena. El técnico de esos momentos, un futbolista argentino que se llamaba Rubén “El Turco” Deibe, se comenzó a encariñar conmigo. Y desde el primer día que Jaricho no me llevó empezó a preguntarle “ché: ¿dónde está el pibe?”, “¿por qué no trajiste al pibe?”, “¿cómo está el pibe?” Y fue como si me hubieran vuelto a bautizar porque así me fui quedando. Yo nunca le paré bolas a esa vaina porque tú sabes que nosotros en la costa le ponemos sobrenombre a todo. Un señor de Pescaíto, que conocí cuando era niño, sigue diciéndome “Gusanopeludo” cuando me ve.

Después vino el pelo.

Eso fue una pelotera con mi mamá. Se volvía más loca cada día porque cada día me crecía más. Me decía de todo: que el afro me hacía parecer un mariguanero, que esa cosa rizada era de mendigos, que tenía que cuidarme mi imagen porque a la gente no le gustaban las personas desarregladas. Me decía “ya tenemos suficiente con que juegues con esas medias abajo”. Me decía “papi: tú eres muy lindo para tener un pelo así de feo”. Y yo seguía dejándomelo largo porque así era que me gustaba porque era la moda del barrio. Mis hermanos lo tenían así también. Sino que yo siempre tuve el pelo amonado. Y me lo aclaré todo lo que se pudo a punta de champú de manzanilla. Las señoras de la cuadra pensaban que mi problema era que era rockero. 

¿Y te gusta el rock?

No, no es que no me guste, me gustaba alguna musiquita rock, pero no como me gustaba la música tropical más vieja. Yo me identifico más por la salsa que por lo demás. Antes compraba discos todo el tiempo. Si tú miras mi IPod, si te muestro ahorita la lista de las canciones que me he conseguido en el computador, vas a encontrar de primeritas las de Willie Colón, las de la orquesta de La Fania y las de El gran combo de Puerto Rico. Seguro que también tengo cosas de Gilberto Santa Rosa, de Diomedes Díaz, de Carlos Vives, de Silvestre Dangond, de Pipe Peláez. Soy un fan de Héctor Lavoe. No vi la película, ya que estamos hablando de películas, porque me dijeron que el pobre quedaba como el malo del paseo. El llave mío me dijo “Pibe: no vayas a ver esa vaina que vas a quedar muy triste”. Y no la quise ver.

¿En qué momento te dio por usar joyas?

Un amigo mío hippie de Pescaíto, que se perdió un tiempo en la Sierra Nevada dizque para aprender vainas con los indios, me regaló la primera pulsera cuando volvió de uno de sus viajes. Y, como nunca me lo volví a encontrar, siempre lo recuerdo cuando consigo una nueva. Al principio fui comprándolas. Después, todas estas que tengo puestas hoy, me las fueron regalando. Los hijos, los papás, los amigos, los colegas, los aficionados, todos, saben que son un buen detallito.

¿Y el arete?

