Doña Eulalia Chacón, la dueña absoluta de Antena Total, el famoso canal de televisión, invita a cuatro libretistas a comer a su mansión en el norte de Bogotá. Es una gran celebración. Las dos telenovelas del canal, El malnacido y María Cristina me quiere gobernar, han sido dos de los más grandes éxitos en la historia de la televisión colombiana, y ella, doña Eulalia, que es fanática de las telenovelas, que tiene grabados y archivados todos los capítulos de La pezuña del diablo, La abuela, Pero sigo siendo el rey, Los cuervos, San Tropel, Caballo Viejo, ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, Escalona y La otra mitad del sol, ella, que no puede pararse de la cama porque pesa demasiado y se le va el aire todo el tiempo, en verdad no se cambia por nadie.
Cuando compró el canal, todos sus amigos le advirtieron que se había enloquecido. Los cócteles estaban repletos de chismes sobre su próxima bancarrota. Pero hoy, tres años y medio después, ha recibido varias llamadas reconociéndole que tenía toda la razón, que otra vez, como cuando compró la competencia de Credimensión, el banco superior de su difunto esposo, y se quedó de un solo tiro con todo el negocio de la banca, había acertado siguiendo sus instintos. Ella, personalmente, aprobó los dos proyectos que hoy tienen al canal firmando convenios con la AOL Time Warner y comandando los primeros lugares de sintonía en varios países de Latinoamérica. ¿Su criterio? Si me gusta a mí, le gusta a todo el mundo.
Los cuatro libretistas, Federico Arévalo y Consuelo Pérez, de El malnacido, y Tomás Obregón y Mariana Parra, de María Cristina me quiere gobernar, llegan juntos a la mansión de doña Eulalia, en el pequeño Peugeot del primero, a las ocho de la noche. En punto. Están muy nerviosos porque todo el mundo habla de doña Eulalia Chacón. Todo el mundo. Y ellos cuatro, que no han llegado a los treinta años, que hasta ahora aprenden a pagar todas sus cuentas y a espichar los botones correctos en la lavadora, que no han conseguido establecer una relación romántica duradera pero al menos empiezan a lograr una estabilidad laboral, se sienten muy poca cosa para comer en la misma mesa con semejante leyenda. O bueno, no, no tanto: para decir verdad, a los cuatro, aunque actúen como si nada, aunque no se les note, se les han subido un poco los humos.
Parquean el carro en donde el ama de llaves les indica. Están de buen ánimo porque han estado discutiendo un nuevo proyecto para el camino. 52 formas de deshacerse de su pareja, una comedia semanal en la que una alguien se deshace de alguien. Tiene que funcionar. Avanzan por el camino de piedra y timbran, y el mayordomo, que tiene cierto acento británico y parece ciego pero sólo es que no se atreve a hacer contacto visual con nadie, los hace sentarse en una sala en donde hay una inmensa lámpara de araña y un par de sillas de otros siglos, y se pierde por la puerta y sube las inmensas escaleras de madera. En la pared que tienen enfrente, ahora que se han sentado en el largo diván de terciopelo, hay un Delacroix tenebroso.
-¿Será de verdad? –pregunta Federico Arévalo, el impulsivo, a los otros tres-, debería estar en un museo.
-Sí, pero tratemos de no hablarlo tan duro –dice la previsiva y suspicaz Consuelo Pérez-, en estas casas hay unos conductos rarísimos.
-Y qué importa que sepan –dice Mariana Parra encogiéndose de hombros con excesiva sinceridad-: debería estar en un museo.
-Yo no sé qué estamos haciendo acá –dice el temeroso Tomás Obregón-: en estas casas siempre ocurre un crimen. Detrás del cuadro está esta señora mirándonos. Seguro.
Entonces vuelve el mayordomo. Impasible, como un mayordomo inglés de esos que comenzaron sus carreras interpretando a Hamlet y ahora ya van en el fantasma.
-La señora los recibirá en su habitación –les dice-: como ustedes saben, tiene una penosísima enfermedad que la obliga a permanecer acostada. Le falta el aire. Hemos adaptado una mesa frente a su cama para que no haya ningún problema. Síganme.
-¿No será mejor que volvamos otro día? –pregunta el miedoso Tomás.
-No, síganme.
-Pero si está enferma, si le falta el aire, lo mejor es que no nos reciba dentro de su cuarto –dice la prudente y astuta Consuelo.
-Por aquí –dice el mayordomo mientras los cuatro lo siguen mirándose los unos a los otros como si fuera una pesadilla pero no estuvieran seguros de quién estuviera soñando.
-Qué divertido –dice la optimista Mariana-, vamos a comer con la dueña del canal en su cuarto, ¿no es muy divertido?
-Sí, pero ese cuadro debería estar en un museo –dice el obsesivo Federico.
Llegan a la puerta, que está abierta. Federico se asoma como un fanático se asoma a ver a su ídolo, Tomás se acomoda sus gafas y se huele debajo del brazo, Mariana agita la mano derecha y se ríe y Consuelo se peina una vez más. El mayordomo les pide que esperen y entra en la habitación. La voz de doña Eulalia, que es una cascada de campanitas, parece mostrar lo emocionada que se encuentra de oírlos, de saber que ya están en su casa, a unos pasos de su cuarto. Pero hay una voz más, y otra, las voces de Gabriel Zuleta, el gerente del canal, y la de Gustavo Lemus, el médico naturista de las celebridades bogotanas. ¿Por qué lo saben? Porque el mayordomo los hace seguir a la habitación y, antes de enfrentarse con la imagen de la inmensa señora acostada ahí, como la maja vestida, o Jabba the Hut, oyen la gruesísima voz de Zuleta.
-Llegaron mis genios –dice el señor-, tan cumplidos como siempre. Este es el doctor Lemus, el médico de cabecera de doña Eulalia, literalmente, y ésta, claro, es doña Eulalia. Doña Eulalia: mis genios. Éste chiquito, que se pisa los pies, es Tomás Obregón, y esa monita pizpireta y sonriente es Mariana Parra: ellos escriben María Cristina me quiere gobernar y no le van a decir en qué termina. Éste grandotote es Federico Arévalo y es un sinvergüenza, y esa de allá, medio chistosa, medio callada, es Consuelito: escriben El malnacido.
