Iba y venía. Estaba en la memoria de Paul Simon. Era la historia del hombre de la capa, y siempre, siempre que la recordaba, ante semejante panorama de miserias, injusticias y tragedias, le traía a la mente la pregunta de si en verdad serían posibles el perdón y la redención en este mundo.
Paul Simon: fue la noticia sensacionalista del 59. Era muy tarde en la noche del 30 de agosto, y The Vampires, una pandilla de adolescentes del lado Oeste, salió en la búsqueda de una pandilla irlandesa. En el camino se enfrentaron con un grupo de jóvenes –no tenían nada que ver con ninguna banda, pero se encontraban en el lugar equivocado, en el momento equivocado- y, en medio de la confrontación, un joven de dieciséis años apuñaló a dos transeúntes hasta causarles la muerte.
Los testigos lo describieron como un puertorriqueño con una capa negra. Las autoridades –que soportaban los crímenes de los blancos, pero no estaban dispuestos a tolerar las porquerías de los latinos- reaccionaron con toda la violencia del caso y casi de inmediato emprendieron la búsqueda. Unos días después lo capturaron.
Paul Simon: era el verano entre el colegio y la universidad, y él estaba en todos los periódicos y los noticieros de televisión. Era un niño de mi edad. Un niño con esa mirada. Se llamaba Salvador Agrón y, como una huella del rock, se parecía a los cincuenta.
Estaba en todas las pantallas. Parecía un demonio. Su mirada era fría y su voz era cortante. Habían encadenado sus manos y sus piernas y no se mostraba arrepentido de sus actos. La policía le preguntaba por qué lo había hecho y él respondía que le había dado la gana. La prensa le preguntaba qué sentiría si lo condenaran a la silla eléctrica y él respondía que no le importaría que lo quemaran siempre y cuando su madre pudiera ser testigo de la escena.
Era el final de los cincuenta. Nueva York era una torre de Babel plagada de pandillas. West Side Story, la versión de Leonard Bernstein y de Stephen Sondheim sobre la historia de Romeo y Julieta, era un éxito en Broadway, y no lo era sólo por narrar la tragedia de Shakespeare por medio de un estupendo y muy sofisticado musical americano, sino, sobre todo, porque se enfrentaba a un drama del presente de ese entonces.
The Mighty Mau Maus. The Crowns. The Savage Skulls. The Fordham Baldies. En cada parque había una manada de adolescentes salvajes. Había que salir a la calle con todo el cuidado del mundo. Porque si uno era italiano, quizás un grupo de irlandeses podría torturarlo. Si uno era irlandés, podría sufrir el ataque de una banda de puertorriqueños. Si uno era puertorriqueño, tenía a cada policía, a cada periodista y a cada padre de familia en su contra.
Juan González: ninguna pandilla neoyorquina obtuvo la gloria, salvo cuando los medios se la quisieron otorgar. El arresto y el juicio de Salvador Agrón, por ejemplo, estuvo en las primeras planas durante varias semanas. El apodo de el hombre de la capa fue acomodado por la prensa con la esperanza de venderle al público un demonio. En el Daily News de ese día puede verse la fotografía de un reportero con una capa como la que Agrón utilizó para cometer sus crímenes.
Por supuesto: Nueva York era un nido de ratas. Pero era, así mismo, una suma de voces, de culturas, de canciones. El rock and roll acababa de nacer y en la ciudad no era tanto una síntesis de la música negra y la música blanca, sino, más bien, una religión de todos los sonidos que cruzaban por las calles. Eso era, quizás, lo que le fascinaba a Paul Simon. Que en las esquinas de su ciudad había cuartetos de doo wop, trompetas de salsa, guitarras de folk, bajos de jazz, acordes de blues y todo tipo de percusiones. Que en su ciudad estaba el sur y el norte y todos los países de todos los continentes del mundo. Que Nueva York era el final de todos los sonidos.
Eso era. Por eso tenía que ser músico. Por eso se hizo amigo de Art Garfunkel. El tiempo de los Beatles le cayó encima y su vida se movió muy rápido a partir de ese momento –trabajó en un par de estudios de grabación, se dedicó a componer sus propias canciones, formó Simon & Garfunkel con su amigo y, en vista del fracaso del primer disco del dúo, viajó solo a Europa y se dejó contaminar aún más por la música folk- hasta cuando, a pesar de todos sus planes, una periodista de la BBC fue testigo de sus canciones en un club de Londres.
