Mi bufanda favorita no aparecía por ninguna parte y mi esposa trataba de convencerme de que jamás la había comprado. Yo, por supuesto, sospechaba de ella. Llevábamos treinta años de casados, pero todo el tiempo, cuando algo malo me ocurría, sospechaba de ella. Siempre estaba diciéndome qué tenía que hacer y cuándo debía hacerlo. Se la pasaba preguntándome qué sería de mi vida sin ella, si no me planchara los vestidos, si no me sirviera el desayuno, si no me eligiera la ropa que me pondría cada día, y yo, que desde chiquito aprendí a callarme y a sentir que tenía que hacerme a un lado para no quedarme solo, la dejaba hacer todo lo que se le ocurría sin quejarme por nada. Dios mío: no soportaba el tono ni el timbre de su voz, pero apretaba los dientes y seguía adelante.
Que escogiera la ropa que no me gustara, que me sirviera deplorables huevos melcochudos, que me ordenara comprar ya, ahora, algo para la casa: yo me lo aguantaba todo. De hecho, no se me pasaba por la cabeza que me estuviera invadiendo la vida. Que me estuviera minando. Al fin y al cabo, éramos esposos y yo le debía lealtad y solidaridad y si ella me decía que necesitaba que la acompañara al barrio más peligroso de Medellín o si quería que adoptáramos a un negrito chocoano con problemas de aprendizaje, yo la respaldaba. Hasta que la muerte nos separara. Para siempre.
Pero que mi bufanda favorita, la única prenda de mi independencia, la única que yo había escogido en mis últimos veinticinco años de vida, no hubiera existido nunca, jamás, era algo que no estaba dispuesto a tolerar. Lo único. Sí, yo estaba agradecido con ella. Ella era amable, y buena, y había hecho muchas cosas por mí, pero a cambio del fin de mis amistades, en contra de mi sistema nervioso y de mi respiración. Al comienzo, cuando nos casamos, me preguntaba cómo era posible que yo prefiriera irme a hablar con mi hermano o con mis compañeros de trabajo a pasar toda la tarde con ella viendo sus programas favoritos de televisión. Pronto, claro, dejé de hablar con todas las personas que quería. Nunca peleé con ellos, pero sé que me quedé sin amigos.
Y sí, todo estaba bien: que no me dejara hablar por las noches, que me dijera a qué horas tenía que irme y a qué horas tenía que volver, que educara a nuestros hijos adoptados en la dependencia y el chantaje, todo, absolutamente todo estaba bien, pero que tratara de convencerme de que esa bufanda no existía, y justo ahora, que se me había pegado la peor de las gripas de las que tengo memoria, era todo un ataque a lo poco que quedaba de mí mismo. Desde que la compré, en enero de este año, me había tratado de convencer de que era una bufanda de mal gusto, más bien inútil, demasiado delgada. Me había dicho que ella me compraría otra, una escocesa, y yo, en el único acto de independencia de mis cincuenta y nueve años, le había respondido que no, que esa era la que me gustaba. Y punto.
Nuestros hijos ya se habían ido de la casa. El menor se había casado en noviembre del año anterior y se había ido a vivir, como todos sus hermanos, a Pórtland. Mi esposa les hablaba poco por haberla abandonado. Y yo, que acababa de pensionarme de la Universidad de Bogotá y trataba de no enloquecerme dictando un par de clases y escribiendo un libro que un editor me había encargado sobre Les Luthiers, aguantaba, solo, las quejas y las críticas y los juicios inclementes. Sí, ella era buena con todos. Pero a todos les reclamaba, tarde o temprano, lo que había hecho por ellos. Y lo que había hecho por ellos era, finalmente, lo único que estaba en su memoria. Los actos ajenos se le borraban por completo y sólo quería que le dieran las gracias. Y se las daban, pero ella jamás lograba oírlas.
-La bufanda azul oscura –le dije ese lunes-, la que me pongo todos los días, no puedo ir a clase si no la llevo.
