El gran Georges Méliès atendía un pequeño kiosco de juguetes en la Estación de Montparnasse, pero nadie en todo París se había dado cuenta. Quizás no lo notaban porque abría muy temprano el local y se entregaba por completo al trabajo. Tal vez había pasado mucho tiempo desde sus días de gloria, y la barba blanca y las ojeras hacían casi imposible imaginar que aquel señor que se sentaba muy poco, que vivía sonriente y bien vestido, sin rencores ni frustraciones a la vista, había dirigido más de 500 películas cortas en sólo dieciséis años y, de paso, se había inventado el cine tal como lo conocemos. Era diciembre de 1925.
Léon Druhot, editor del primer Ciné Journal, se dio cuenta de quién era el vendedor a finales de 1928. No podía creerlo. Por ahí, por el amplio pasillo de la Estación, pasaban todas las edades, los sexos, los oficios, las clases sociales y las religiones, y era increíble que nadie, nadie en una ciudad tan grande como esa, se hubiera dado cuenta de quién era el personaje que, bajo el inmenso letrero de Confiserie et Jouets, vendía los caballitos de madera, saludaba a los transeúntes y entregaba las vueltas completas. Primero se lo explicó a su acompañante. Después al resto del mundo. Era Georges Méliès: el mago que hacía cine, el primero que llenó la pantalla de efectos especiales, el creador de la inolvidable imagen de una nave que cae en el ojo de la luna, el director que lo daba todo y no pedía nada a cambio.
Treinta y tres años antes, el 28 de diciembre de 1895, había sido uno de los treinta y tres invitados a la que, con el paso del tiempo, ha sido llamada la primera proyección cinematográfica. Y sí, esa noche famosa, ante las imágenes en movimiento de los trabajadores de una fábrica, se había quedado con la boca abierta. Quiso comprarle a los Lumière, los inventores, el nuevo aparato y, porque no estaba en venta y por la cabeza se le pasaban todas las magias que podían hacerse con una cámara de esas, no pudo dormirse hasta las dos o las tres de la madrugada. Así era Georges Méliès. Su cabeza estaba llena de voces e inventaba trucos y mundos para callarlas.
Cuando nació, el 8 de diciembre de 1861, en París, en el número 29 del Bulevar Saint-Martin, su nombre era Marie Georges Jean Méliès y estaba destinado a convertirse en el gerente de una zapatería. Sus padres, Jean Louis y Catherine, se habían conocido hacía muchos años en una fábrica de calzado y, para cuando él nació, habían montado su propia empresa, llevaban dieciocho años de casados y tenían dos hijos, Henri y Gastón, que desde niños parecían resignados a continuar con el negocio familiar. Aunque en un primer momento podría no parecerlo, aunque jamás fue bueno con el dinero y nunca emprendió un proyecto que lo hiciera millonario, Georges, el menor de los zapateros Méliès, sí heredó algo de sus padres: la curiosidad, el sentido del humor y la pasión por los mecanismos. Fue lo único.
Mientras Jean Louis, su padre, inventaba una máquina para coser botas, Méliès le dedicaba la infancia a crear sofisticados espectáculos de marionetas y a hacer caricaturas de sus compañeros de curso y de sus profesores en los cuadernos de matemáticas. Claro, ninguno de los adultos de su vida lo animaba a convertir sus pasatiempos en oficios, pero él sabía, en la soledad de su cuarto, que había nacido para ver las caras de asombro de los espectadores. Eso quería. Que por su culpa la gente quedara con la boca abierta. Que aplaudieran.
Cuando cumplió diez años, tuvo que cambiar de colegio porque el suyo, el Liceo Imperial de Vanves, cerca de París, fue bombardeado en medio de la guerra franco-prusiana, y unos días después, recuperado del impacto, asistió por primera vez al teatro. Fue toda una revelación: quería ser como Robert Houdin, el mejor mago del mundo, el hombre que decapitaba a otros hombres y asustaba al ser humano más valiente. Quería aprender ese oficio. Quería ser diseñador, ilusionista, comediante.