Ese cuento te sí que te va a gustar. A que ni siquiera tú, que te gusta Millonarios, puede imaginárselo. ¿No adivinas? Pues el que me puso el arete fue Juan Carlos Osorio, el técnico ese elegantísimo estudiado en todas partes, cuando jugamos juntos en la selección juvenil de comienzos de los ochenta. Ahora tú lo ves convertido en un lord que trabajó en Ámsterdam, en Londres, en Nueva York. Ya lo viste que era como un aristócrata cuando dirigía a Millos hace un par de años. Pues en ese tiempo, en la selección juvenil, era un mediocampista bueno de Santa Rosa de Cabal que tenía un huequito en una oreja del que se colgaba su aretico. En 1981, en la concentración, le tocó en la habitación conmigo. Yo le pregunté “eche: ¿cómo te hiciste tú ese huequito?” Y después “¿me va a doler?” apenas vi que sacaba una aguja con un hilo para que no se me cerraba y se conseguía un pedazo de hielo para que no me doliera la vaina.    
     Lo raro es que él siempre fue llave mía. Y después, años después, me lo encuentro en la MSL porque andaba de asistente técnico del MetroStars. Y, bueno, hasta ahí chévere. Cinco años más tarde me tropiezo con él no sé dónde, el man recién llegado a Colombia después de ser asistente del Manchester City, convertido en Sir Juan Carlos Osorio. Me sale con que se fue a Europa, con que es un hombre muy serio, con que “buenas tardes, señor, cómo está”. Yo, que estoy acostumbrado a mamar gallo con mis amigos, me digo “eche, pero si este hijueputa era bandido como yo”. Y veo que se le está cerrando el huequito de la oreja. Pero no le digo nada de nada porque me doy cuenta que tengo que darle su respeto si quiere su respeto. Le juego a “que le vaya bien, doctor, que esté bien” aunque “doctor” se le queda marica. Y ya yo no lo veo más nunca. Y de verdad siento no haber tenido la oportunidad de gozármelo, de mamarle gallo, de decirle “hermano: si tú eres el que me abrió el arete cuando éramos los dos de la selección juvenil”.
    Hubo un tiempo en que el arete me armaba problemas. Me dolía cuando cabeceaba, se me enredaba en el pelo, se me perdía en algún rincón de la cancha. Ya no. Ya ahora no. Tengo rato de tener este que tengo puesto.

¿Qué partidos se te vienen a la cabeza, sin querer, de vez en cuando? ¿Cuáles son tus goles tuyos favoritos?

El que jugamos contra Alemania en Italia 90, ni más ni menos que el equipo que después fue campeón de ese mundial, porque no tuvimos un solo minuto malo ni individual ni colectivamente, porque le metí ese pasé al fondo a Freddy para que metiera ese golazo, porque no ganamos, a pesar de que lo hicimos todo bien desde el punto de vista táctico, por cosas del fútbol. Nadie me deja olvidar el 5 a 0 en El Monumental, en Argentina, pero yo le tengo el mismo cariño que los aficionados porque todo estuvo de nuestra parte ese domingo contra uno de los más grandes equipos del mundo. Una vez, en un clásico Deportivo Cali contra América de Cali, que me fascinó porque le metí dos goles al portero Julio César Falcioni con el estadio lleno. El juego Colombia contra Milán en Miami, en las eliminatorias para ir a Estados Unidos 94, porque le dimos un baile a ese equipo. La final del fútbol colombiano de la que te hablé hace un rato, la del Junior, que ganamos porque metí ese balón que después fue gol de “El Nene” Mackenzie. 
    Me hace reír un gol que le hice desde la mitad de la cancha al Renato, a René Higuita, durante un clásico Medellín contra Nacional en el torneo de 1992. Fue raro el que le metí a Uruguay de cabeza en un juego de la clasificación a Estados Unidos que ganamos 4 a 1. Y, antes de ese, el que le hice a Emiratos Árabes en el mundial de Italia fue un golazo: mi amigo “El Berna” Redín, con el que nos volvimos dos futbolistas gemelos en el Cali, hizo el primero.
 
Tu partido de despedida comenzó con una frase tuya muy bonita: “esta fiesta es para todo Colombia que estará conmigo hoy como cuando jugaba la selección en el Metropolitano y todos éramos felices”.

