Las primeras planas de los periódicos han amanecido invadidas por los discursos patrioteros que se han puesto de moda, por una manada de chismes sobre estrellas egocéntricas que sienten nostalgia del primer mundo, por un arrume de entrevistas a tipos condescendientes que no dicen lo que piensan. Así que esta vieja casona del bogotanísimo barrio Teausaquillo, este lugar manso en el que la banda Aterciopelados está a punto de ensayar las canciones que interpretará en el lanzamiento de su nuevo álbum, es el refugio ideal para pasar la mañana del martes 10 de marzo. Aquí la gente es como es. Aquí uno puede decir “no estoy de acuerdo”. Y todo el tiempo tiene la risa en la punta de la lengua. Son ellos dos los que lo han dicho: “siga no más: esta es su casa”.
La fachada carmín del lugar, adornada por pequeños balcones de matas, no se parece a ninguna fachada de la cuadra. El pasillo de la entrada está decorado por versos sueltos de canciones del grupo. La habitación de enfrente, la primera que se ve cuando se da el primer paso adentro, es la bodega en donde guardan los discos que han comenzado a publicar a riesgo propio.
Las casas se parecen a sus dueños. Y la de Aterciopelados, que les sirve de guarida a la hora de trabajar, hablaría por ellos si uno se colara apenas se fueran de gira. El ladrón juzgaría por su condición: un cínico despreciaría “por kitsch” la tetera con forma de corazón, un arribista se reiría de los pisos “por rudimentarios” y un yuppie agringado renegaría, “por cursi”, de la arquitectura de tiempos mejores. No me pidan a mí, un ladrón que respeta lo ajeno, y no soporta la música arrodillada de tantos falsos “embajadores de la música colombiana”, que este perfil de dos cabezas sea mucho más que una celebración de una identidad perseguida. Yo veo, en todos los gestos de esta casa, las huellas de un par de artistas que se han tomado el trabajo de ser como son cuéstele a quien le cueste.
Andrea Echeverri se sienta al lado de Héctor Buitrago sobre una mesa de madera. Se nota que, en este punto de la película, son un par de hermanos. Ella, de pelo negro largo, cara lavada y pinta sonriente de estar en casa, reconoce que es la autora de las cerámicas meticulosas que se encuentran en la estantería de la pared del lado. Él, cómodo dentro de su propio cuerpo, le pide que no desmonte el pesebre que está en el cuarto de los instrumentos musicales “porque les quedó muy bonito”. De vez en cuando aparece alguno de los músicos de la banda en la puerta de la entrada. De vez en cuando pasa Jacinto, el bebé recién nacido de ella, en los brazos de una señora amable que nos ofrece algo de tomar para que la conversación no se nos seque.
Se acomodan en la mesa como un par de niños turcos. Están listos para hablar. Y yo, que he oído hoy, ayer y antes de ayer ese nuevo álbum titulado Río, les pregunto de una vez si hay temas de los que es mejor no cantar en este país belicoso que quieren vendernos a la brava. “Yo creo que nosotros nunca nos hemos mordido la lengua”, responde ella, “ha habido discos que hemos empezado a grabar diciéndonos ‘ay, no, esta vez pensemos sólo en paz y amor’, pero al final siempre hemos grabado canciones que saben que las cosas están al revés”. “Yo creo que justamente, dado el ambiente político que nos agobia, este es el momento de no callarse nada”, agrega él. “A veces se siente ese cansancio de quejarse de lo mismo, claro que sí, pero las cosas están tan paranormales que se vuelve imposible quedarse quieto”.
Ella piensa en voz alta: “al menos decirlo, al menos quejarse, al menos compartir el dolor”. Y él completa la idea: “porque, así no les digamos a esos tipos por el nombre, siempre se sabrá de quiénes estamos hablando cuando hablemos de los armaguerras, de los fumigaparques, de los villanos que mueven los hilos”.
Las dos cabezas de Aterciopelados, socios musicales desde hace 17 años, creen firmemente en las canciones que protestan: se dejan poseer por “ese espíritu de arma de cambio” siempre que se sientan a escribir. Río, que será lanzado en el teatro Metro este viernes 27 de marzo, es la prueba de que el grupo es incapaz de cantar algo que sobre: sus trece canciones valientes (vienen a la mente Tréboles, Día paranormal, Bandera, Ataque de risa y Agüita) son plegarias a la vida que avanzan palabra por palabra, que se dejan llevar por una corriente de sonidos semejantes a los sonidos del mundo y se resisten a perderse en el mismo aire en el que se pierden las tonterías falsamente positivas que gobiernan las emisoras.