Georges Méliès nunca fue un gran estudiante. No, jamás fue el mejor de su clase pero terminó el colegio sin ningún problema y siempre fue capaz de sorprender a los demás con los personajes que se inventaba en sus cuadernos. Sus padres, que estaban seguros de que algún día trabajaría en la zapatería, se quedaron en blanco cuando, a los diecisiete años, unos días después de la graduación de bachiller, les contó que todavía, como cuando era un niño, quería ser un artista. Era 1880 y su padre estaba empeñado en que se convirtiera en el jefe de cuentas de la fábrica.
Después de mucho rogarles, después de pedirles que lo dejaran entrar a la Escuela de las Bellas Artes, los Méliès accedieron a que Georges recibiera clases privadas del pintor Gustav Moreau, pero sólo si se comprometía a trabajar con ellos en el futuro. Un año después, tanto las lecciones de pintura como el trabajo en la fábrica tuvieron que suspenderse cuando el joven Méliès fue llamado a prestar el servicio militar. Fue enviado al Regimiento de Infantería 113, en Saint Gervais, muy cerca de la casa de Robert Houdin. No fueron años perdidos, por supuesto.
En 1884, cuando salió del ejército, sus padres lo enviaron a Londres para que, además de aprender a hablar inglés, estableciera contactos comerciales con las principales zapaterías inglesas. Y sí, trabajó en una por un tiempo, pero todas las tardes se iba al Egyptian Hall, en Piccadilly, y veía cómo Maskelyne y Cooke, los llamados "ilusionistas del Rey", hacían volar sillas y trombones y esqueletos por todo el auditorio. Cuando volvió a París, a finales del mismo año, estaba decidido a dedicarse a la magia, pero sus padres, como antes, lo obligaron a aceptar el cargo de supervisor de maquinaria en una de sus poderosas fábricas de botas. En sus ratos libres, como siempre, Méliès siguió aprendiendo, en la tienda de magia de Emile Voisin, en Rue Vielle-du-Temple, trucos que le enseñaba a sus parientes y sus amigos. Todos pensaban, todavía, que era un pasatiempo.
Eugénie Génin, una joven que Georges había conocido gracias a su tío, no pensaba lo mismo. Quizás era porque era la hija de un millonario y no le preocupaba tanto el problema del dinero. Tal vez era porque estaba profundamente enamorada de él o porque pronto, el 29 de junio de 1885, se convirtió en su esposa. Fuera como fuere, Eugénie fue determinante para que Méliès tomara, en 1888, la más difícil de todas las decisiones de su vida: cuando Louis, su padre, tomó la decisión de retirarse del negocio familiar y entregárselo todo a sus hijos, Georges aprovechó para abandonar para siempre las fábricas de zapatos y venderle, contra viento y marea, todas sus acciones a sus hermanos.
Unos días después, con 40.000 francos, parte del dinero de la venta, le compró el teatro Robert Houdin a los herederos del mago que había sido su ídolo, y desde ese día la gente no vio pasar por la calle a un zapatero sino a un mago. A partir de octubre de ese mismo año, cuando consiguió montar su primera obra, los doscientos asientos del auditorio estuvieron ocupados, pero sólo años después, con la llegada de las proyecciones, el negocio comenzó a dar algo de ganancia. Durante los siguientes siete años, hasta 1895, Méliès se dedicó a su esposa y a su primera hija, Georgette, y se concentró en la producción de obras y en la invención de trucos nuevos, hasta que una mañana de diciembre el viejo Antoine Lumiére, su vecino de oficina, golpeó la puerta de su despacho. Quería hacerle una invitación.