Yo ese día le dije a Jaricho “así sí es bacano irse” apenas vi el estadio lleno. Fue una fiesta grande porque, aparte de mi familia, de mis colegas, de la gente del barrio, ahí estaban todos los amigos de afuera que me ha dejado el fútbol en todos estos años: José Luis Chilavert, Enzo Francescoli, Alex Aguinaga, Marcos “El Diablo” Echeverri, Iván Zamorano, Diego Maradona. De pronto la nuestra sí fue una época diferente: no sólo todos los equipos defendían sus historias, sus banderas, sus estilos de jugar, sino que estaban llenos de jugadores tan representativos como los que te digo que vinieron a despedirme del fútbol. No era que habláramos tanto en esos tiempos. Yo con Maradona, por ejemplo, me he cruzado un par de conversaciones apenas para que sepa que siempre seguí su carrera. Pero yo sé que él sabe, como los demás que te menciono, que acá en Colombia cuenta conmigo para lo que necesite. Creo que los de nuestra generación de latinoamericanos, los que jugamos en los últimos años del siglo pasado, no nos hemos dado cuenta ni de qué hemos hecho. Creo que de tanto respeto que nos teníamos acabamos por querernos.

Seguro que sigues jugando en alguna parte los fines de semana.

Claro que sí. Tengo un equipo en el campeonato del Sagrado Corazón de Barranquilla. Soy feliz jugando porque todavía tengo mi técnica. No he cambiado mayor cosa porque nunca fui un jugador de correr más de la cuenta. Me gusta mucho jugar. La gente va a animarme como siempre. Y me doy cuenta de que seguiría jugando en torneos si no fuera porque ahora juegan muchos pelaos de quince para arriba. ¿Y quién se le va a meter un pelao de esos por delante?

Después, como te decía al principio, has estado midiéndote todos los oficios: hacer comerciales, ser figura de reality show, comentar partidos internacionales en emisoras de afuera.

Yo vivo el momento. Estoy aquí, tranquilo, dedicándome a lo mío. Y siempre, a alguna hora, suena el teléfono. Si la propuesta es buena, si me explican bien cómo es el cuento, si me demuestran que no voy a salir embarrado por haberme metido, Dios no lo quiera, con la gente equivocada, yo ahí mismo me le mido. Aprendí desde joven a ser un futbolista retirado.

Mucha gente sospecha que los reality shows no son tan realistas como nos los pintan.

Yo estuve en el del Desafío, sobreviviendo a la isla, porque me había visto el anterior como si fuera una telenovela. Quería vivir esa experiencia. Pensaba lo que piensa la gente: “eso no puede ser tan duro”. Pero allá me di cuenta de que era peor de lo que podía imaginarme. Los tipos de las cámaras ni siquiera lo saludan a uno. Un día yo, empezando el concurso, les digo “buenos días” apenas me levanto a hacer mis cosas. Y esos manes ni con el culo ni con la boca porque no pueden saludar a ninguno. Al principio me emputaba la mala educación de esos malparidos. Después me fui acomodando al silencio hasta que caí en cuenta que los pobres no estaban haciendo nada más que su trabajo. Que trataban así tanto a los hombres como a las mujeres.

Los hombres costeños cargan con la fama de ser hábiles en el trato con las mujeres: ¿cómo te ha ido a ti en esos terrenos?

Sólo te puedo decir una cosa sobre ese tema: que yo con las mujeres he sido respetuoso pero no bobo.  

¿Cómo se te va el día cuando no aparecen ofertas ni partidos ni amigos de otros tiempos?

Paso por mi escuelita de fútbol. Hablo con el amigo con el que acabo de montar mi fundación para buscarles oportunidades a los que no las tienen. Si antes no rumbeaba casi porque no convenía, porque me cuidaba, ahora sólo salgo a comer con mi familia porque ya estoy viejo. Últimamente, si no ando metido en un comercial o en una vaina de esas, miro a ver cómo va el país. Antes sólo me interesaba lo que tuviera que ver con el fútbol. Salí en el comercial de Samper para la presidencia, por ejemplo, sin saber nada de lo que pasaba en Colombia más allá de lo que pasaba con la selección. La verdad no es que no me importara sino que no tenía tiempo para nada más. Ahora sí compro los periódicos para enterarme de todo. Ahora sí te puedo decir lo que pienso de todos nuestros enredos.

¿Y qué piensas, por ejemplo, de la supuesta obsesión del país por reelegir al presidente que tenemos?