-Dios mío, ayúdame –dijo ella mirando al cielo-, que esa bufanda no existe, que si quieres salir bien abrigado más bien te pongas esta chaqueta.
-Esa chaqueta no es mía –respondí. Y no, no era mía. ¿Cuándo, en qué momento de locura había comenzado yo a usar esas cosas tan extrañas, con lanitas en el cuello y solapas de los años setenta?-, ésta es la primera vez que la veo en toda mi vida.
-Pero si la compramos el año pasado: yo estaba ahí.
Comenzaba, como era usual, a responderme con violencia. Pero esta vez yo no iba a ceder. Hacía cedido en todo, en mis principios, en mi forma de ser, pero en esto no, en esto, en la existencia de mi bufanda favorita y en la inexistencia de esa chaqueta de tipo mucho más joven que yo, había mucho, mucho más en juego.
-Sí, pero es una chaqueta nueva.
-Porque siempre tenemos este mismo problema: siempre tengo que obligarte a ponértela.
-O sea que no deberíamos tener ningún problema: si no quiero ponérmela, no quiero ponérmela, y listo. Nadie puede obligar a nadie a hacer nada.
Pero me la puse. Para callar sus quejas y sus peleas, por Dios, tenía que hacer algo como eso. Eso sí: no cedí, nunca, en la cuestión de la bufanda. ¿Para qué iba a ceder?, ¿por qué? La busqué por todas partes, les pregunté a todos mi conocidos cuándo había sido la última vez que me la habían visto puesta, puse el de su desaparición como tema central de mi última clase. El tema era cómo el azar interviene en nuestras vidas y era un lunes lluvioso, así que no era tan descabellado. Soy profesor de la Facultad de Artes. Y a veces de la de literatura. Mi relación con mi esposa, malsana y duradera, me ha servido muchísimo para enfrentarme a esos alumnos. Gracias a mi esposa, aprendí que la gente quiere que le digan, solamente, lo que quiere oír. Es más, que no oyen sino lo que les conviene. Cuando han pasado dos semanas de clases, ya sé qué decirle a cada alumno. Y al final del semestre, cuando el director de la carrera me llama a la casa, sé que va a decirme que las evaluaciones de los alumnos fueron muy positivas.
A la señorita Te le encantó la historia de mi bufanda. Yo, en secreto, había estado mirándole las piernas, pero lo hacía, básicamente, porque me sorprendía que, en tiempos de jeans y pantalones extraños, ella insistiera en ponerse faldas y en sentarse en la primera fila. En cualquier caso, Te, al finalizar la clase, se me acercó y me preguntó por qué me había puesto esa chaqueta tan ridícula y lamentó profundamente que se me hubiera perdido la bufanda que ella me había aconsejado comprar.
-Tiene que aparecer –le dije-, las cosas no se pierden así como así.
-Se veía lo más de lindo con esa bufanda –me confesó.
-¿En serio?, ¿lindo yo? –dije completamente rojo-, hace años que nadie me decía que me veía lindo. El último fue un cuñado, y por eso se le dañó el matrimonio.
-¿Y cómo va su libro?
-Bien, bien, estoy tratando de redactar la biografía de Mastropiero: lo bueno es que me estoy divirtiendo mucho.
-A mis papás les encantan los Les Luthiers.
No, no era el confuso uso de los artículos: era que sus papás fueran de mi generación. Por eso, tarde o temprano, siempre me sentía incómodo y nervioso. Por eso siempre huía de esas conversaciones. Por eso la señorita Te siempre se quedaba en el territorio de mis fantasías. Por eso, y porque Ene, el joven lleno de acné y peinado como el vocalista de un grupo de ska, tendía a aparecer en los momentos culminantes. Ene estaba enamorado de Te y me tenía celos. Hablaba mal de mi clase, y todo, y se preparaba por las noches para hacerme preguntas que no pudiera responderle. Yo, claro, se las respondía.
-¿Va a ir al festival de danza contemporánea? –dijo ella sin importarle la aparición de Ene-, creo que tengo dos boletas para la obra de Israel.
