La verdad es que el mundo no se va a acabar. La verdad, después de toda la histeria, más allá de los escándalos y la santiguadera, a pesar de las prohibiciones, las advertencias y los regaños de los padres, los lideres religiosos y los profesores, es que el mundo siempre será aquel dado roído hasta la redondez que César Vallejo denunciaba, esa ficción que según Jorge Luis Borges iba y venía de la biblioteca, ese infierno lluvioso en el que, según Ernesto Sabato, no obstante cada una de las evidencias, conservamos la esperanza, ese lugar en donde respiramos, caminamos de una esquina a la otra y nos enamoramos. La verdad es que, a pesar de la llegada de la Internet y de la generación que vive, nace, crece y crecerá bajo sus métodos y sus posibilidades, el hombre siempre será el hombre, y la muy sospechosa idea del progreso será, como siempre, el hasta hoy famoso traje invisible del emperador.
La idea es que ha llegado a mis manos el libro Creciendo en un entorno digital: la generación net, escrito por Don Tapscott y editado por McGraw Hill y RCN radio, que he leído el artículo titulado Generación www.com, editado sin firma por la nueva revista Cambio, y que, aunque ambas lecturas me han parecido agradables, útiles y muy interesantes, he llegado, una y una y otra vez, a las mismas conclusiones.
Supongo que lo mejor es ir por partes: si es cierto que una generación es, según el diccionario de la Real Academia, un “conjunto de personas que por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos”, también es cierto, entonces, que lo que la revista denomina “generación.www.com” y el libro bautiza “generación net”, no es otra cosa que el conjunto de hombres que presentan un comportamiento similar porque, por haber nacido y crecido en el transcurso de los últimos veinticinco años, han recibido la educación y los influjos sociales y culturales de lo que ocurre en los juegos electrónicos, los computadores y la red.
Pero si todo lo anterior es cierto, entonces ¿qué ocurre en los juegos, los computadores y la red, y cómo se comporta la nueva generación? En Internet ocurre el mundo, como en el aleph, la esfera protagonista del cuento de Jorge Luis Borges, pero, como en el cuento, el mundo ocurre bajo la forma de la ficción: es cierto que en la red los hombres se enamoran, van a fiestas salvajes, tienen encuentros sexuales que harían sonrojar al Marqués de Sade y a la Madre Teresa de Calcuta al mismo tiempo, hacen amistades, inventan palabras y lenguajes especiales, pero también es cierto, claro, que todo lo anterior tiene lugar dentro del marco de la ficción, porque, no obstante sería ridículo negar esa realidad que es la red, es dolorosamente obvio que se trata de una realidad fingida, simulada, en la que se vive y se interactúa como podría vivirse e interactuarse en una novela o una película. En la red tenemos amigos, pero no los vemos. Vamos a fiestas, pero no nos movemos de nuestros asientos. Tenemos aventuras sexuales, pero sin riesgos. Y aunque es evidente que de eso se trata (de no vernos, de no movernos, de no correr riesgos), y aunque debemos reconocer el milagro y sus bondades, no podemos negar que se trata de una más de nuestras ficciones, que la red es otro de nuestros maravillosos recursos para soportar el mundo y sus horrores.
El libro y el artículo de la revista coinciden en el retrato del típico representante de la nueva generación: independiente, franco, libre, innovador, inmaduro, curiosamente desinformado, buen negociante, muy tolerante y confiado, el hombre de la generación en red no sabe a ciencia cierta qué cosa es un manual, opera por instintos y no cree en sus profesores, ni en sus líderes religiosos, ni en sus padres, porque, básicamente, los adultos saben menos del mundo que ellos mismos. La nueva generación tiene el texto del mundo a la mano, y a sus mayores (a los de la generación equis, los de la radio y la televisión) no les queda otra cosa que inventarse una serie de pretextos para que interpreten ese texto como quieran.
