Mientras los once insólitos capítulos de Surprise, su nuevo disco, se toman todos los paréntesis que hacemos en el día, es probable llegar a la conclusión de que Paul Simon es uno de los escritores más relevantes de estos años. Qué importa que su género literario sea la canción, que su figura diminuta gobierne aún, a los 64 años, el incomprensible mundo del pop, o que sus melodías hayan cruzado medio siglo hasta convertirse en tarareos de ascensor, guiños de bandas sonoras y tablas de salvación de miles de millones de personas: su éxito no debe hacernos perder de vista la imagen detrás de su obra. Si se escuchan con detenimiento las cinco antologías que grabó escondido detrás de Simon y Garfunkel, el drama musical que compuso junto con el poeta Derek Walcott y los diez ambiciosos álbumes que ha tramado como solista, si se atiende a sus versos como se atiende a una persona que va a revelarnos el futuro, lo más probable es que pueda verse el estremecedor retrato de un hombre que ha seguido a su voz para salvarse de "la hora más incierta del mundo".
En el intento de editar las conversaciones que ha tenido consigo mismo desde joven, y sin perder nunca un desconcertante sentido del humor, Simon se ha empeñado en dominar el folk, el blues, el reggae, el doo-wop, la salsa (escojan el ritmo que quieran) como el poeta que se obliga a tener una identidad dentro de las formas clásicas de la poesía. Alguna vez, en los días de Hearts and Bones, Graceland y The Rhythm of the Saints, se refirió a su estilo como un esfuerzo por hablar "música rota": no sólo pensaba en su enrevesado método de composición (de los tambores a la melodía) sino en sus viajes a Oriente, a Suramérica, a Sudáfrica, en la búsqueda de los sonidos envolventes que oía en la Nueva York de los cincuenta. Surprise es un buen resumen de su recorrido por el mundo de todos los ritmos posibles: su música exuberante, en diálogo constante, esta vez, con las máquinas del genial Brian Eno, nos obliga a detener el día que estamos viviendo; su voz viene sana y salva, de nuevo, de un universo endurecido (el universo en tiempos del "terrorismo") que ha preferido cerrar los ojos ante el desastre; sus palabras van adquiriendo sentido, en el momento menos pensado, igual que un consejo que jamás pensamos que fuera a servirnos.
El protagonista del álbum es, esta vez, un viejo que, "en el valle del ocaso", acepta (en How Can You Live In The Northeast?) que ha recibido todo lo que ha querido, fantasea (en Everything About It Is A Love Song) con hacer las paces con "el catálogo de lamentos" de su memoria, advierte (en Outrageous) que sólo aquel Dios que llueve sobre las ventanas va a querernos cuando viejos, hace lo que puede (en Sure Don't Feel Like Love) para soportar esa voz que lo hace dudar a toda hora, confiesa (en Wartime Prayers) que sólo pretende "librarse de la ira" antes de morir, observa (en Beautiful) la escalofriante fragilidad de una familia, acompaña (en Another Galaxy) a una novia que ha huido "porque a veces dejar la casa es el crimen menor", visita (en Once Upon A Time There Was An Ocean) a un solitario que descubre que es imposible irse de la casa, se ve en el espejo (en That's Me) con la vergüenza de siempre y se despide sin respuestas (en Father and Daughter) con el consuelo de "haber cosechado y haber plantado" en tierra baldía.
Es en la canción número siete, la dramática I Don't Believe, en donde su mirada se hace más evidente: "no puedo creer que hayamos nacido para ser ovejas de un rebaño", canta, "para inventarnos plegarias con las manos de un reloj". Lo dice sobre guitarras clásicas, percusiones primitivas e inquietantes atmósferas electrónicas. Lo dice, en medio de las imágenes del agua que lo han perseguido por el disco, después de describir cómo es tener una familia en el infierno. Y nos detenemos a oírlo, a pesar de lo desacostumbrados que estamos a que una canción nos pida tanto, porque nos sorprende que un extraño también quiera volver al lugar que fue su casa.