-Para usted y para su esposa –dijo Ene pasándole a Te un brazo alrededor de los hombros: a ella eso le molestaba profundamente-, podríamos ir juntos, ¿no?, tiene mucho que ver con lo que usted estaba hablando en clase, ¿no?, porque, si no estoy mal, está basada en un evangelio apócrifo, y eso tiene que ver con lo que usted estaba diciendo de que nos eligen la versión oficial de la historia, ¿no?, la versión oficial, ¿no?
-Sí, sí, ¿y cuándo es esto? –dije señalando las boletas-, ¿este sábado?
-Este sábado –dijo ella como si comenzara a resignarse a mi negativa-: iríamos los cuatro.
-O los tres –dije-, yo no sé qué tanto se anime mi esposa.
-Sí, bueno: como usted diga, lo importante es que cuadremos en dónde nos encontramos o si lo recogemos o cómo hacemos para vernos allá. Yo lo único que quiero es hacer algo por usted. Yo estoy muy agradecida por la clase, y pues mi cuñado, que no es gay, ni nada raro, trabaja en el Jorge Eliécer Gaitán, y siempre me está ofreciendo boletas para ese tipo de cosas. Ahora: lo importante es que para ese día haya aparecido su bufanda.
-Sí, eso es –acepté.
-Profe –interrumpió el mal aliento de Ene-, ahorita quiero ver si puedo hacerle unas preguntas, ¿no?
-Sí, sí, claro: ya, si quiere.
-Bueno, entonces nos vemos el viernes en clase –dijo Te, preparándose para salir-, y pues ahí organizamos todo. Muchísimas gracias por todo.
-Gracias a ti por la invitación –me atreví a decirle.
La señorita Te dio una vuelta y se fue. Y así, de un momento para otro, yo estaba encerrado con Ene, a solas, oyendo sus extrañas preguntas. Quizás jamás saliera vivo de ese salón. Las patillas de Ene, salvajes y pintadas con agua oxigenada, eran toda una amenaza. Estaba dispuesto a decirle que sí a todo lo que me dijera con tal de salir vivo de ese salón. ¿Quién quiere morir en un salón de clases? Los peores alumnos le pintarían a uno el croquis con tiza. Y seguro que lo acostarían a uno en una fila de pupitres.
-Profe, hermano, lo que pasa es que yo tengo un vecino, ¿no?, y es un tipo hosco y grosero, un poco como el O’Hara del cuento de Joyce, ¿no?, así, antipático y gruñón y malgeniado, ¿no?, y yo he pensado muy seriamente en asesinarlo, ¿no?, y tengo todo este plan aquí, en estas hojitas, que yo quiero que usted mire y me corrija, ¿no?, por eso que hablamos el otro día del asesinato como una de las bellas artes, ¿no?
Ene, sí, estaba loco. Como todos los estudiantes de Bellas Artes. Quizás quería asustarme, tal vez ni siquiera tenía un vecino. Pero, fuera como fuere, era mi oportunidad para derrotarlo, para ganármelo, para evitar que preparara preguntas rebuscadas por la noche.
-Qué interesante –le dije-, podría valérselo de examen final.
-Sí, ¿no?
-Pues imagínese –le aclaré-, todo el mundo se la pasa analizando teorías y planeando cosas, pero pues la gracia es poner en práctica las cosas. Y, ¿cómo se llama este vecino?
-Esa es la vaina: yo no sé cómo se llama.
-¿Pero sí está convencido de asesinarlo?
-Completamente –dijo-, es un tipo que no le sirve a la humanidad, es la farsa más grande que conozco, ¿no?: todos en el edificio están convencidos de que es un benefactor sonriente y con sentido del humor, ¿no?, porque siempre está haciendo cosas por todos y les ayuda y les presta plata, pero siempre que se mete conmigo al ascensor comienza a hacer mala cara, ¿no?, y yo sé, porque uno oye todo de apartamento en apartamento, que se la pasa viendo pornografía, ¿no?, y que los muchachitos que van a visitarlo no son sus sobrinos, ¿no?
-Pero eso qué tiene de malo.