Judith Piepe: supe que Paul era la realidad, que era un profeta verdadero, una gran voz del presente. Fui hasta el escenario y le dije: “pienso que eres un gran artista”.
Muy pronto todos pensaron lo mismo. The Sound Of Silence, una canción perdida en el primer disco de Simon & Garfunkel, desbancó al We Can Work It Out de los Beatles y terminó en el primer lugar en las listas de éxitos de Norteamérica. Cualquiera se hubiera sentido en la gloria. Pero no. El no. El estaba enamorado de Londres. Se sentía encantado con la idea de estar fuera de su país. El éxito significaba el regreso. Y volver era como emprender el segundo acto de una historia.
Y así fue. Volvió a Nueva York. Se reunió con Art Garfunkel. Enfrentó todo su éxito. Y en los siguientes cinco años, en nombre del dúo, y bajo la mirada del público, de la industria y de la crítica, compuso algunas de las canciones y los discos más célebres del siglo anterior.
Harry Sumrall: Simon & Garfunkel fueron la calma en la tormenta del rock de los sesenta. Mientras los Beatles buscaban su horizonte y grupos como Cream definían al rock como una forma virtuosa, Paul Simon y Art Garfunkel pusieron su marca con sublimes armonías vocales y canciones atemporales que borraron los límites entre el rock, el folk y el pop. Homeward Bound, Mrs. Robinson y Bridge Over Troubled Water no pertenecían a ninguna corriente o tendencia. Existían como elocuentes, poéticas y necesarias piezas musicales.
Por supuesto: todos los grupos se terminan. Todos los movimientos entran en decadencia. Los sesenta se agotaron, y así como los Beatles se dejaron atrás a sí mismos, Paul Simon y Art Garfunkel comenzaron a aburrirse de simular una amistad que siempre había sido verdadera.
Lo que nadie sabía era que el segundo acto apenas comenzaba. Paul Simon hasta ahora empezaba a explorar con las palabras y con los sonidos. Aún faltaban unos veinticinco años de viaje. Faltaban sus descensos a los infiernos del blues, el jazz, el gospel, el doo wop, la salsa, y las músicas andina, brasileña y sudafricana. Faltaban siete discos, una película y unas ochenta canciones para llegar, de nuevo, hasta la historia del hombre de la capa.
Faltaban los setenta y los ochenta. Dos malos matrimonios y un buen hijo. Faltaban los premios y las colaboraciones con algunos de los mejores músicos de todo el mundo. Faltaban todos sus viajes y todos sus hallazgos. Desde su primer disco como solista, y por medio de un asombroso viaje de descubrimiento al interior de la forma literaria de la canción, Simon se alejó del estrellato y, aferrado a sus convicciones y a su anacronismo, asimiló las músicas del mundo, las incorporó a la esencia de sus composiciones y así se convirtió en uno de los artistas más interesantes de su generación.
Phillip Glass: Paul Simon es, simplemente, uno de los principales compositores de los tiempos modernos, y es responsable de más obras de largo aliento que cualquiera de los escritores de su generación. Habría que pensar en compositores como Porter, Gershwin y Berlin para encontrar un talento comparable. Los últimos discos de Paul Simon –Paul Simon, There goes rhymin’ Simon, Still Crazy After All These Years, One-Trick Pony, Hearts and Bones, Graceland, The Rhythm of the Saints y You’re the One- se levantan como pilares de la invención musical y como una religión de culturas que ha elevado demasiado los estándares para aquellos que aspiran a los horizontes de la nueva música.
Era el final del segundo acto. Venían los reconocimientos. El telón –el mismo que bajaba detrás de la carrera de Paul McCartney y de Bob Dylan- comenzaba a descender y ya sólo quedaban los aplausos. Pero no. El no. Una historia iba y venía en su memoria. Era la biografía de Salvador Agrón y siempre, siempre que la recordaba, le traía al alma la pregunta de si de verdad serían posibles el perdón y la redención en esta vida.
La aventura del hombre de la capa era, desde su punto de vista, un resumen de sus obsesiones, sus preguntas recurrentes y sus hallazgos musicales. Primero que todo –“preserva tus recuerdos: es todo lo que te queda”- estaban la memoria y el paso del tiempo. Después venían la idea de la búsqueda de una tierra de gracia y la del descubrimiento de una fe contra todos los pronósticos. Estaba la pregunta de si podría vivirse en paz en este mundo. Y, sobre todo, y bajo todo, la intuición sobre la música como el único canal para la comunicación entre los antagonistas.