-No saben lo contenta que me siento de conocerlos –dice doña Eulalia-. Mis hijos y mis nietos están viviendo en el exterior y verlos a ustedes, tan jóvenes y con tantos dramas por delante, me hace sentirme en mi propia casa otra vez. Siéntense, siéntense. No me tengan miedo. Yo sé que la imagen, una señora gorda, gorda, rodeada de gatos y de asesores, les debe haber impresionado, pero piensen que algún día les va a servir para algo. Para inventarse alguna historia, por lo menos. Siéntense ahí. Edgar, dígale a Amelia y a Abigail que traigan la comida, estos muchachitos deben estar muertos del hambre.
Edgar, el mayordomo, inclina la cabeza y sale de la habitación. Los cuatro se sientan en sus lugares. Siguen nerviosos, pero al menos sienten que están juntos y que doña Eulalia no va a ser una de esas mujeres que aprenden la crueldad gracias al poder.
-Y bueno: cuéntenme algo de ustedes –dice la señora-, tú, por ejemplo, estás casada o soltera o te gustan las chicas o qué.
-Yo tengo un novio, doña Eulalia –dice Mariana-, y no me llama la atención meterme con mujeres, pero sí, soy soltera, y no creo que me case nunca. De pronto me vaya a vivir con Rodrigo, mi novio, algún día, pero casarme no creo. Odio las misas.
-Esto sí es una sorpresa –dice la voz radial de Zuleta-, yo estaba convencido de que ustedes dos eran novios.
-No, no señor –aclara Tomás completamente rojo, como si hubieran descubierto su secreto-, somos muy amigos.
-Este no me quiso poner bolas –dice Mariana-, pero entonces yo me conseguí uno un poco más alto.
-¿Y ustedes dos? –pregunta doña Eulalia-, ¿tampoco?
-Tampoco –dice Federico sonriendo-, ¿quién lo iba a creer?, ¿no?
-Pero qué les pasa a los muchachos de estos tiempos, Gabrielito: ¿hombres y mujeres trabajando juntos todo el día y nada de nada?
-Se llama profesionalismo, doña Eulalia –responde Zuleta-: estos jóvenes no confunden el trabajo con el amor.
-Pero ustedes dos hacen una muy buena pareja: que el chiquito y la pizpireta no hayan querido intimar no tiene por qué desanimarlos.
La conversación avanza y los cuatro libretistas coinciden, por fin, en los interrogantes: ¿para qué los han invitado?, ¿sólo para celebrar?, ¿para averiguarles por sus vidas privadas?, ¿terminarán drogados sosteniendo una horrible orgía con la Jabba desnuda?, ¿les harán una oferta a la que no se podrán rehusar? Porque sí, la sopa de cebolla está deliciosa, y las pechugas rellenas a la mandarina con esas alcaparras chiquitas estaban espectaculares, y el parfait de fresas es el mejor postre que se han comido en la vida, pero ¿para dónde va esa extraña comida?, ¿no hubiera sido suficiente, si se trataba de celebrar, que hubieran organizado una fiesta en las oficinas del canal?
-Ustedes se estarán preguntando ciertas cosas –dice Zuleta cuando doña Eulalia lo autoriza a comenzar, en plena sobremesa-. Por ejemplo, ¿por qué tantas atenciones? Bien, la verdad es ésta, sin más preámbulos: doña Eulalia quiere hacerles un nuevo contrato en el que se les duplicarán los honorarios y se les garantizarán dos años y medio más en el canal, pero tendrá una cláusula especial.
-Que dirá lo siguiente –dice el médico Lemus-: “el autor tendrá que ir, dos noches de cada semana, a la casa de la dueña del canal a contarle historias a la antes mencionada para que ésta, aquejada del mal de Blackberry, no se duerma nunca más y no pierda así, definitivamente, su vida”. El mal de Blackberry, al que se refiere la cláusula especial del contrato, fue descubierto por Sir Humbert Blackberry, profesor de medicina en Oxford y experto en narcolepsia, a finales del siglo pasado. La única forma de que no acabe con el paciente es que éste permanezca en cama para descansar, pero nunca, jamás, se quede dormido, porque de lo contrario quedaría, en el mejor de los casos, en estado de coma. Por siempre y para siempre. Y, ¿quién quiere vivir como un repollo?
-La televisión ha comenzado a darme sueño, y el doctor Lemus, que estudió a fondo mi mal, me dice que lo mejor que puedo hacer, en vez de que Amelia y Abigail me hagan ruido para no dejarme dormir, es que voces jóvenes e impacientes me cuenten historias. Me encantan las historias. Y ustedes, hoy en día, son los mejores contadores de historias que tiene este país.
-Habría, claro, unas facilidades –dice Zuleta-: se les instalaría, en un ala de esta casa, un estudio especial con cuatro computadores y, más allá, cerca de la piscina, un par de cuartos con camas dobles, o sencillas, según lo que ustedes quieran. A doña Eulalia le gusta tener gente en su casa, y más ahora que los nietos y los hijos se han ido a vivir a Europa. Así que no se sientan abusando de su confianza ni nada por el estilo.
-Si ustedes quieren, podrían pensarlo un ratito –trata de tranquilizarlos Zuleta: Tomás mira al suelo y respira como un caballo, Mariana mira a los demás para ver si están oyendo lo mismo que ella, Consuelo piensa que eso le asegura la plata para comprarse un carro y no tener que aguantarse a Federico todo el tiempo, Federico está a punto de decir que le parece la cosa más enferma que ha oído en su vida. O bueno, no, no la más enferma: hay películas pornográficas protagonizadas por ancianos-, nosotros sabemos que no es la propuesta más convencional del mundo, pero entendemos que, aparte de asegurarles un poco menos de tres años de vida, pase lo que pase, les pone un reto increíble como narradores.
-Edgar los llevará a la salita del lado –dice el doctor Lemus-, pero sí les pediría que, decidan lo que decidan, en todo caso intenten hacerlo esta noche. Por una vez, a ver qué tal les va.
-Y si finalmente no queremos hacerlo –dice el valiente Federico Arévalo-, si decidimos que no queremos firmar ese nuevo contrato, ¿qué puede pasar?, ¿cuál es el resultado?
-Continúan con el contrato que tenían, y ya.
-Sí, pero al menos nuestro contrato sólo es por María Cristina me quiere gobernar –dice Mariana-, y no podemos alargarla ni un capítulo más porque ahí sí que nos extraditan.
-Pues ahí tienen otra razón para aceptar el trato que propone doña Eulalia –dice Zuleta-: podrían comenzar a escribir otra historia. Si la escriben en los estudios del piso de abajo, podría subir a visitarla y pedirle su opinión. Finalmente, ella es la que aprueba ese tipo de proyectos.