Ella les busca acordes, en su guitarra melancólica, a los versos que se le ocurren cada vez que abre su cuadernito: “en la ducha salen cosas maravillosas”, dice. Él se encierra días enteros en el estudio, con su asombro de antropólogo, a armar minuciosos ríos sonoros que parecen venir del comienzo de los tiempos: “la electrónica se me ha vuelto una manera más efectiva, más orgánica, más cósmica, de comunicarme”, confiesa. Y cuando los dos se encuentran, cuando el uno le muestra al otro lo que ha estado haciendo “por allá lejos”, corrigen a muerte los borradores hasta que queda “esa cosa rarísima que somos nosotros”. Así es. Así ha sido siempre. Así compusieron pequeñas joyas como Don Dinero, Panal, Rompecabezas, El Álbum, Maligno, No necesito, La culpable, La pipa de la paz, Bolero falaz, Sortilegio.
Sus canciones se han parado frente a todos los que quieran oírlas, primero con ira, después con ironía y más tarde con compasión, a parodiar la estrechez vergonzosa de la sociedad bogotana; a recordarle a la provinciana capital de Colombia que no sólo queda en el país sino que también queda en el mundo; a celebrar la tradición de esa música popular que se queja de las mezquindades humanas; a exigirle al planeta devoción por el planeta; a reclamarles a todos “respetico por la mujeres” porque todo empieza en ellas. A veces suenan ingenuas. A veces parecen trabalenguas impúdicos. Pero oírlas con cuidado, como ellos lo hicieron en este estudio de grabación que parece el laboratorio de un científico loco, siempre ayuda a empezar un diálogo con ellas.
“Al comienzo nos importaba cinco, no nos sentíamos responsables por nada ni por nadie, pero después, cuando publicamos El dorado, fuimos conscientes de que la gente nos estaba escuchando”, dice ella, “y entonces, apenas nos dimos cuenta de que este trabajo es una tremenda transmisión de energía, tomamos la decisión de dejar la mala vibra”. “Un día quisimos gritar ‘hey, muchachos, sígannos, cambiemos que se vinieron los cambios’, sin olvidar que sólo somos dos músicos en un mundo gigante, y sin caer en esa propaganda barata que nos hace sentir buenos a todos, porque notamos que mucha gente nos estaba oyendo, que el sistema capitalista no daba más y que en este nuevo medioevo no estábamos para ambigüedades”.
Ella se dice a sí misma la moraleja: “la verdad es que no es fácil componer una buena canción”. Él la acompaña en la idea: “eso de decir algo que valga la pena es realmente complicado”.
Pero tiene que ser aún más difícil ser ese par de personas consistentes. Los dos han puesto en escena lo que cantan, día por día, desde hace más de veinte años. No sólo han dicho lo que piensan. También han hecho lo que han dicho. Fueron fieles a sí mismos cuando interpretaron El estuche (“mira la esencia / no las apariencias”) ante el confundido auditorio del reinado de belleza de Cartagena. Se atrevieron a marchar ese día del año pasado en que el gobierno “sugirió” no marchar. Hace muy poco, a petición de Amnistía Internacional, grabaron una escalofriante versión de su exitosa Canción protesta (con ellos cantan, en varios idiomas, personajes como Hugh Masekela, Angelique Kidjo y Natalie Merchant) para conmemorar los sesenta años de la declaración universal de los derechos del hombre. Se sumaron con fervor, desde finales del año pasado, al empeño de salvar el río Bogotá.
“Que valga más el agua que el billete”, exclama ella, mamando gallo, con el puño arriba, “mejor todavía: que no haya billete”. Él le dice “es increíble que no nos hayamos reconciliado con el río” con una sonrisa que responde.
Sé que es difícil de creer. Sé que “los verosimilistas”, como los llamaba Hitchcock, estarán pensando “no lo creo: no puede haber personas como esas”. Sé que los detractores de la banda, esos críticos de la línea dura que insisten en que hay que escribir letras opacas si se quiere hacer verdadero arte, esos aficionados cansados de embelecos chamánicos que ponen los ojos en blanco cuando los oyen cantar “ay, pacha mamita, eres la cosa más bonita”, y esos analistas que no soportan que ella venga celebrando su maternidad, a los cuatro vientos, desde hace un par de discos, sospecharán una vez más de las buenas intenciones de Aterciopelados. Hago, en nombre de ellos, esta contrapregunta: “¿no tiene algo de falso quejarse del capitalismo cuando se venden cientos de miles de discos?”
Y ella advierte: “yo creo que podría ser un sistema mucho más justo”. Y él explica: “no estamos en contra del capitalismo sino de la manera como el capitalismo explota al mundo: las cosas sí se pueden hacer de otra manera”.
No son un par de hippies sonrientes que viven de las gracias. No. Pero está claro que tampoco son un par de mercachifles ambiciosos. Y que en verdad les basta lo que tienen. Son como son. Y cada vez lo son más. Todo lo que han hecho en la vida, “montar nuestro propio bar, componer nuestras propias canciones, cantar en español, creer en una estética bogotana, luchar contra el cliché del rockero maldito”, lo han hecho en busca de una identidad que siempre están a punto de alcanzar.