-Que es mentira –dijo como si se le fueran a salir los ojos-, que todo el mundo cree que es un santo, ¿no?, y es un tipo que no determina a la esposa y que le es infiel con películas de Cinemax, ¿no?
-¿Y eso por qué es problema suyo?
-Porque, como usted dijo la clase pasada, o bueno, como decía Rubem Fonseca, o como dice el estudiante Raskolnikov, en Crimen y castigo, ¿no?, si la gente moralmente superior, la gente educada y sensata, no se encarga de limpiar la tierra, ¿no?, ¿entonces quién más va a decir quién es y cómo debe ser el ser humano?, ¿no?
Por supuesto que hubiera podido entrar en una ridícula discusión sobre por qué Ene, el barroso y cochino pretendiente de la señorita Te, se sentía autorizado a invadir la intimidad de un tipo y a asesinarlo por cualquier razón, y tarde o temprano le habría comprobado que estaba loco, cosa que, en cualquier caso, estaba más que comprobada desde que se le pasó por la cabeza hacer un plan criminal, escribirlo y mostrárselo a un profesor para ver si estaba bien hecho, o si mejor sería esperar un par de semanas más o usar una pistola con silenciador. Sí, hubiera podido decirle que no me dijera ni una palabra más, que se olvidara de inmediato de sus deseos de matar, pero no, le llevé la cuerda.
-¿Qué le parece si me deja el plan y yo lo reviso esta noche?
-No, no puedo –me explicó-, ¿quién me dice a mí que usted no va a irse ya para la policía?, ¿no?, o que me va a decir que deje el plan para la otra semana, y no, no señor, tiene que ser ya, antes de que, como dice Nietzsche, mi burguesía y mi inferioridad católica se metan en mi cerebro, ¿no?
-Sí, claro, lo que pasa es que yo no puedo quedarme ahora –le dije-: tengo que hacer mil vueltas, y dictar otra clase, y además lo que conté de la bufanda es en serio, de verdad quiero resolver ese problema. Si no, con mucho gusto me sentaba y revisaba su plan.
-No, y yo no puedo dejárselo –dijo él-: me parece demasiado arriesgado, ¿no?
-Lo único que puedo decirle ahora es que lo mejor es que esté completamente seguro de lo que está haciendo: para ajusticiar a alguien, hay que tener autoridad y ser muy, pero muy competente, y tener muchas, pero muchas pruebas. La intimidad no es, en ningún momento, discutible: las cosas sexuales son como las idas al baño. Cada uno sabe cuándo, cómo y por qué tiene que hacerlo y nadie, ni siquiera un vecino o un cura o una esposa, tienen derecho a hacer preguntas. Si al tipo lo quieren en el edificio, es por algo. Eso es lo único que le digo. A nadie, ni a la mujer, le importa lo que haga en su apartamento. Lo mejor es que a usted tampoco le preocupe.
Así terminamos. Él terminó de odiarme y yo finalmente logré escaparme. Di una clase de literatura, fui al supermercado y compré el yogurt y las papas fritas que mi esposa me había ordenado comprar y después, dispuesto a mirar debajo de cada mueble de mi apartamento, emprendí la búsqueda de mi bufanda. Mi esposa, a Dios gracias, no estaba por ninguna parte. Pude ir por todas partes e investigarlo todo, y pude darme cuenta, sin testigos, de que algo muy extraño estaba ocurriendo: en el closet de nuestro cuarto había un fantasma o algo por el estilo.
Porque, lo juro por Dios, había una chaqueta de gamuza que jamás se me habría ocurrido ponerme en toda la vida, y mis corbatas italianas, que había coleccionado durante años y años, habían desaparecido como mi bufanda. Era una de las peores sensaciones que había sentido: yo quería a esa corbatas. No tanto como a mi bufanda, claro, pero mi hermano, cuando todavía nos hablábamos, me las había regalado, y significaban mucho para mí. Porque yo, me acuerdo, adoraba a mi hermano.