-Pero si no aceptamos el contrato que ustedes nos proponen, ¿entonces no nos hacen ninguno? –pregunta Consuelo.
-Hombre, es que no hay un contrato mejor: no podemos proponerles el mismo que tenían –dice Zuleta-, ahora que sus telenovelas han sido un éxito de las proporciones que sabemos.
-¿Y de día? –pregunta Tomás-, ¿quién va a mantener despierta a doña Eulalia de día?, porque sí, bien, nosotros le contamos historias toda la noche, pero ¿quién garantiza que no va a dormirse de día?
-Pero ese sería problema mío, ¿no le parece? –dice un doctor Lemus sorprendentemente ofendido-, ya estamos organizándole un buen tratamiento. Contarle historias sólo le serviría por un rato del día. El resto del tiempo, tiene que estar haciendo trabajos manuales o tejiendo o oyendo músicas de otras partes del mundo. Mejor dicho, no se preocupen que ella está en buenas manos.
Todo está en silencio. Nadie se atreve a mirar a nadie. Tomás le coge la mano a Mariana, que le sonríe con ternura, y le pregunta si mejor se van a la salita adaptada especialmente para la discusión. Federico los mira fijamente a las manos, como si acabara de descubrir un tormentoso romance que no existe, y les dice que sí con la cabeza. Y se irían, y discutirían todo, y llegarían a la conclusión de que lo mejor es salir de ahí, ya, antes de que empiecen a salir los seres mitológicos y las empleadas del servicio con alas, y buscar trabajo en otro canal, o en otro medio, o en otro país, pero Consuelo Pérez interviene de pronto, y lanza un inesperado balde de agua fría:
-Yo, por mi parte, no tengo nada que discutir con nadie: acepto. Me siento feliz de poder contribuir con la salud de doña Eulalia, y muy agradecida por la comida y el tratamiento que nos ha dado a todos, como si fuéramos sus hijos. Yo acepto. Y yo creo que todos deberían aceptar. Esto podría servirnos para completar las cincuenta y dos historias.
Los otros tres no lo pueden creer. Tomás levanta las manos como diciendo que él va a pedir un taxi, que terminen de pasar una buena noche, pero Mariana, que sigue sonriendo, como si nada, dice que ella también se le mide al reto. Pensándolo bien, le parece, como acaba de oír, toda una prueba para unos narradores como ellos.
-Piénselo bien, Tomás, puede resultar divertidísimo, ¿qué otros guionistas en todo el mundo pueden darse el lujo de contar una experiencia como esta?
Gabriel Zuleta saca de su impecable maletín de cuero las dos primeras copias del contrato, y las dos mujeres los firman bajo las miradas de todos.
-¿Hay otro de esos por ahí? –pregunta Federico-: no me voy a quedar atrás de nadie ahora que nos estamos ganando todos los premios y todas las cifras del rating, ¿no? Présteme una copia, Gabriel, voy a meterme en esta locura.
-¿Y tú? –le pregunta Mariana a Tomás-, ¿por qué no te animas?
-Porque creo que he estado oyendo una propuesta muy diferente a las que ustedes están firmando –dice el miedoso-: además, eso me deja dos años más amarrado a las telenovelas y ustedes saben que yo quiero hacer cine. Dirigir.
-¿Y si te prometo que te ayudo a hacer tu guión, el de la mujer que no sabe qué hacer con su vida, el que me has dicho desde hace rato?
-¿Y si yo les garantizo la financiación en un nuevo contrato? –ataca doña Eulalia-, ¿si sabes que todo este trabajo te va a convertir en un artista y que además vas a poder convertirte en el director de cine que siempre has querido ser, por qué rechazar una oferta que no te impide vivir tu vida?
Federico firma su contrato y, como si su filosofía de la vida fuera “o todos en la cama o todos en el suelo”, no se separa de Tomás Obregón hasta que él, con miedo y todo, hace lo mismo. Mariana le da un beso en la mejilla y Consuelo, orgullosa por haber sido la primera, le pone una mano en un hombro. Gabriel Zuleta aplaude el fin de la negociación, y el doctor Lemus, emocionado, les da la mano a todos y, con el espíritu científico que lo ha traído hasta ese punto de su vida, los invita a intentar una primera sesión de historias. Doña Eulalia, cansada por la cena digna de recetas de cocina de revista, comienza a cabecear. Tomás mira al suelo, como si no pudiera creer que ha cometido aquel error. Al tiempo, le da tristeza saber que la pobre anciana, gorda y sometida por una enfermedad de última hora, no tiene quién le cuente cuentos. Antes, cuando no trabajaba ni nada, y sólo era un universitario que censuraba a todo el mundo por no sentir y pensar y respirar como él, odiaba a los hijos que abandonaban a sus padres. Últimamente, solo, en su cuarto, cuando no puede dormir por culpa del frío, entiende que es al revés, que los padres siempre tienen la culpa.
-De una vez –dice Zuleta-, el focus group, el feedback y el target en un solo paquete: hace rato no me enteraba de una historia sin pedirle permiso a tanta gente. A ver cuántas páginas alcanzan a pasar estos jóvenes en una noche.
-¿Por qué no comienzas tú? –le pregunta doña Eulalia a Consuelo. Y ella, que siempre ha mostrado un sexto sentido para calcular cuánto debe pagar cada uno de los cuatro si cogen un taxi juntos o quién pidió qué en los restaurantes, ella, Consuelo, que por fin se ha dejado conocer, sonríe y acepta el reto de inmediato. Eso también se sabía: que cree ciegamente en sí misma.
-Pues bien, doña Eulalia –dice la habilidosa Consuelo-, a mí se me ocurre contarle, para comenzar, que nosotros, Federico y yo, teníamos un compañero de universidad, Carlos Andrés, que cuando entró a la carrera todavía jugaba con un mini laboratorio de química, de esos que venden en los almacenes de juguete. Doña Eulalia: seguro que alguno de sus hijos, o alguno de sus nietos tuvo uno. Bueno, bien. El problema es que este señor, que al comienzo se la pasaba con nosotros, conmigo y con Fede, un día se me declaró. Federico nunca me había mirado con malos ojos, pero ese día se puso furioso, así, como loco, y me dijo que estaba enamorado de mí. Fue, me perdonarán, toda una sorpresa. Hasta ese día, yo no sólo pensaba que Federico era homosexual, porque bueno, al fin y al cabo se llama Federico, sino que sospechaba que el tipo no tenía sentimientos, y fue hasta conmovedor, digo yo, ver que no, que el tipo había estado más pendiente de mí de lo que yo me imaginaba. Bueno, bien. Le dije al tipo, Carlos Andrés, que no, que no quería salir con él, que no iba a ser su novia ni aunque me torturaran, y me le reí en la cara a mi pobre compañero, aquí, a mi derecha. La historia tiene un final triste: Federico me dejó de hablar el resto de la carrera y sólo pudo enfrentarme hasta que coincidimos en Antena Total, y Carlos Andrés se dedicó a manipular plomo con su mini laboratorio y, claro, porque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, un día se enloqueció, el plomo le llegó a los nervios y comenzó a hacer las cosas más absurdas del mundo. Se le botaba encima a las mujeres y un día decidió robarse una guitarra de la casa, que jamás había aprendido a tocar, y salir a tocar canciones en un idioma que ni él mismo conocía y pedir limosna en la esquina del Centro Granahorrar. Los papás tuvieron que encerrarlo por unos días y perdió ese semestre.