Que tuvimos altibajos durante muchos años porque el uno venía a deshacerle la labor al otro como si fuera un director técnico nuevo. Y con este presidente hemos tenido una continuidad importante que nos hacía falta. Sin embargo, por lo mucho que lo admiro por inteligente, por sagaz, por camellador, pienso que lo mejor que puede hacer es irse apenas cumpla los ocho años. Que termine como el chacho, digo yo, que se vaya ya a lo grande como un futbolista que se va cuando está en su mejor momento. Sería bacano que se despidiera con la frente en alto, orgulloso, en vez de ponernos a aguantar a todos cuatro años más de peleas con los que no lo quieren, cuatro años más de “Uribe hizo esto o Uribe hizo lo otro”.  
 
Has ido en trenes, aviones, barcos, buses, carros, por todos los países del mundo: ¿te hace falta andar fuera de Colombia?

Falta no porque sigo viajando. Y porque nunca nada es lo mismo que estar en la casa. Pero gracias a Dios he podido viajar por todo lado porque me encanta ver cómo viven en otras ciudades. Se lo agradezco también a esta profesión, porque sin el balón, hermano, no sería la persona que soy. Yo te digo que el de futbolista es el mejor oficio del mundo. Gracias a las giras, y a los contratos con los equipos de afuera, he aprendido idiomas, mañas extranjeras, culturas. Ojo: nunca fue fácil vivir lejos los primeros días. Se piensa “esta vaina aquí solo”, “dónde me consigo un pescadito”, “yo qué estoy haciendo acá cuando podría estar allá”. Pero después uno se acomoda. Así en el fondo se sepa que la gracia es estar en donde están los de siempre.

¿En el barrio?

En Colombia, primero, porque el humor de la gente de acá no lo tiene nadie. Por esos sitios, en Estados Unidos o en Europa, no vas a poder golpear en ninguna puerta a pedirle al vecino un poquito de azúcar. Eso no existe por allá. En España las personas son más abiertas pero tú sabes que es distinto. No es lo mismo, de ninguna manera, que estar por estos lados. A mi me hace mucha falta mi casa apenas salgo, hermano, el calor humano no te lo pueden reemplazar por nada. Allá nadie te mira cuando sales. Acá te maman gallo desde que sales hasta que regresas: te gritan lo que sea, “Pibe cachón”, “mariguanero”, “marica”, cuando te ven pasando por el camino porque saben que estamos a mano. En Pescaíto los oigo decir “mira el perro aquel, volvió” porque por donde paso estoy en mi familia. Y todos me conocen. Y a todos los conozco yo.

Y te encuentras a Teresa Avendaño en la casa de siempre.

Ya la vieja murió. Se ponía brava, brava, brava porque le partíamos las ventanas de la casa con la pelota de caucho con la que jugábamos ahí en su calle. Tenía más balones que Adidas en el patio. Y nos miraba con cara de “por aquí no vengan” cuando nos la encontrábamos en alguna parte. Después, cuando nos empezó a ir bien, se puso feliz. Vivía orgullosa de mí. Sonreía mucho. ¿Para qué te digo yo mentiras? Creo que la gente de allá está orgullosa todavía. Voy cada semana a ver a mis viejos porque ahora sí tengo tiempo para hacerlo. Y los veo a todos muy contentos de verme. Te digo que ya se me está dando el regreso. Antes no iba. Iba una vez cada no sé cuánto. Ahora voy siempre. Porque yo sé ya dónde me voy a quedar. Ya sé que me va a llegar el freno de mano un día de estos. Y voy a decir “de aquí no me saca nadie, de aquí no me saca ni el ejército”. Yo me voy pa’ allá. Yo termino en Pescaíto. Yo la tengo clara.