Paul Simon: comencé a pensar en el hombre de la capa a comienzos de los noventa. Su historia sugería un examen de corrientes musicales que, como el relato mismo, iban desde Nueva York hasta Puerto Rico. Era una oportunidad perfecta. Podía escribir canciones como las de los cincuenta. Podía escribir canciones latinas y regresar a lo que, en mi juventud, veía como una exótica subcultura.
Fueron siete años de trabajo. Entrevistó a docenas de personas que conocieron a Salvador Agrón y al mundo en donde creció. Habló con su hermana y con su madre. Visitó las cárceles en donde estuvo encerrado y viajó varias veces a Puerto Rico. Y cuando –así lo había hecho con Brasil y con Sudáfrica- asimiló las músicas del caribe, y cuando aprendió el mundo del hombre de la capa, le contó la idea completa a Derek Walcott.
Walcott era su amigo. Era el Premio Nobel de Literatura de 1992. Pero era, sobre todo, un poeta y un dramaturgo que había admirado desde siempre. Sus obsesiones –la historia como un océano que viene y va, el silencio del mundo ante la tragedia de los hombres- y su origen caribeño lo convertían en el perfecto candidato para entender y completar la historia de Salvador Agrón.
Paul Simon compuso treinta y ocho canciones y, mano a mano, escribió el libreto y las letras con su amigo. Poco a poco reunió a un extraordinario grupo de trabajo. Eligió a Ruben Blades, a Marc Anthony y a Ednita Nazario para los papeles principales. Trabajó con Bob Crowley en los diseños de escena y con Mark Morris en las coreografías. Y cuando, después de dos años de ensayos y de ajustes, presentó la obra en el Marquis Teather de Broadway, el público, el primer público de The Capeman, no paraba de aplaudir. Era un poema prodigioso que, por medio de mambos, salsas, bombas, doo wop y rock and roll, elevaba una pregunta y aseguraba que “el tiempo es un océano de lágrimas interminables”.
Paul Simon: el musical comienza el día cuando Salvador Agrón termina de cumplir con su condena. Viaja a Nueva York, a la casa de su madre, al barrio de antes, y es entonces cuando su memoria viaja a través de toda su vida.
Así comienza The Capeman. Agrón recuerda –aprendió a escribir en la cárcel: son sus versos- que nació en Mayagüez, en Puerto Rico, el 24 de abril de 1943, en un hogar dividido por el fanatismo religioso y el alcoholismo del “matrimonio roto de mis padres, dos pobres trabajadores que muchas veces no tenían trabajo”. Esmeralda, su madre, para escaparse del alcohol, las infidelidades y la pobreza de Gumersindo, su esposo, decidió irse con sus dos hijos a vivir y a trabajar al Asilo de los pobres. Las monjas le pagaban ocho dólares diarios. Y al comienzo fueron una salvación. Pero pronto, muy pronto, y cada vez que podían hacerlo, abusaban sexualmente de Salvador y de su hermana. Son sus propios versos: “una pervertida estimulando oralmente mi órgano infantil”.
Aura Agrón: las monjas nos dejaban encerrados con los enfermos mentales del convento. Nos apiadábamos de su condición –pasaban los días y las noches desnudos y con las manos y los pies encadenados- y los bañábamos con una manguera.
No fueron los peores años de la vida. La madre se casó con Carlos González, un pastor protestante –quería recuperar a sus hijos y escapar de la miseria-, y juntos decidieron mudarse a Nueva York. Estados Unidos era un infierno. Salvador se la pasaba en el hospital –“me enfermaba y sólo me salvaban las plegarias de mi madre”, “me caí de un cuarto piso mientras jugaba al Superman de la televisión”- y aprendía el idioma en las calles más oscuras. Los americanos le daban limosna y se burlaban de él. Los profesores lo detestaban y lo llamaban “niño problema” cuando lo descubrían golpeándose la cabeza contra la pared y diciéndose estúpido una y otra vez. Se refugiaba en las historias de vampiros y en los dibujos animados. El padrastro lo golpeaba y lo echaba de la casa todo el tiempo.
Aura Agrón: Sal siempre intentaba complacerlo. Una vez lo abrazó y le dijo “papi”. El hombre agarró a mi hermano por los brazos, lo golpeó y le dijo “aléjate de mí: no eres mi hijo”. Por las noches lo oíamos rezar: “Dios mío, si estos niños no siguen tu camino, asesínalos”.
Fue la furia bíblica de ese padrastro –“el predicador fanático me baja los pantalones y me golpea con un cinturón azul”- la que lo llevó a pasar toda su infancia en pandillas y en colegios especiales en donde –eso dice el informe del trabajador social- de vez en cuando era abandonado por sus padres.