Sus hijos, Louis y Auguste, habían patentado el cinematógrafo e iban a hacer una primera proyección en el Gran Café, en el número 4 del Bulevar de los Capuchinos, en la noche del 28 de diciembre. Estaban invitadas sólo treinta y dos personas más, entre las que estaban los directores del Folie-Bergère y del Museo de Cera de Grévin: para ellos iba a ser importante que un hombre de teatro, como él, asistiera a la función. Méliès le preguntó qué era, exactamente, el cinematógrafo, y Lumiére le respondió que era como el kinetoscopio pero que la imagen se salía de la caja. Así, con esas palabras.
Y Georges Méliès, a los treinta y cuatro años, aceptó la invitación y asistió a la primera presentación del cinematógrafo. Y pronto, como escribió en sus memorias, se encontró, junto con los otros invitados, "en frente de una pequeña pantalla, similar a las que se usan en proyecciones, y, después de unos minutos, apareció sobre ella una fotografía de la Plaza Bellcour en Lyons. Un poco sorprendido, me volteé y le dije a mi vecino, "¿nos trajeron acá para ver proyecciones?, yo he hecho eso desde hace diez años", pero apenas dije la última palabra un caballo jalando una carreta comenzó a caminar hacia nosotros seguido por otros vehículos y después por un transeúnte. Pronto, por todo el rebusque y el ruido de una calle. Nos sentamos ahí, con nuestras bocas abiertas, sin hablar, llenos de asombro".
Ningún periodista asistió al lanzamiento del cinematógrafo, pero muy pronto los rumores crecieron y miles de personas quisieron ser testigos de semejante espectáculo. Dos días después, en el periódico La Poste, se publicó una nota sin firma en donde se aseguraba que "la fotografía ya no registra la quietud. Graba la imagen del movimiento. La belleza de la invención reside en la novedad y la ingenuidad del aparato. Cuando estos juguetes estén en las manos del público, cuando cualquiera pueda fotografiar a las personas que más quiere, no sólo en sus estados estáticos sino con movimiento, acción, gestos familiares y palabras saliéndoles de la boca, entonces la muerte ya no será absoluta, final". La vida había cambiado para siempre.
Méliès lo sabía, como todos, pero entendía algo que nadie más era capaz de entender: que el cinematógrafo también podía fabricar ficciones, que gracias a esa invención nada sería imposible. Por eso, cuando terminó la función, se le acercó al padre de los hermanos Lumiére y le ofreció una muy buena suma de dinero por el aparato. Antoine Lumiére fue claro con él: la máquina, diseñada por sus dos hijos y ensamblada por Charles Moisson, no tenía ningún futuro económico y, por consiguiente, no estaba en venta. Serviría para registrar realidades y apoyar las investigaciones científicas, pero no, para nada más. Punto.
Méliès, que jamás se daba por vencido, que no podía quedarse quieto y se entregaba por completo a sus proyectos, viajó a Londres y compró una máquina similar, el teatrógrafo, para presentar en su auditorio, que para ese momento era el más prestigioso de París, los cortos filmados por Thomas Edison. Pronto, con la ayuda de un par de ingenieros, inventó su propio proyector, el kinetógrafo, y unas semanas después, cuando las cámaras de Charles Pathé, León Gaumont y los hermanos Lumiére se hicieron más y más populares, tomó la decisión de producir su primera película y de abrir, el 4 de abril de 1896, el primer cinema de la historia.
Todo el mundo estaba enloquecido con el invento, pero sólo Méliès estaba dispuesto a filmar una realidad simulada. Sus primeros cortometrajes, filmados desde abril hasta octubre de ese año, eran pequeñas imitaciones, de un par de minutos de duración, de los documentales de los Lumiére, pero unas semanas después, gracias a un accidente, confirmó todas sus sospechas: el horizonte no terminaba nunca, el cinematógrafo era mágico.
"La cámara que usaba al principio", escribió en sus memorias, "un aparato rudimentario que con frecuencia se dañaba y se negaba a moverse, produjo un día un efecto inesperado cuando estaba fotografiando, prosaicamente, la Plaza de la Ópera. Me tomó un minuto conseguir que la cámara volviera a funcionar, pero durante ese minuto la gente y los carros, por supuesto, se habían movido. Cuando proyecté el film, después de un rato de descanso, de pronto descubrí que un ómnibus se convertía en un coche fúnebre y los hombres se convertían en mujeres. El truco de la substitución había sido descubierto".