Esa noche me fui a dormir sin mencionar el tema de la bufanda. Yo sabía que ahí estaba pasando algo mucho más grave de lo que parecía, y que conversarlo con mi esposa, que seguro estaría detrás de todo, moviendo los hilos, podía acabar con todo. Me puse a leer el primer libro que encontré por ahí, Las mujeres que aman demasiado, y poco a poco me fui quedando dormido bajo el frenético ritmo de los ronquidos de mi mujer y los constantes ataques de sus largas uñas de los pies. Si algo he aprendido en todos estos años, es que uno se acomoda a cualquier cosa: es por eso que los soldados pueden dormir en las trincheras.
Al día siguiente, martes, me levanté cuando ella se estaba bañando. Abrí el closet y encontré una camisa roja que jamás había visto en mi vida y, como si me poseyera un instinto milenario, busqué por todas partes mi camisa escocesa de cuadritos azules. Ella, claro, tenía una explicación: esa era mi camisa roja, brillante e incómoda, lista para atraer al más manso de los toros, y jamás, óigase bien, nunca, había tenido una camisa escocesa de cuadritos azules. Me tape los ojos con las dos manos y logré controlarme. No soy una persona violenta, ni nada, pero sé que dentro de mí hay más violencia que en el patio de recreos de una correccional. Es una buena comparación porque a la mía, a mi violencia, tampoco la dejan salir a la calle.
El miércoles no fue una camisa, sino unos pantalones de pana. Yo no tenía, jamás he tenido, un par de pantalones de pana. No, nunca. Y ahora ella, mi esposa, me trataba de convencer de que odiaba el dril y los jeans y siempre, todos los días, insistía en usar sus mismos pantalones de pana. ¿Corbata?: jamás había usado una corbata. ¿Bufandas?: yo me burlaba de las bufandas. Ella no entendía por qué me empeñaba en ser una persona que no era, por qué insistía en ponerme unas prendas que no me iban a llevar a ninguna parte. Yo encogí los hombres y me fui a la universidad. En realidad, quería pedirle el divorcio, o separarme, pero me daba lo mismo porque no iba a salir a la calle con pantalones de pana y camisas roja.
El jueves, cuando me fui a poner los zapatos, no encontré ninguno de los míos. Sí, me había resignado a usar bóxers en vez de calzoncillos y, de un momento para otro, había asumido que no usaba cinturón sino tirantas, pero de ahí a aceptar que usaba zapatos apaches, y mocasines con una monedita de cobre, había toda una vida de distancia. Le pregunté a mi esposa qué estaba pasando y ella me respondió que no me preocupara, que ella había estado averiguando y se había enterado de que yo, simplemente, estaba viviendo un episodio sicótico que solía aparecer en la vida de los hombres a los sesenta años. No me hizo sentir mejor.
El viernes ni siquiera le hablé. En el armario no había ni una sola de mis prendas. Ni una. Y no sabía cómo interpretar lo que estaba ocurriendo. Es más, sabía que no era interpretable. ¿Ella me estaba poniendo esa ropa de un día para otro?, ¿tenía un amante y lavaba toda su ropa?, ¿quería enloquecerme y conseguirse a alguien que sí quisiera usar esos sacos, esas chaquetas, esos pantalones de pana? Me fui a la universidad con esas preguntas perdidas en mi cabeza y con el descubrimiento de que no había avanzado nada, pero nada en mi libro sobre Mastropiero. Y ahí, en la puerta, sentado como un sicario de tercer semestre, estaba Ene. Sí, Ene. Había evitado su aliento y su acné maduro durante toda la semana. Había utilizado los caminos menos transitados, me había escondido en las esquinas y en las cafeterías. Pero sabía que más allá de eso no podía hacer nada. El viernes, en clase, tendría que enfrentarme a su locura, a sus planes para asesinar a su pobre vecino. Quizás a su crimen.
-Profe, lo he buscado toda esta semana, ¿no?
-Sí, claro, es que me la he pasado en mil vueltas y mil cosas y he estado escribiendo páginas del libro que me pidieron que escribiera, mejor dicho, esta semana no he podido ni pensar.