-No va a ser fácil continuar una historia que ha divertido tanto a doña Eulalia –dice Federico sobre las risas del pequeño auditorio, al que se habían sumado Edgar, el mayordomo, y Amelia y Abigail, las empleadas-, pero sé que conozco, de primera mano, la continuación: ustedes saben, antes de entrar en materia, que hoy en día, gracias a las teorías de la psiquiatría, uno es responsable, incluso, de su subconsciente. Es decir, que uno puede dejar de estar loco en el momento que quiera, y que sólo se está loco cuando nuestras conductas sólo nos son funcionales a nosotros mismos. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: cuando Consuelo nos echó, Carlos Andrés y yo nos hicimos los mejores amigos. Sí señores. Si no hubiéramos comprado un sombrero carísimo entre los dos, todo hubiera salido bien. Porque, la verdad, superamos cosas peores. Por ejemplo cuando comenzó a aparecer una publicidad en los periódicos y los programas de televisión en la que un gringo calvo decía “Soy James Winston Brown, soy soltero y feo e infeliz y sólo quiero una chica colombiana para formar una familia”, ¿no se acuerdan?, el tipo era inmundo, pero era lo más conmovedor del mundo. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: nosotros nos hicimos pasar cada uno por una vieja y al final resulté levantándomelo yo, y todo, y hasta fuimos a una cita, en la plazoleta de Unicentro, y el pobre gringo llevaba flores y toda la vaina, y Carlos Andrés y yo éramos muertos de la risa, y yo pensaba que es fácil conquistarse a la gente, que sólo hay que decirles lo que esperan oír. O por ejemplo, ese jueves, cuando nos echó Consuelo, nos encontramos por la noche en Luna Bar, en la Ciento Dieciséis, en la noche de los corazones solitarios. Y de ahí, completamente borrachos, decidimos ir a Casanova, un burdel de la Ochenta y Cinco, antes de llegar a la Quince. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: fuimos. Y este era un galpón, lleno de asientos y de mesas, y no había ni un solo cliente aparte de nosotros dos. Era como un partido de tenis. Nosotros dos, y un poco de gente pendiente de si movíamos una mano o nos sentábamos con Cenicienta o Blanca Nieves, con Amelia o Abigail. El caso es que, por más borrados que estuviéramos, vimos a una puta idéntica a Consuelo. Y, muertos de la risa, y medio convencidos de que por eso Consuelo no nos daba un teléfono, sino un beeper, nos le acercamos y le preguntamos el nombre y tuvimos que contenernos mucho para no orinarnos cuando nos dijo que se llamaba Amparo. Carlos Andrés me dijo, me acuerdo de memoria, “mucho mejor Amparo que Consuelo, ¿cierto?”, y yo le respondí que sí, y nos pasamos el resto de la noche, como para resumir nuestro último semestre de universidad, peleando por la puta. Yo le cantaba, él le bailaba. Yo le hablaba de Jesús Martín Barbero, y él de Nestor García Canclini. Y ella, claro, prefirió irse con otro. Y nosotros, al otro día, cuando nos levantamos, en las camas de cualquiera, vimos, en la primera vitrina que logramos enfocar, un sombrero de fieltro, como los de los detectives, y decidimos que íbamos a comprarnos uno para cada uno para sellar el pacto de la noche anterior. ¿Listo?, ¿sí? Entramos al almacén. Eran las diez de la mañana. Preguntamos el precio, y como era carísimo, el hijuemadre sombrero, decidimos comprarnos uno para los dos y turnárnoslo. Ahí comenzaron los problemas. No sólo porque nos daba asco usar el sombrero del otro, sino porque el uno no quería prestárselo al otro. Un día decidí quedármelo. Y no volvimos a hablar.
-Un amigo de mi papá –dice Mariana, cuando están a punto de terminarse los aplausos-, atropelló a un tipo que vivía en Kennedy, porque el tipo, eso sí, porque hay gente bruta en este país, y todo lo que producimos es interno y bruto, le dio por pasarse la autopista por debajo de un puente peatonal, justo por debajo, y lo mató. Y al amigo de mi papá, que es una buena persona, le dio por ir al entierro y ofrecerle, a voz en cuello, mientras los mariachis cantaban Nadie es eterno en el mundo, todo su apoyo a la familia. Horrible, ¿no? Esta gente, la familia del atropellado, le cogieron la cuerda y a punta de chantajes lograron que el señor los mantuviera durante diez años. Comenzaron a abusar, y todo, hasta que él les dio un último millón de pesos y les dijo cara a cara, en su barrio, que no les iba a dar ningún peso más, que ya había sido suficiente con pagarle la carrera a tres chinos y los dos embarazos a la hijita de quince años. No más. Punto. Y, ¿qué pasa? El papá del atropellado, que vivía borracho y pocas veces recordaba el nombre de su hijo, se le vino encima al amigo de mi papá y el amigo de mi papá terminó matándolo. Horrible, ¿no?