Ernest J. Felder: este paciente de diez años, de mirada horrorizada, inquieta y provocativa, es un niño inmaduro, perturbado e inseguro que no logra comunicarse ni con sus adultos ni con sus contemporáneos. Pretende que no sabe nada de inglés. Se lanza al suelo y grita y maldice. No puede controlarse.
Le rogó a su madre que lo dejara vivir con su padre en Puerto Rico. Ella lo dejó irse. Pero pronto, unos meses después –“era un alienado que maldecía, un esclavo que no quería ayuda”- tuvo que regresar a Nueva York porque entró a la casa y encontró a su madrastra colgando del techo. Su padre no quiso verlo más. No le dolía tanto el suicidio de su esposa, como la frialdad de su hijo frente al cadáver. “Se fue –dijo Salvador-: ya no tiene aliento”. Entonces le puso una de sus sábanas y se fue a hacer sus cosas.
Salvador Agrón: yo, indiferente a la pobreza y al dolor, / sonriente frente a esos puertorriqueños / que vigilaban el cadáver durante la noche, / compartía sus lágrimas y sus plegarias / para que su alma pudiera descansar en paz. / Mi padre me aisló por no creer / en espíritus sin cuerpos / mientras él se emborrachaba con fantasmas embotellados para aliviar su dolor.
No había forma de volver atrás. Se unió a los Mighty Mau Maus en Brooklyn, pero lo expulsaron de ese territorio después de “bailar rock and roll, beber, robar carros, pelear en las calles, huir de todo el mundo, odiar a todos los que necesitaran mi odio, y ser parte esto, parte lo otro, mitad demonio, mitad santo, parte del tiempo chulo, parte del tiempo prostituta”. Entonces se unió a The Vampires, una pandilla del lado Oeste de Manhattan. La noche del 30 de agosto de 1959 sólo tenía dieciséis años.
D.A. William H. Loguen: he recibido hoy del detective Frank Naughton las siguientes propiedades en el caso de la gente contra Salvador Agrón y los demás. Un paquete que contiene: una capa negra con una línea roja. Un cinturón con púas hecho en casa. Un cuchillo tipo daga. Una parte de un paraguas. Una bolsa de papel marrón.
Viajaron en un taxi. Iban a patear a los irlandeses. Se bajaron en el parque de la Calle 45. Hernández le pidió el paraguas y a cambio le dio la capa. Salvador se la puso “para verse siniestro y cruel”. Vieron que había más de dos personas en el parque. Esperaron a los demás. La gente comenzó a burlarse de su apariencia. Entonces llegaron los demás y comenzaron a humillar a la gente. Los iluminaban con linternas.
D.A. Growman: Pepe les dijo “pateémoslos a todos” y la pelea comenzó. Agrón lanzaba su cuchillo a todas partes. Sabe que acuchilló a dos. A uno le entró por la espalda. Unas cuatro pulgadas. Al otro sólo lo cortó un poco. Usó su capa todo el tiempo. Tony le dijo que había asesinado a un tipo. El paraguas estaba lleno de sangre.
Se escaparon. A las tres de la mañana oyeron las noticias. Dos jóvenes habían muerto. Pero no eran de ninguna pandilla, sino dos transeúntes que habían pasado por el lugar equivocado. El primero, Robert Young, un mensajero de dieciséis años, alcanzó a llegar hasta un apartamento cerca del parque. Ahí murió. El segundo, Anthony Krzesinski, un estudiante de dieciséis años, fue hallado en un corredor de otro edificio. Era el final del primer acto. Las primeras planas lo llamaron el hombre de la capa.
“Atrapado por una prensa racista, un sistema legal y una televisión dispuestos a asesinar a un niño de dieciséis con una mente de doce”, Salvador Agrón fue el primer menor de edad condenado a la silla eléctrica, pero tres años después, una semana antes de morir electrocutado en Sing Sing, y a pesar de la ira de la madre de Krzesinski, la pena de muerte le fue conmutada por la de cadena perpetua. Fue el resultado de una larga campaña en la búsqueda de clemencia encabezada por Eleanor Roosevelt, el padre de Robert Young, los abogados de la Fiscalía y el juez del proceso.