La conversación es ahora la sobremesa de un almuerzo de familia al que Carlos “El Pibe” Valderrama nos ha invitado con la frase “acá se almuerza a las doce”. En la larga mesa del comedor, preparado para responder las preguntas que hagan falta, “El Pibe” se levanta la camiseta para explicar la razón de ser de sus tatuajes: el delfín lo hace pensar en la nobleza, el águila en “la viajadera” por el mundo y las iniciales en las mujeres de su familia. Responde “no, eso sí que duele” cuando le pregunto si le fue tan bien como le fue con la apertura del hueco para los aretes. Y pregunta “¿quieren repetir algo?” después de que su esposa Elvira nos hace la misma propuesta. Es él, en realidad, el que tiene ganas de servirse un poco más. Se mete a la cocina en busca de otro plato de arroz.

Cuenta como si nada, de regreso en la mesa, las mil veces que han querido meterlo en política. Explica que, a no ser que llegue el carnaval a Barranquilla, poco se animan con Elvira a salir a bailar. Confiesa que a su perro consentido, a Flappy, se le cae el pelo siempre que pasan muchos días separados. Le pregunto qué significa la sigla “DUO” que lleva en la camiseta negra que tiene puesta. Me dice que “Demos Una Oportunidad” es el nombre de la fundación (que no busca nada aparte de eso: ayudarle a las personas a las que la sociedad se resiste a darles el chance) que acaba de montar con ese amigo al que conoce hace un poco más de un año: el amigo del que me estaba hablando. Anuncia que el lanzamiento del nuevo oficio, el de benefactor, será un partido amistoso que se jugará a finales de noviembre en Bogotá. Es casi seguro que la selección colombiana de Francisco Maturana se enfrentará, ese día, a los amigos de afuera dirigidos por Salvador Bilardo.

Con esa noticia llega la hora de irnos al estudio de la calle 54 en donde Niels Van Iperen, el artista que ha retratado a Neil Young, a Michael Stipe y a Elvis Costello (para nombrar, nada más, los primeros que vienen a la cabeza) le tomará las fotos increíbles que se ven en la revista desde la portada. El mismo recoge los platos mientras Elvira resuelve no sé qué cosas en la cocina. Dice “déjense atender” antes de que nos atrevamos a acomodarnos en la silla. Y nos invita a la sala a tomarnos un café que le abrirá paso a la tarde. Salimos a la calle, entonces, porque es la hora de las fotografías. Y poco a poco, cuando la gente se voltea a saludarlo, cuando aquella mamá le pide que se deje tomar una foto con su bebé recién nacido, cuando alguien le grita “mono: te vi bien en el partido del domingo”, resulta inevitable aceptar que vamos por ahí con “El Pibe” Valderrama.

Lo que pasa es que él se lo toma como si el mundo entero fuera su pueblo. Y no pierde ni un minuto sintiéndose más ni menos que nadie.

El respetado entrenador César Luis Menotti dijo: “Carlos Valderrama es el mejor texto sobre fútbol que se puede leer”. Los archivos microfilmados de las bibliotecas del planeta están plagados de elogios como ese. Pero este hombre va por la calle como si no hubiera pasado nada. Sabe bien quién es. Sabe de memoria que logró todo lo logrado. Su estrategia no es la falsa modestia, de ninguna manera, sino la comprensión de que lo suyo no ha sido más que hacer bien un trabajo. Por eso, no porque sea un tipo simple que repite “todo bien” con el pulgar levantado, no porque tenga la mente en blanco de los monjes zen, es capaz de aguantar esta sesión de fotos con el número diez tatuado en su espalda sin quejarse una sola vez. Su paciencia es absoluta. Su actitud nunca deja de ser la misma actitud buena porque es, ante todo, un hombre práctico. Se dice a sí mismo “estoy aquí ahora” porque no hay otra manera de tomarse una experiencia.

Viéndolo sentado en la silla de productor, sin ínfulas de nada, es fácil concluir que no hay nadie extraordinario en este mundo. Pero que pueden contarse con los dedos de la mano las personas que a pesar de todo alcanzan, como “El Pibe”, la gloria de ser hombres corrientes.