-Pues no, sí, mejor dicho: no –dijo Tomás-. Yo conozco a un tipo de unos cincuenta años, el más de malas de todos, que un día, cuando iba a pasar por una callecita de La Candelaria, se encontró un muñeco de trapo idéntico a él mismo. Una versión de él, a escala, en muñeco, y justo cuando comenzaba a entrarle todo el miedo del mundo, cuando dio un paso para cruzar la callecita que les digo, fue atropellado por una camioneta familiar, en donde iba la mamá, que no le hablaba desde que tenía veinticinco. ¿No se entiende? Pues lo cuento en orden: un tipo de veinticinco años, feliz, sin problemas, se pelea con su mamá porque ha decidido independizarse, así, como suena, y no se vuelve a hablar con ella nunca más; cae en desgracia y pasa veinticinco años tratando de sobrevivir, de ganar plata, y cae en la droga, y en todos los lugares comunes, y pierde a su esposa y a sus hijos, hasta que un día, caminando por La Candelaria, se encuentra con un muñeco vudú idéntico a él mismo. Lo mira y se ríe y después entiende y siente miedo. Y cruza una pequeña calle y una camioneta familiar le pasa por encima. Y los pasajeros se bajan y entre ellos se encuentra su mamá que le pregunta en dónde encontró ese muñeco. Él, magullado por el golpe, la mira y por fin, veinticinco años después, obtiene su reivindicación. Le dice que el muñeco es suyo, le dice que la quiere mucho y que le ha hecho mucha falta y sigue, en paz, con su camino. ¿Me entienden? Se lleva el muñeco a lo que queda de su cuarto, en una patética pensión del centro de Bogotá, y lo cuida, y lo lava, y pronto, muy pronto, vuelve a conseguir trabajo y todo, y aunque no le gusta pensarlo, entiende que su mamá, el día del accidente, simplemente estaba buscando el muñeco vudú con el que lo manejó todos estos años.
-O la que le pasó a un tío de Federico, Javier Lozano, cuando se quedó sin puesto y sin hijos y sin amigos qué explotar –contraataca Consuelo bajo la mirada amenazante de su compañero de trabajo y las cabezas autistas, como de partidos de tenis, de la corte de doña Eulalia-, esa es increíble: en junio del año pasado, el tipo, en el borde de la desesperación, iba un día por Chapinero, debajo de la Séptima, como por donde quedaba la librería alemana, y le dio por secuestrar a alguien, a la primera persona que se le pasara por el frente. De un momento para otro, se volvió todo un hampón, pobre. Como si le estuvieran haciendo brujería o vudú, como si le hubieran espichado el botón de on y listo, se hubiera vuelto un guerrillero urbano. La vaina es que sí, el mejor amigo, que le echaba la culpa del fin e su matrimonio, comenzó a perseguirlo con deudas y eso, y logró embargarle todo lo que tenía. Bueno, bien. No era una declaración de principios, ni nada, no era que Javier quisiera comprobarle a la sociedad que todos tenemos la culpa de todo, sino que no daba más. Se dio media vuelta ahí, en la esquina de la Cincuenta y Tres con Trece, se metió la mano en un bolsillo y le pidió a un tipo, al primero que pasaba, que lo acompañara, que no gritara porque estaba secuestrado. Se lo llevó hasta su pensión y lo encerró en su habitación y lo amarró a la única silla que tenía. Estaba loco, pero razonaba perfectamente. Por eso, unas horas después, reunió todo lo que le quedaba de plata, lo sacó del cuarto y se lo llevó al terminal de buses, y ahí escogió cualquier destino y se montaron en la flota correspondiente y caminaron y caminaron hasta que terminaron en un potrero completamente alejado de cualquier civilización. O cualquier cosa. Había un ranchito al lado, eso sí. Y un árbol. Y a Javier sólo se le ocurrió amarrar a su secuestrado al árbol y traerle comida desde el ranchito, y trabajar en el ranchito para conseguir algo de comida para los dos. Un maniático. Porque vivió varios meses, hasta diciembre, con el único propósito de sostener a su secuestrado y finalmente, cuando el dueño del rancho, un viejo campesino cuyas tierras no le interesaban a nadie, le recordó que no estaba bien acabar con la libertad de la gente. Y entonces, como para no perder el trabajo, llamó a la familia del tipo, Hernando Sarmiento, y les pidió una suma gigantesca. No sé por qué, pero quise dejar esto para el final, doña Eulalia: el secuestrado, Hernando Sarmiento, no había desaparecido ese día de junio, sino el diciembre pasado, el día de año nuevo, cuando dieron las doce y salió a dar la vuelta a la manzana con la maleta. El tipo, simplemente, no volvió. Así comenzó su año. Decidió ser un hombre nuevo y dejó a su familia y a su hijito, y se fue a vivir en la misma pensión en donde vivía Javier pero nunca se encontraron, sino hasta ese día, en la esquina de Chapinero. Tuvo que ser un año horrible para todos. Pienso en Sarmiento ahí, amarrado a un árbol durante ocho meses, orinando y mojándose con los aguaceros y sudando fiebres sin que nadie le toque la frente, y me dan escalofríos. El tipo está ahí, en el árbol, sin entender cómo se convirtió su vida, una vida sana y convencional, en una obra de teatro de la posguerra. Bueno, bien. Esa es mi última imagen.
-Yo estaba pensando en la primera vez que vi a Consuelo –dice Federico, dispuesto a todo- y por fin me acordé que fue en una fiesta de esas, en el prom de su colegio, y que ella iba a acompañada por el tipo más femenino que he visto en la vida. Tanto, que era una vieja. No, no, déjame contarlo, todos te oímos calladitos tu historia. Estabas muy linda, con tu pelo café y tus ojos grandes, pero nadie podía dejar de mirar al tipo con el que ibas. Yo, que había estado investigando un poco sobre ti, y yo sé que nunca antes te lo había dicho, no podía creer que no salieras a fiestas y rechazaras invitaciones de los más plays de Bogotá, y no entendía cómo la niña más linda que había visto era, también, la que sacaba las mejores notas. Pero lo que más me chocaba era que hubieras ido al prom con una mujer disfrazada de hombre. Después me enteré de que era tu vecina, y que la pobre china estaba enamorada de ti, y que se había cortado el pelo como un hombre y, con perdón, se había forrado las tetas, todo, todo para que aquí la niña se sintiera contenta y al final de la noche ningún ser humano te sacara el pipí en el carro de regreso. ¿Listo?, ¿sí? Lo peor es que todo el mundo se enteró, y hasta hoy, cuando me veo con mis amigos del colegio, me preguntan si Consuelito es o no lesbiana, y aún no entendemos cómo pudiste hacerle eso a tu pobre vecina, que babeaba por ti y te sacaba a bailar toda la noche, y tú preferías que mis amigos te sacaran. ¿Qué querías?, ¿para qué querías hacerla sufrir? No, no respondas, no es tu turno. Tenías dieciséis años y se hacen cosas muy tontas a esas edad. El caso es que esta niña, la vecina, se cambió de sexo hace poco y hace unos días, más de diez años después del famoso prom, encontró a Consuelo y la invitó a salir. Y ella, claro, se cambió de teléfono, de cerraduras, de todo. Por esa época, no sé si ustedes se acuerdan, éramos del grupo de creativos del canal y estábamos trabajando en Funeraria, una especie de Survivor o de Gran hermano o de La otra vida, un programa de esos que encierran a un grupo de gente y los pone a convivir hasta que sólo queda uno, pero éste, el nuestro, era una funeraria: los ocho tipos se encerraban a trabajar en una funeraria, y uno a uno, por iniciativa propia y todo, iban saliendo del programa. El caso es que Nora, la hombre, fue a dar hasta allá, en el canal, que dizque como experta en audimetrías, y se dedicó a frenarle todos los proyectos a Consuelo. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: un día desapareció. Hace poco supimos que se fue a vivir a Kandahar y se vengó, dicen, de todas las mujeres.