En abril de 1897, Méliès fundó el primer estudio cinematográfico de toda Europa en Montreuil-sous-Bois, en las afueras de París. Aunque siempre fue evidente que el Black María de Edison fue el primer estudio del mundo, Méliès insistió, hasta unos días antes de su muerte, en que el de Montreuil, que era una inmensa casa de vidrio construida para filmar a la luz del sol, fue el primero con escenografías y maquinaria teatral. En cualquier caso, en ese lugar se filmaron, entre 1896 y 1912, más de cuatrocientas películas de ficción. En la primera, titulada Desaparición de una dama en el Robert Houdin, podía verse al propio Méliès en el papel de mago, y a una nerviosa actriz, Jeanne D'Alcy, que de un momento para otro, gracias a la técnica de la substitución, se convertía en un esqueleto. Sí, así era: el cine había sido inventado.
A partir de ese momento, las películas de Méliès serían sueños y pesadillas ocurridas en todos los tiempos y las estaciones y cargadas de fantasmas y de monstruos. Entre estos, veinticuatro demonios interpretados por él mismo, un par de Faustos y un par de Margaritas, un insecto gigantesco, un vampiro sediento, un hipnotizador, un cirujano, un camaleón, un jardinero malgeniado, un indio misterioso, veinte esclavas de un harem, una cigarra y una hormiga, uno que otro payaso, una cabeza rodante, un huevo fantástico, un suicida descompuesto, un tipo con ruedas en la cabeza, una Cleopatra terca y una Juana de Arco implacable, un asesino en serie llamado Barba Azul, tres mosqueteros, un Guillermo Tell decidido, un Dreyfus perseguido, un barbero de Sevilla, un Rip Van Winkle recién despertado y un Don Quijote venido a menos y dispuesto a cualquier cosa.
Georges Méliès lo filmó todo. Su estudio creció y su éxito fue abrumador, pero él siempre escribió, produjo, dirigió, filmó, actuó, reveló, coloreó a mano, editó y comercializó sus propias películas. Aún cuando comenzaron, como Cenicienta, en 1900, a durar más de una hora y a tener más de treinta actores en su reparto. Sí, Méliès se inventó todo el cine: el terror, la ciencia ficción, los comerciales, el color, el cine animado, las adaptaciones, los efectos especiales. En Después del baile, incluso, inventó los desnudos. Concibió disoluciones de una escena a la otra, "apariciones, ralentíes, desapariciones, metamorfosis obtenidas en fondos negros" y más tarde conseguidas por medio de un truco que en sus memorias juró no revelar porque "algunos imitadores no han logrado comprender del todo el secreto".
En 1901 filmó veintinueve películas, pero fue en 1902, hace cien años, cuando logró sus imágenes imborrables. En El hombre de la cabeza de hule consiguió, por medio de una pequeña plataforma y un objetivo que se acercaba a la cámara, que su propia cabeza se inflara y se inflara hasta explotar. En El melómano se convirtió en un profesor de canto que se inventa un pentagrama bajo los cinco cables de un par de postes de la luz y decide lanzar pequeñas versiones de su cabeza en vez de notas musicales para interpretar una versión muy personal de Dios salve al Rey. En El viaje a la luna, su obra maestra inspirada en la novela de Julio Verne, filmó las escenas que lo salvaron para siempre. Fue en mayo.
La película costó 10.000 francos, "una suma relativamente grande para la época", por la maquinaria, la escenografía y el vestuario usado por los selenitas, los habitantes de la luna, cuyas cabezas y pies fueron moldeadas por el propio Méliès en arcilla y papel maché. "No había estrellas entre los artistas de El viaje a la luna, sus nombres no eran conocidos ni aparecían en los afiches y los anuncios de prensa. Las personas que actuaban en el film eran acróbatas, niñas y cantantes del music hall. Los actores de teatro aún no aceptaban actuar en el cine porque lo consideraban inferior. Dos años después, cuando vieron que en las películas se ganaba mucho más dinero, el doble, mi oficina era ocupada por las tardes por actores de teatro".