Siguen sintiendo que el mundo de la farándula “es un poquito raro”. Se mueren de la risa cuando recuerdan que ella (“usted no”) salió en las listas de los peores vestidos del Grammy “a pesar de que nos pusimos la pinta”. Y cuando se les pregunta cómo hacen dos estrellas rockeras de lavar y planchar, dos artistas serios con egos comunes y corrientes, para enfrentarse con una multitud de treinta mil personas sin convertirse en líderes fascistas, ella se lanza a decir “a mí todas las veces me da susto: me tomo mis anatoles, cierro los ojos mientras canto y no le grito al público ‘todos con las palmas’ ni ‘todas las mujeres pa’ delante’ porque me muero del engorre”, y él se atreve a concluir “ni modo: somos tímidos, contenidos y malos actores sobre el escenario”.
Esta es la era de Aterciopelados. Sobrevivieron más que bien a la época de las grandes disqueras multinacionales, ya lo sabemos, se ganaron todo lo que un artista como ellos podía ganarse, pero se ven mucho más cómodos en los tiempos del ‘hágalo usted mismo’, de salir a la calle a ganarse la vida, de lanzar botellas al mar por Internet. Después de años de soportar “que decidieran por nosotros los siguientes seis meses de nuestras vidas”, superada “esa etapa en la que nos mandaban a programas de chistes verdes a cantar Baracunatana con doce nenas en bikini bailándonos detrás”, y cansados de una industria en la que “las disqueras moribundas quieren agarrar porcentajes de los toques a como dé lugar”, se han convertido en sus propios managers.
Y su primer acto de gobierno ha sido llevarse su trabajo a una importante disquera independiente de Los Ángeles, Nacional Records, que les ha cuidado sus canciones con el amor de quienes sí están en el negocio porque la música es su vida.
¿Por qué la gigantesca BMG, hoy fuera del país, les permitió grabar tantas rarezas? ¿Por qué esos ejecutivos conservadores, que le decían a ella “por qué no te pones una ropita más decente”, los dejaban cantar “y te cagaste de risa” como si no pasara nada? “Porque vendíamos muchos discos”. ¿Por qué la relación con esas grandes empresas se fue resquebrajando disco a disco? “Porque se les metió en la cabeza que íbamos a vender muchos más de los 200 mil discos que llegamos a vender, porque se gastaban nuestra plata en comidas enormes, porque querían vender como locos sin estar enamorados del producto”. ¿Y qué tuvo que pasar para que tomaran la decisión de abandonar las multinacionales? “Tuvimos que vernos en una sala avejentada, con la integridad a punta de doblegarse, rodeados de señores de corbata diciéndonos ‘ustedes son un fracaso absoluto’ porque sólo habíamos vendido 90 mil copias”.
Río prueba que no van a hacer más concesiones. Que, como dice ella, “la música de verdad es más importante que el billete”. Y que, como dice él, “todavía tenemos muchas cosas por decir”.
Las melodías envuelven una vez más. Y los versos siguen siendo aquellas frases inesperadas, “el borrachero perfuma todo el jardín / y un zumbido de diez abejas locas por su néctar / sonoriza el paisaje”, “que quién es usted / que dónde nací / entonces no puede venir por aquí”, “agüita dulce / agua salá / límpiame las penas / lava la maldá”, que pasan con la extraña inocencia con la que han pasado siempre. Suena acorde, por fin, que su campaña publicitaria se vaya a hacer en papel reciclado “hecho en casa de Andrea”, que sus lanzamientos vayan a estar amarrados siempre a causas ambientales, que todo lo que viene, los principios que defenderán, los discos que vendrán, todo, vaya a comenzar desde esta vieja casona del barrio Teusaquillo.
Esta casa que se ha dejado invadir por los dibujos de la artista del graffiti, Bastardilla, que se inventó la carátula del álbum. Esta casa a la que han terminado de llegar, uno por uno, los demás miembros de la banda.
Ya es la hora del ensayo. Ya se oyen, en el cuarto que da contra la calle, los primeros acordes.
Hay una radio encendida en el segundo piso. Alguna emisora promociona estereotipos e invita a callar mientras hablan los pocos que tienen una voz. Todo lo contrario a lo que pasa en este refugio. Sospecho, mientras nos tomamos los cunchos del café para dar por terminada la conversación, mientras le echo una última mirada a este sitio que de objeto en objeto revela el humor particular de Aterciopelados, que ser humano no es más ni menos que dejar constancia. Quizás por eso me despido con la frase “se nos olvidó hablar de que todas las canciones están llenas de chistes”. Él se anima a decir “sí que hacen falta chistes en las canciones que andan por ahí”. Ella se apura a aclarar: “pero como dice un amigo: nosotros somos muy serios con nuestras güevonadas”. Y yo puedo irme de ahí, entonces, como si fuera a volver al día siguiente.