-O, ¿qué tal el cuento de Milos Ondricek, el escritor checo más famoso, más famoso que Kundera, a quien hace poquito, a los noventa años, lo acusaron de plagio? –pregunta Mariana-. Horrible, ¿no? El tipo está como el Papa Juan Pablo. No puede levantar la cabeza, babea todo el día y con una zancadilla podría acabarse con su vida, pero se ha comprobado que su último libro plagia doscientas páginas de un libro de sus alumnos de escritura creativa en la Universidad de Columbia. Lo peor es que estamos hablando del escritor que cambió de personalidad varias veces, ¿ese que convencía a todo el mundo de que se había muerto y lograba que su obra póstuma se vendiera increíblemente?, ¿ni idea? Bueno, yo tampoco sabía nada hasta que Tomás me prestó los libros. A ver: Ondricek nació y toda la vida fue profesor de literatura con ese nombre, pero a los cincuenta y siete, cuando se fue a vivir a Nueva York, por culpa de la tragedia de Praga, se cambió el nombre a Washington Phillips y escribió una serie de novelas eróticas que lo hicieron famosísimo, hasta que fue envenenado por un esposo celoso. Sus libros se vendieron como novelas de Paulo Coehlo, claro, porque Ondricek, de pronto convertido en el mejor amigo de Phillips, armó toda una historia sobre su muerte. Lo hizo un par de veces: él, Ondricek, era el editor, y ellos, sus dos últimas creaciones, Thierry Bernard, escritor francés de libros policíacos, y Antonio Ruaix, poeta catalán, eran los escritores. Y lo peor es que iban a todos los congresos, y todo, yo no sé cómo hacía Ondricek, nadie sabe, para conseguirse a esos personajes. Hay quienes dicen que, porque huía del régimen comunista, aprendió a transformarse en otros. Como un camaleón. Pero se aburría de ser otro, o de ser el mismo tanto tiempo, y pronto los dos escritores, el francés y el catalán, encontraron la muerte: Bernard se suicidó en su casa de campo y Ruaix se cayó en el baño de su casa y se fracturó el cráneo. Si la policía norteamericana no hubiera sospechado de él, porque todos sus escritores se morían, a Ondricek no le habría tocado confesar y tendríamos, hoy en día, una lista de los mejores escritores del siglo pasado en la que siete, por lo menos, serían sus personajes. Increíble, ¿no? Tuvo que comenzar a escribir como Ondricek y entonces le dio por hacer novelas metafísicas complicadísimas, hasta que hace poco, a los noventa años, intentó un nuevo seudónimo, Odrick Ravi, y sacó un manual sobre el suicidio. En un artículo leí que abandonó ese seudónimo hace poquito cuando, en un congreso sobre las revoluciones científicas, se dio cuenta de que el conferencista principal, un profesor muy loco con unos problemas enormes, se llama Odrick Ravi y le había dado por anunciar que iba a suicidarse. Lo peor del cuento es que el nombre Odrick Ravi no sería posible, sino, acaso, Ravi Odrick. En fin. Hoy en día, dicen, huele feo, o siente que huele horrible, y entonces carga una botellita de perfume a todas partes, y, como siente que se va a morir, lee todo lo que le faltaba por leer en la vida, un par de oscuras novelas de Dickens y una traducción al checo del Finnegans Wake, y cada vez que se termina un libro, lo quema. Pero el cuento del plagio es el mejor: escribió veinte páginas al comienzo y veinte al final y le salió una obra maestra. La novela original, completa, resulta malísima porque uno no entiende a los personajes, y, aunque la cosa esté en su peor momento, y la situación legal no está muy clara, un profesor de NYU anunció que enseñará con el nuevo libro, el de Ondricek, porque el plagio es tan evidente, tan descarado, que estamos, sin duda, ante una obra de arte. ¿Qué quería decir Ondricek con ese plagio? El profesor de NYU, Michael Cunningham, dice que la idea de Ondricek es que en una historia todo está al comienzo y al final y que la mejor manera de llegar de un punto a otro es contando, mientras tanto, una historia completamente diferente. Chévere, ¿no?