-Y era para que comentáramos lo que le dije el otro día, el lunes, lo de mi examen final, ¿no?, lo del vecino ese que le conté la vez pasada, ¿no?
-Sí, yo sé, yo sé, lo del asesinato –le dije y, como si fuéramos hermanos siameses, nos volteamos a ver si alguien había oído la última palabra-, ¿qué más pasó con eso?
-Pues eso, que tengo que contarle, ¿no?
-Cómo así, ¿ahora no?, cuénteme.
-Pero es como mejor que no se entere nadie, ¿no?
-No sé, no sé, ¿es muy grave? –le pregunté-. Mejor dicho, ¿le tengo que corregir o que calificar?
-Pero si me califica, yo creo que termina rajándome, ¿no?
Me estaba perdiendo. No soportaba las comparaciones. Soy profesor de literatura y de arte, sí, pero odio las metáforas y los símbolos. Me gusta que me hablen directo. Al grano. El amor no es, para mí, una mata que hay que regar y regar para que no se vaya secando. No es un niño al que hay que alimentar para que no se vuelva una pesadilla cuando grande. Es el amor, y ya. Uno lo confunde con casi todo lo que siente. Eso es lo único que he aprendido en todos estos años. Bueno, no lo único, pero casi.
-Hablemos un poco más claro –le dije-, ¿lo mató o no?
-Pues yo hice lo que pude, ¿no?, yo traté de seguir el plan punto por punto, ¿no?, pero como usted al final no quiso corregírmelo, pues no sé qué pasó, ¿no?, al final resultó, por ejemplo, que la esposa no era la que vivía con él, que era la hermana, ¿no?, y que sí, le gustaban los muchachitos, pero los que iban allá era porque la hermana es scout, a estas horas de la vida, ¿no?, y pues la van a visitar los osos y los tigres y las águilas, ¿no?, pero el cuento es que yo calculé todo lo que había que calcular, pero me nublé a la hora de la hermana, no se me pasó por la cabeza que esa pudiera ser una hermana, ¿no?, y eso cambiaba todo porque él no metía a los niñitos a escondidas, sino que venían, y le dejaban cosas a ella, y se iban, y no salían con caras de contentos, ¿no?, ni de haber perdido algo allá adentro, y con “algo” me refiero, claro, a lo que sabemos, ¿no?, y entonces yo entré a la casa porque descubrí que deja la puerta sin el seguro de arriba cada vez que entra alguien, y era de noche y, como mi apartamento es exactamente igual, con todas las habitaciones en el mismo sitio, ¿no?, entonces me escondí en el cuarto de la muchacha, en el closet del calentador, ¿no?, y esperé a que llegaran las doce de la noche, la doce en punto, como en cualquier cuento fantástico de esos que leímos al principio del semestre, ¿no?, y salí, con una linternita que llevaba en el bolsillo de mi camisa, de esta camisa, y fui a la zona de los cuartos y me puse mis guantes y entré a la habitación primera, que resultó ser la suya, ¿no?, la de él, la del vecino, pero no había nadie por ahí, en el cuarto, y yo, que quedé feliz con las clases que nos dio usted sobre Sophie Calle, ¿no?, la artista ésta, ¿no?, me puse que dizque a espiar todo lo que hubiera por ahí, y me metí en los cajones del señor, y en el maletín, y no se imagina lo que encontré, ¿no?, unos aparatos mecánicos impresionantes, comprados en tiendas de sexo, ¿no?, en sex shops, ¿no?, me da pena con usted pero eran pipis mecánicos rosaditos, y cremas para la lubricación, ¿no?, y quedé asqueado y entonces, cuando estaba a punto de salir de ahí, con las pruebas de los crímenes en una mano, entró la hermana, ¿no?, y me preguntó qué carajo hacía yo ahí, con ese rosado aparato mecánico en mi mano, y le dije que no era mi culpa, que mi vecino me lo había prestado, ¿no?, porque qué más podía decir, cómo podía justificar mi comportamiento, y ella me dijo que él estaba en el cuarto del lado viendo televisión, que me lo iba a llamar de inmediato, ¿no?, y yo le dije que no y ella empezó a gritar y me le lancé para callarla, ¿no?, y cuando menos lo pensé tenía a este tipo encima y yo le pegaba con su propio miembro de pilas, ¿no?, y no podía entender, ni puedo, cuál era el misterio del apartamento de mis vecinos, que eran como los de Casa tomada, ¿no?, y entonces salí corriendo, y por eso tengo todos estos rasguños en la cara, ¿no?