La imagen central de El viaje a la luna, la nave aterrizando en el ojo de la luna, recorrió el mundo y se convirtió, en un par de años, en el cuadro más famoso de la historia del cine, el símbolo de lo que podía lograrse con el nuevo medio. 20.000 leguas de viaje en submarino y Viaje a través de lo imposible, ese mismo año, demostraron lo que Méliès estaba dispuesto a hacer. Pero él, que sólo pretendía ser un gran mago, que no entendía bien por qué la gente lo admiraba como a un artista y no como a un entretenedor, pronto fue sobrepasado por su propio éxito internacional. Fue Hitchcock y Spielberg al mismo tiempo y, porque nunca se dio cuenta de ello, porque jamás pensó en hacerse rico y siempre se preocupó más por gastar que por recibir, no tardó en tener serios problemas financieros.
Pronto, sus películas fueron copiadas sin permiso y distribuidas por todas partes sin pagarle lo que le correspondía. Todo el mundo se enriqueció a costa suya, y ni siquiera poniendo su sello, el signo de Star Films, su productora, en cada escena de las proyecciones, pudo evitar que tipos como Siegmund Lubin, un conocido pirata del cine, pusiera en circulación, en 1903, una copia mal coloreada de El viaje a la luna. Si Lubin no hubiera tratado de venderle la copia al mismo Méliès, en un memorable momento de despiste, el director no se hubiera dado cuenta de que había llegado la hora de ampliar los horizontes de su productora. El mismo Edison hizo una copia pirata de El viaje a la luna con la excusa de que él, como inventor de la cinta, podía disponer de todas las historias que se filmaran. Henri y Gaston, sus hermanos, que acababan de declararse en bancarrota en el negocio del calzado, se encargaron de abrir oficinas en Nueva York, Barcelona, Londres y Berlín.
El problema era, quizás, que Méliès no tenía tiempo para pensar en el dinero. Él lo gastaba y ya. Anotaba ideas en servilletas y cuadernos viejos y no podía dormirse hasta que no comprendía completamente la superproducción que iba a filmar. Quería seguir inventando y no conocía a nadie que pudiera organizar sus finanzas. Las productoras de Pathé y Gaumont crecían y hacían muchas más películas y con mucho menos presupuesto: películas rentables. Los años pasaban más rápido ahora y Méliès se resistía a mover la cámara y a asociarse con las nuevas empresas porque temía perder su independencia a la hora de crear sus historias. Ya se veía eligiendo a la sobrina de uno de los productores para alguno de los papeles principales.
En febrero de 1909, Méliès fue elegido presidente en la convención internacional de editores, y se enteró, de primera mano, de las nuevas tendencias del cine mundial. Tuvo que aceptar, después de tres años de fracasos y de apostárselo todo a una costosísima versión de Las aventuras del Barón Munchausen, que era la hora de ofrecerle sus películas al estudio de Charles Pathé a cambio de un pequeño porcentaje. Pathé, aconsejado por su mano derecha, Ferdinand Zecca, que según dicen sentía una envidia irrefrenable por la obra de Méliès, una sólo comparable a la que sentía Salieri por Mozart, cambió por completo las condiciones del contrato, pero Méliès, lleno de deudas en cinco ciudades del mundo, tuvo que aceptarlas: Pathé no le daría un porcentaje sino que le compraría las películas y podría editarlas como le diera la gana. La validez del trato estaría garantizada por la hipoteca del estudio de vidrio de Montreuil. Sí, era el trato que se le daba a un hombre que apenas comenzaba. O a uno que ya no tenía mayor cosa qué ofrecer.