-Ondricek tiene una serie de cuentos, firmados por Odrick Ravi, que yo le mostré una vez a Mariana, ¿se acuerda? –dice el acorralado Tomás Obregón-, ¿los cuentos esos de las máscaras? El primero, que si no estoy mal se llama Los siete clones, es la historia de un tipo que un día baja en un ascensor y se encuentra a un señor idéntico a él, a un gemelo. Ambos se dan cuenta y, después del susto inicial, intercambian teléfonos. Uno a partir de ahí no sabe quién está narrando la historia, si el tipo o su gemelo. ¿Se entiende? Dos tipos idénticos se encuentran y deciden investigar por qué no se conocían desde antes y averiguan, por su mamá, que es la misma, y que no entiende por qué le hacen la misma pregunta dos veces, que no tenían hermanos gemelos. De alguna manera, dispuestos a todo, logran poner una foto en los paquetes de leche diciendo que uno de los dos está perdido, y uno a uno aparecen cinco tipos más idénticos a ellos que quieren saber por qué usaron su foto y por qué dicen que están perdidos. Siete clones. Lo bueno es que nunca explican bien por qué terminaron en esas. El otro, el que a mí más me gusta, se llama La cirugía plástica: ese es sobre una señora, Juliana Guerra, que descubre que el esposo está enamorado de la empleada del servicio y los echa a los dos sin pagarles la liquidación. La pobre se mira al espejo a la mañana siguiente y decide, entonces, hacerse cirugía plástica: vende el carro y todos los objetos de valor, todo para pagar la operación, y elige, en la última revista Buenhogar, los ojos, las bocas, las orejas y los cuerpos de las mejores modelos y actrices del mundo. Sí, queda irreconocible. Como un Michael Jackson, pero en ser humano. Y en mujer. A los cincuenta se ve mejor que Catherine Denneuve. Y claro: tampoco quiere tener ese nombre. Juliana Guerra siempre ha sido Juliana Guerra de Díaz, y ya no le gusta ni el Díaz, ni el Guerra, ni el Juliana. Además, así no podrán hacerle más el chistecito. En fin. Se pone María Paz, como para ser simbólica, la pobre, y un día, en un centro comercial, se encuentra con una persona idéntica a ella. Una gemela. Y aterradas, juntas, van a una cafetería y la gemela le confiesa, después de un rato, que su nombre es Juliana Guerra. Es impresionante. Y bueno, el libro sigue con ese tono. Está el cuento de un ciclista que se escapa del lote y comienza a subir el Alpe de Huez en medio de la neblina y nunca, jamás, vuelve a encontrar la civilización. Un semáforo en rojo que dura toda una vida: un tipo siempre para en el mismo semáforo, camino a su trabajo, Un político famoso, candidato al senado, que un día, en plena campaña política, deja caer a un bebé chocoano, de esos negritos y mocosos, por ponerse a darle un beso para las primeras planas, y entonces su carrera se termina, porque el niño se muere en el hospital y todo el mundo, indirectamente, comienza a pensar que no es un tipo de fiar. El político, desesperado, se manda a hacer una máscara para que nadie lo reconozca y todos los días, por la noche, se la quita. Hasta que, de tanto tener que usarla, comienza a preferirla a su propia cara. Entonces, cuatro años después, vuelve a lanzarse al senado, con otra cara y otro slogan y otro nombre de pila, y gana. Ese se llama La máscara. ¿Se entendió?
-Me hizo acordarme del primo de Federico –dice la incisiva Consuelo-, Doña Eulalia, este es un tipo de esos que todos saben que cuando grandes van a salir corriendo del país. Mejor dicho: una vez que acompañé a Federico a Sanandresito, porque Fede si no compra sus películas piratas en donde Richie y Lilianita no queda tranquilo, comenzamos a ver, mientras sacábamos plata en los cajeros que hay en la primera entrada de Providencia, el centro comercial más decentico, que un poco de gente comenzaba a rodear un Mazda Coupé, rojito, y nos acercamos y era que Pacho, el primo de Fede, se estaba masturbando en el carro con un amigo. Casi lo linchan. Mejor dicho, lo lincharon, pero quedó vivo. Y con todo, y con magulladuras, y con esa reputación, y con el apodo que le pusieron, “manitas creativas”, el tipo terminó su carrera y todo y hace dos años, con el boom del Internet y todo eso, le dio por poner un portal gigantesco, www.mocotnup.com, y con la ayuda de Marta, la mamá, tía de Federico, consiguió una cantidad de inversionistas y una cantidad de plata y el tipo se la gastó toda en comprarse un apartamento en Miami y en alquilar una limosina para pasar por la Quince, en Bogotá. Bueno, bien. El caso es, para decirle por qué me acordé del tipo, doña Eulalia, que a Pacho le entró la necesidad de buscarse a sí mismo y, porque Fede le recomendó leerse Levantad carpinteros la viga del tejado, decidió que se iba a ir a buscar al autor, a Salinger, para que le dijera una frase, cualquier cosa que le diera sentido a la vida. Lo esperaría día y noche, si era necesario, porque, doña Eulalia, Salinger vive encerrado en su casa y no quiere que nada ni nadie lo invada. Ha alejado, incluso, a sus propios hijos y no quiere volver a saber nada de ellos. El caso es que Fede iba a ir a conocer a Salinger con Pacho, pero con la condición de que después, de regreso, fueran a Santos Lugares a conocer a Ernesto Sábato, pero al fin no salió nada porque a Federico, que tiene un Edipo impresionante, y siempre se ha dejado controlar por su mamá, se le metió en la cabeza que la mamá estaba enferma y que se quería morir, y entonces tuvieron que viajar hasta Cartagena, porque pues la señora sufre del corazón y vive allá, y como no había pasajes tuvieron que irse por tierra, y se salvaron de la guerrilla y de los paras, y todo, y pusieron sus vidas en riesgo y toda la vaina, y todo para que, cuando llegaran hasta la casa de la mamá de Fede, se encontraran a la señora, feliz de la vida, regando sus maticas. Bueno, bien. ¿Y qué le dijo? “¿Qué me va a pasar, ah? Ni que tuviera cinco años. Tú siempre has sido mejor pendejo, ¿no mijo?” Ahí termina mi historia.
-Pero lo que no cuenta Consuelo –dice Federico-, es que los dos degenerados de mi vida, Carlos Andrés y Pacho, le ayudaron a hacer la tesis. No, ellos no la hicieron con ella, pero sí les presentaron a Toribio, el loco sobre el que hicieron la tesis. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: esta historia es lo máximo. Consuelo y Giovanna, la mejor amiga, decidieron hacer la tesis inspirada en el comienzo de una obra de Shakespeare, o yo no sé qué cosas, sí, Shakespeare, y entonces se pusieron como objetivo demostrar que se puede manipular a una persona gracias a los medios de comunicación. ¿Qué hicieron? Conocieron a Toribio, gracias a que los degenerados trabajan gratis en Hambrecita, la institución social más importante de Bogotá, y se hicieron amigas de él hasta el punto de que, de ser un mendigo harapiento y lleno de moscas, lo convirtieron en un hombre afeitado y más o menos bien vestido. El tipo, creo yo, estaba enamorado de las dos, y ellas, que supieron ser mujeres en todas las clases de la carrera, porque esta Giovanna también era tremenda y, con perdón, se lo dio a todos los profesores del área de lingüística, que eran los de peor aliento, ellas jugaron con el pobre Toribio y lo hicieron entusiasmarse. Y un día, en una fiesta privada, lo emborracharon y lo dejaron amanecer en un apartamento de Giovanna y le hicieron creer que esa había sido su verdadera vida desde hacía muchos años y que lo de ser mendigo sólo había sido una horrible pesadilla. ¿Listo?, ¿sí? Pues bueno: el tipo se creyó el cuento, y se volvió, con todas las de la ley, el esposo de la una y el amante de la otra, y estas dos, divertidísimas, felices jugando con el desechable, porque estaba churro, y así duraron unos tres meses hasta que el tipo se aburrió y prefirió volver a la calle. Ellas, claro, tuvieron su tesis y su trabajo de campo. No lo contaron todo. Dijeron que Toribio había sido contratado para recibir medios y medios después de haber vivido mucho tiempo solo, en la calle, y que se convirtió, después de haber sido nómada y libre, en un autómata teledirigido. Esa fue la conclusión. Bonita, ¿no?