Era una cabeza confusa. Eso era todo lo que lograba pensar. Que ese pobre ser humano, ese supuesto espíritu superior, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era, en verdad, lamentable. Le di una palmadita en la espalda y le dije que se sentara, que iba a comenzar la clase, que ahora, más tarde, arreglaríamos lo del examen final. Y sí, aterrado, con sus ojos en mi espalda cada vez que me daba la vuelta para anotar algo en el tablero, con los nervios de punta por lo que vendría, di mi última clase de la semana. La señorita Te, con su minifalda, y su mirada como de alumna de Indiana Jones, me alegró el momento. Y al final de la clase, mientras Ene se acercaba a preguntarme qué opinaba de su fallido intento de asesinato, me recordó que el sábado iríamos a la función de danza contemporánea. O como se llame eso.
-Sólo tengo un problema –le dije tomándola del brazo y llevándomela a una esquina-: muy aquí entre nos, me niego rotundamente a ir a cualquier parte con Ene. Yo sé que usted lo quiere, que son novios, o amigos, o lo que sean, pero la verdad es que no, no puedo con él, le tengo miedo.
-¿A qué? –preguntó Ene que nunca, jamás, nos dejaba solos, y siempre, sin falta, le ponía el brazo alrededor de los hombros-, ¿a qué le tiene miedo, profe?
-A salir a la calle sin mi bufanda –improvisé-: mi cuñada tiene una gripa horrible. Se llama “el abrazo del mongo”, creo.
-Pero podemos hacer algo para evitarla –dijo la señorita Te-, o sea, algo nos inventamos para que nos deje en paz.
-¿Y usted cree que sí sería conveniente? –le pregunté.
-El profe se está corriendo del plan, ¿no? –intervino Ene-, el profe salió medio calceto, y eso que nos había prometido y todo, ¿no?
-Yo creo que sería más que conveniente –dijo ella-. Es más: ese era, en un primer momento, mi plan.
Ene no entendía bien lo que estaba pasando. Simplemente esperaba a que nos calláramos para preguntarme ahora qué tenía que hacer. La señorita Te me decía, con la mirada, que teníamos que ir juntos, solos, a la función de danza. Me decía que si ya habíamos logrado que mi esposa no interviniera, por qué íbamos a dejarnos dañar la vida por un tipo con el aliento de Ene. Tenía toda la razón. Esta era nuestra oportunidad. Yo no hablaría de los nadaístas ni de Una flor para mascar y ella no me preguntaría si había oído a The Eels o qué opinaba de las comedias que daban por Sony. No volveríamos a cometer ese error. Nos teníamos el uno al otro. En medio de ese horrible lugar, junto a todos esos que se apoderaban del conocimiento y presumían de productores de ideas, nos habíamos tropezado. No podíamos perder semejante oportunidad.
La tomé de un brazo, le hice a Ene un gesto para que me dejara terminar mi conversación con ella, y le susurré, lejos de los oídos de toda la universidad, que estaba enamorado de ella.
-No lo puedo creer –me respondió entre dientes-, y yo de usted, yo siempre de usted, yo siempre he estado enamorada de usted.
-Lo que importa, ahora, es deshacernos de él –le dije-, pero tengo una idea: no le diga ni una sola palabra. Mañana verá.
-Está hablando mal de mí, están hablando mal de mí, ¿no?
-Estábamos hablando del examen final –le respondí-: usted sabe que esas cosas no se discuten en público. Ah, y otra cosa, ¿Ene es su apellido? Bien, Ene: ¿por qué no terminamos de hablar esto mañana, en un momentito? Como igual nos vamos a ver, pues ahí nos sentamos un momento y lo discutimos, ¿no le parece?