En 1912 filmó sus últimas cuatro películas. Todas fueron editadas, con odio, por Ferdinand Zecca. Fueron fracasos. Fueron los peores años de la vida. Y no tanto por la quiebra total y por los millones de deudas ni por el fin del contrato con Pathé, o por la previsible pérdida del estudio de Montreuil con todas sus escenografías y todas sus máquinas, o por la estruendosa llegada de la primera guerra mundial, o por la demolición de su adorado teatro Robert Houdin y la pérdida de los negativos de la mayoría de sus películas, sino por la muerte de su hermano Gastón, que llegó a filmar películas de vaqueros en Texas en un último esfuerzo por salvar Star Films, y por el fallecimiento de su primera esposa, Eugéne, que nunca, jamás, dejó de apoyarlo.
Georges Méliès jamás se detuvo. Con su hija y su yerno trató de montar una pequeña compañía de teatro, y, cuando fracasó, y volvió a perderlo todo, insistió con presentaciones de magia y pequeños monólogos humorísticos en los casinos de París, y en diciembre de 1925, a los sesenta y cuatro años, se casó con su amante, Charlotte Stephanie Faes, mejor conocida como Jeanne D'Alcy, la actriz que se convertía en esqueleto en una de sus primeras películas. No, no tenían ni un solo franco, pero ella acababa de heredar de su padre un pequeño kiosco de juguetes en la Estación de Montparnasse y quizás ahí, si trabajaban con la emoción de siempre, podía irles muy bien. Méliès sentía que esa era una gran idea.
Tres años después, cuando León Druhot, el editor de Ciné Journal, se dio cuenta de que el amable vendedor era el gran Georges Méliès, cuando el inventor del cine de ficción ya no era una amenaza para nadie, El viaje a la luna y otras películas que sobrevivieron al paso del tiempo fueron presentadas, de nuevo, en los teatros de todo el mundo. D.W. Griffith, el nuevo genio del cine, declaró que se lo debía todo a Méliès. Charles Chaplin lo llamó "el alquimista de la luz". Buster Keaton, por su lado, confesó que siempre había querido filmar El hombre orquesta, de 1900, en la que siete Georges Méliès, cada uno con su instrumento, tocaban una pequeña pieza musical. Guillaume Apollinaire, el poeta, inventor del caligrama, fue mucho más preciso: "Monsieur Méliès y yo estamos en el mismo negocio: encantamos lo vulgar".
Méliès siempre dio las gracias, pero jamás entendió por qué lo elogiaban como si fuera un artista inmortal ni mucho menos por qué el gobierno de su país lo condecoraba, le pedía a Louis Lumiére que le colgara la Cruz de la Legión y lo premiaba con un apartamento de tres habitaciones en el Castillo de Orly. Sabía que gracias a él "en la cinematografía es posible conseguir lo imposible y lo improbable", pero no se le había pasado por la cabeza, desde que estaba en el colegio, que también era un artista, que las veinticuatro apariciones del demonio en sus películas pudieran entenderse como una extraña obsesión.
Los últimos años de su vida hizo lo posible para sentirse bien. Después de trabajar siete años en la juguetería y de superar la muerte de su hija y un par de enfermedades, apareció, sonriente, en un par de comerciales de tabaco. En 1937, después de ser entrevistado en un programa de radio, fue llevado de urgencia al hospital Léopold Bellan. Unos meses después, el 21 de enero de 1938, murió sin decir una última palabra. En el lote familiar del cementerio de Pére Lachaise, en París, puede leerse, bajo su escultura de bronce, "Georges Méliès: creador del espectáculo cinematográfico".Algunos dicen que nada de esto ocurrió así. Se empeñan en probar, por ejemplo, que la de los Lumiére no fue la primera proyección y que Méliès, en su vejez, asumió muchos más inventos de los que inventó. Pero no, no importa. Esta es la historia que nos interesa. Para nosotros, Méliès murió sonriendo.
Publicado en diciembre de 2002 en Gatopardo. © 2002, 2005 Ricardo Silva Romero y Revista Gatopardo