Pero, claro, es mil novecientos cuarenta y tres, muchísimos años antes de la publicación del artículo y de la revista, y Carlos Argentino, el poeta inepto del cuento de Borges, dice que el hombre de nuestro siglo vive “en su gabinete de estudio provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines”, dice que “para un hombre así el acto de viajar es inútil”, que se ha transformado la fábula de Mahoma y las montañas, ahora, llegan hasta el moderno profeta. Y, claro, es mil novecientos noventa y ocho, un año antes de mis lecturas, y Ernesto Sabato asegura que “el hombre no progresa, porque su alma es la misma”, recuerda que, según el Eclesiastés, “no hay nada nuevo bajo el sol”, y con esto quiere decir que, a pesar de los inmensos avances tecnológicos, el corazón del hombre es siempre el mismo, “empujado a nobles heroísmos, pero también seducido por el mal; la técnica y la razón fueron los medio que los positivistas postularon como teas que iluminarían nuestro camino hacia el progreso”, pero la verdad es, un año antes del fin de nuestro siglo, que las nuevas generaciones, comparadas con sus antecesoras, siempre han sido independientes, francas e innovadoras, que nunca han creído en sus mayores y siempre han repetido sus errores, que los buenos profesores, desde siempre, sólo han podido inventar pretextos para conducir a sus alumnos hacia el mundo, y que hoy no sabemos más ni menos de nuestras motivaciones, de los alcances de nuestro espíritu, de la naturaleza de nuestra vida en la tierra, y que es por eso, quizás, por lo que aún leemos a Cervantes, a Shakespeare, a Borges, a Vallejo, a Sabato.
La verdad es que el mundo, sin embargo, y a pesar de los nuevos romances, las nuevas peleas, los nuevos viajes, las nuevas injusticias, los nuevos divorcios, las nuevas familias destrozadas, los nuevos crímenes y los suicidios vía Internet, no se va a acabar sino hasta que tenga que acabarse. La verdad es que el hombre vive su vida en una soledad profunda desde el principio de los tiempos, que se ha aislado de los otros desde hace varios siglos y siempre se ha enamorado, siempre ha viajado, siempre ha cometido injusticias, y siempre, ante el panorama horroroso del mundo, se ha planteado la posibilidad del suicidio. La verdad es que lejos de las teorías y muy, pero muy lejos de la generación en red, el ochenta y cinco por ciento de la población del mundo, que es una forma de decir “casi todos los hombres de la tierra”, aún vive con hambre, sin la menor posibilidad de hacer amigos por obra y gracia de la tecnología, convertido en cifras (el ochenta y cinco por ciento en la pobreza, por ejemplo, doscientos cincuenta millones de niños explotados, si se quiere), puesto de rodillas y sin saber que ya no manejan sus vidas desde el primer piso de los escritorios, sino desde arriba, desde lo que ahora llaman el ciberespacio.
No es el fin, ni más faltaba, no hay nada nuevo bajo el sol: según los observadores educados en las cifras y los números serios (ellos son, al final, quienes rotulan cada una de las generaciones, quienes escriben libros sobre generaciones que, según ellos, no leen) la razón y la vida humana son conducidas ahora por Internet y ahora se desarrollan más rápido que nunca. Y mientras los teóricos sacan sus conclusiones, el hombre (él es, al final, quien vive dentro o fuera de la red) aún intuye y no puede expresar su propia angustia, invade con la magia, la ficción y la fe cada uno de sus movimientos y, mientras crece, mientras es bautizado y ubicado en alguna de las generaciones, se atreve a responderle a sus mayores que en verdad no pasa nada, que esto es la vida, que este progreso alarmante y creciente es sólo un nuevo traje, un traje invisible que, a pesar de su avanzada confección, y como en el cuento de Andersen, no logra cubrir los mismos temores, los mismos instintos, los mismos horrores de siempre.
©1999, El Espectador y Ricardo Silva Romero