-¿Me toca? –pregunta Mariana, que comienza a quedarse sin historias, pero que en tal caso tiene pensado plagiar todas las novelas de V.C. Andrews que se leyó cuando era chiquita-, ¿ya?, pues no sé, me acuerdo de una cosa que le pasó a mi abuelito, el croata, cuando acababa de llegar a Bogotá y no sabía ni una coma de español. El pobre se enamoró de mi abuelita, que era española y había huido de la guerra civil de por allá, y se miraban y se iban a parques y se cogían las manos (porque esas es la versión oficial de todas las parejas de la época, ¿no?, que sólo se cogían la mano) hasta que un día ella llegó tarde y sudorosa a la cita y le entregó una nota en francés, que era el único idioma raro que ella se sabía, diciéndole que a esa hora no se podrían ver, pero que dentro de un rato, a las cinco de la tarde, podrían encontrarse en su casa, en la de ella, porque iba a estar sola. A cogerse las manos. El problema era que mi abuelito, el croata, sólo entendía que algo iba a pasar a las cinco porque ahí estaban los números: el cinco y los dos ceros y el pe eme. Pero, ¿qué pasaba a las cinco de la tarde?, ¿qué pasaba?, ¿por qué sudaba?, ¿por qué tenía afán?, ¿habría pasado algo grave? Se fue por la calle como un loco, a la peluquería, a la cigarrería, y nadie, nadie podía traducirle la nota, porque, seamos sinceros, ¿quién sabe francés en Colombia? Yo, por lo menos, sólo sé decir Je sui Marianne. Tremendo, ¿no? Y bueno: finalmente, el pobre llegó a una librería, y aunque no había diccionario croata-alemán, por lo menos encontró diccionario francés-español y un tipo, con señas, lo llevó a todas partes y le explicó todo lo que tenía que hacer. Sin ese tipo, que hoy en día es como otro abuelo para mí, mi papá jamás habría nacido y yo, muy probablemente, no estaría contando esta historia.
-Bueno, bueno –dice doña Eulalia-, yo creo que por hoy está bien, ¿no Gabriel?, ¿no Gustavo? Ustedes deben estar rendidos, y no estaban preparados, ni nada, así que yo creo que mañana, a la misma hora, podemos comenzar.
-Pero doña Eulalia –dice Gustavo-, ¿no le parece que tenemos que oír la última historia?, ¿la última de Tomás?
-Sí, a mi me da la impresión de que él tenía preparada una muy, pero muy buena –dice Gabriel.
-Sí, sí, perdóname Tomás –dice doña Eulalia-, tus historias me han encantado todas.
-La verdad es que la que me falta no es la mejor –dice Tomás-, pero de pronto les divierta. Es una corta historia de la vida real. Es más, me ocurrió a mí. Y fue en una comida como ésta. La mamá de mi papá, mi abuela, nos invitó a todos porque por fin se había vuelto a hablar, después de quince años, con su nuera, mi mamá, y cuando terminó la comida nos dijo, con una malévola sonrisa de oreja a oreja, que uno de los platos había sido envenenado. Que uno de nosotros, mi papá y mi mamá y mi hermanita de dos años y yo, moriría al día siguiente. A partir de ese momento, la comida, por supuesto, fue un desastre. Al otro día nadie se murió, pero jamás volvimos a ver a mi abuela en familia. Mi papá, desde ese día, la visitaba a solas e iban a cine. Yo, cuando era chiquito y no me imaginaba que mi papá se iba a morir de un infarto, siempre lloraba cuando mi papá iba a visitarla. Tristísimo. No sabía que la pobre tenía todo un problema hormonal que la llevaba a extremos como ese.
Van a reírse, pero no lo hacen. El cuento fue divertido, pero al final no tanto. Sienten, todos, que tienen que sacar una conclusión, una moraleja, después de semejante historia. Y no, no lo hacen porque ya es muy tarde y pronto comenzarán una época mucha más agitada que ésta. Prácticamente, vivirán en la casa de doña Eulalia. Verán crecer a sus padres y, tarde o temprano, los verán convertirse en abuelos. Serán adultos. Pero, por ahora, sólo quieren pensar en que les fue muy bien en la maratón de historias.
Se despiden de doña Eulalia, como si se tratara de una reina. Se despiden del doctor, del presidente del canal, del mayordomo y de las dos empleadas y bajan las escaleras de madera y se van, por el mismo caminito de piedra por el que llegaron, hasta el carro de Federico. Salen de los terrenos de la mansión y paran a una orilla de la autopista y se mueren juntos de la risa. Federico le da un beso a Consuelo en la boca y comienzan a pasarse de tono en frente de Mariana y Tomás que deciden mirar casa uno por su ventana.
-Usted sabe que estoy enamorado de usted –le dice Tomás a Mariana-: usted sabe que le iba a dar un beso, pero que con estos dos adelante se vería culísimo.
-Y usted sabe que yo lo adoro, pero que tengo novio –aclara Mariana.
-Sí, esa es la otra –responde Tomás.
-Ustedes deberían cuadrarse –gime Consuelo mientras besa a su Federico-, uno dice mejores mentiras.
-Pero ahí les fue bien –opina Federico con la boca atrapada en los dientes de la incisiva Consuelo-, se inventaron abuelitos croatas y abuelitas asesinas. Hasta autores.
El carro se pierde, ahora sí, de la vista de Edgar, el mayordomo, que sube las escaleras con Amelia en un brazo y Abigail en el otro y llega hasta el estudio, en donde Gabriel Zuleta y Gustavo Lemus se fuman un cigarro cubano. Caminan y se ríen con sumo cuidado. Porque a las tres de la mañana, claro, doña Eulalia está cansada, muy cansada, y sólo quiere dormir para levantarse temprano al otro día. Tiene que dejar de jugar juegos tan peligrosos, eso piensa la señora. Que tiene la conciencia tranquila porque mañana les va a decir a los jóvenes libretistas que el mal de Blackberry no existe y que los contratos, los verdaderos, están sobre sus escritorios, en las oficinas del canal. Ahora duerme, sí, y es como una morsa depilada. Y, porque sueña, y porque así funciona nuestra vida, ella sola comienza otra historia.