Pero lo que nadie sabía –y eso le fascinaba a Paul Simon de la figura de Agrón- era que la historia apenas comenzaba. A partir de su nueva condena, y a través de un viaje por varias cárceles, Salvador Agrón se convirtió en la excepción a la regla. En vez de consumirse en el pequeño espacio de su celda, en vez de alimentarse de todos sus odios, comenzó a purificarse por medio de la religión, la poesía, la filosofía y la política.
Fueron veinte años de viaje. Leyó la Biblia. Leyó a Nietzsche, a Hegel, a Spinoza, a Marx, a Lenin. Obtuvo su título en Sociología y Filosofía y –en contra de todos los fabricantes de su historia- le dio una orientación política a sus estudios. Se le redujo su condena a veinte años de cárcel gracias a lo que se llamó “el milagro de su redención”. Y en 1979, seis meses antes de salir de la última cárcel, escapó al desierto para enfrentarse con él mismo. No era una fuga. Dos semanas después se entregó de nuevo, y pronto, con el espíritu en paz, terminó de cumplir su sentencia. Un mes antes de salir le confesó todo al New York Times:
Salvador Agrón: no asesiné a nadie. Asumí la culpa porque esas eran las reglas de The Vampires. El más joven se echaba la culpa. Me había corrompido. Tenía una actitud desagradable y era capaz de decir que mi madre podía ver mi ejecución. La prensa nunca dijo la verdad. Éramos latinos y querían acabarnos. Había cámaras y micrófonos y yo, dadas las reglas de la pandilla y las circunstancias, lo tomé como una oportunidad para saltar a la inmortalidad.
Era el final del segundo acto. La verdad había sido otra, pero si no hubiera sido por una mentira Agrón nunca se habría redimido. Su capa y su daga nunca habían tenido sangre. Esa era la verdad. Estaba seguro de que no lo había hecho. Pero no le interesaba decírselo a nadie. La verdad era la verdad y tenía su consciencia tranquila. Ya no le temía al mundo. Quería volver a las calles a protestar. Quería regresar al mundo para tratar a los otros como seres humanos.
Salvador Agrón: rehabilitación significa volver a una condición anterior. Y yo no quiero eso. Por eso veo mi proceso como una rehumanización. La vida de afuera me hizo perder mi humanidad. De pronto nací sin ella. Pero cuando entré acá, en las cenizas de mi desolación y mi miseria, todavía encontré una llama y un poco de madera para encender mi vida. Me costó mucho recuperarla. No voy a perderla.
Salió de la cárcel en noviembre de 1979. Le dieron cuarenta dólares, ropa nueva y un pasaje a Nueva York. Vivió el resto de sus días con su madre. Publicó un libro de poemas. Trabajó en silencio, y alejado de los medios, por los jóvenes delincuentes. Murió de una neumonía el 23 de abril de 1986. Quería volver a Puerto Rico. Quería casarse con su novia.
The Capeman, el musical de Paul Simon, sólo se presentó sesenta y ocho veces. Si alguien intentaba comprar una boleta, en las taquillas le decían que todas estaban agotadas. Pero, por las noches, la mitad del teatro siempre estaba vacío. Todas las noches en que había una función, frente al teatro, y reunidos por los padres de Krzesinski, la Asociación Americana de Familiares de las Víctimas organizaba una serie de protestas. La gente de Broadway advirtió desde el comienzo el fracaso de una obra en la que el noventa por ciento de los actores, los músicos y los trabajadores de la tras escena eran latinoamericanos.
Los analistas le criticaron a The Capeman, un poema musical, que no fuera una obra de teatro. Los puristas –lo mismo ocurrió con Graceland y con The Rhythm of the Saints- acusaron a Simon de apropiarse de una música que no era la suya. Los políticos lo denunciaron por glorificar a un asesino. Pero él estaba acostumbrado a los supuestos fracasos y las frases de los críticos ya no le importaban para nada.
Paul Simon: el diálogo entre las culturas es inevitable. Las generaciones, las filosofías y los movimientos artísticos se cruzan. Hay muchas versiones de la misma verdad. No trabajé siete años para obtener un espectacular éxito de ventas en Broadway.
Nadie más habría emprendido ese proyecto. Muchos habrían buscado solamente el éxito. Pero no. El no. El había buscado las respuestas a una pregunta. Y por medio de un viaje por la música, y gracias a la lamentable historia de Salvador Agrón, había descubierto que, lejos del veneno de los hombres y del parasitismo de los medios, la redención es posible. Pero había descubierto, también, y ante semejante panorama de rencores, discriminaciones y protestas, que el olvido del perdón sólo se concede en otro mundo.
© 2001, Revista Número y Ricardo Silva Romero