Sí, le parecía. Le di la mano a Ene y, por primera vez en la vida, le di un beso de despedida a la señorita Te. Y, ahora que lo pienso, a cualquiera de las alumnas que he tenido. Cuando llegué a mi casa, mi esposa estaba guardando más ropa en el armario. Por supuesto, ninguna de mis prendas era mía. Y todas las de ella –y no puedo creer que sólo hasta ahora haya escrito la prueba que sigue para comprobarle a los lectores que no, que no estoy loco-, todas sus faldas, sus blusas y sus enaguas, eran las mismas que se había puesto toda la vida. La saludé, porque no soy capaz de hacerle mala cara a nadie por más de un día, y me puse la piyama y me acosté en la cama.
-Son las diez de la mañana –me recordó.
Y yo, que no soy orgulloso ni nada, me puse la ropa del día y prendí el televisor. Los viernes se habían vuelto una tortura. Hacía mucho tiempo que no tenía tiempo libre, y manejarlo se había vuelto toda una proeza. ¿Qué hacer?, ¿leer el periódico?, ¿caminar?, ¿ver Discovery Channel? No tenía exámenes para corregir ni amigos a quien llamar. Hablar con ella no era una opción. Hacía años que no lo era.
El sábado llegó. Mi esposa me despertó, de un momento para otro, con el desayuno en la cama. Me dijo, claro, que tenía que ser muy agradable para un tipo de mi edad que una mujer todavía se tomara el trabajo de servirle. Le di las gracias, pero no quise entrar en detalles. No me gustaba desayunar, esa era la verdad. Se lo había dicho una y mil veces, pero ella jamás se había dado por enterada.
-Esta mañana llamó Carlos –me dijo, y se refería a uno de nuestros hijos adoptados-, que de pronto pasa Navidad con nosotros. Me preguntó por ti, le dije que estabas muy bien, que andabas un poquito aburrido de todo, pero que ahí ibas, tranquilo, acomodándote a tu vida.
-No vamos a hablar de lo del armario, ¿cierto?
-No, yo no le dije nada, porque ¿para qué preocupar a los niños?, ¿qué pueden hacer?, ¿venirse de Pórtland? Si ellos lo que están es contentos por allá, felices, sin nadie que los ande mandando ni nada. Los hijos son los seres humanos más egoístas del mundo, ¿cierto?
-Y el problema es que todos, tarde o temprano, somos hijos.
Lo más probable es que yo no haya dicho esa última frase. Pero me habría encantado decirla. De pronto sin el “tarde o temprano”. En cualquier caso, me comí el famoso desayuno y la acompañé a hacer todas las vueltas que quiso y fui a almorzar donde los Erre, y estaban los Equis y los Doble U, y sonreí, y me hice el que todo estaba bien cuando alguno de esos idiotas me preguntó si todavía seguía en eso de las clases, o si por fin había conseguido un trabajo que valiera la pena, y por la tarde caminé por ella con el parque, o, mejor dicho, al revés, fui con ella por todas partes, y recuperé un poco de mi ánimo, y a las seis de la tarde le dije que tenía que irme a una reunión especial de la universidad. Ella me dijo que entendía. Pero lo dijo con una tristeza que acabó un poco conmigo.
Y me fui. Y llegué un minuto antes de la hora acordada y ella, Te, estaba ahí, con las manos dentro de la chaqueta, como una niña protegiéndose del invierno. Y apenas nos vimos fuimos el uno al otro, como en cualquier película romántica, y a pesar de una pequeña tos que comenzaba a apoderarse de mí, porque se me había desaparecido mi bufanda, nos dimos un beso, y otro, y otro. Y entonces nos abrazamos como si se hubiera terminado, por fin, la guerra.
-Esto es exactamente como me lo imaginaba –me dijo-: lo que no me imaginé es que tuviera palcos.
-Sí, tiene palcos –le dije decepcionado-: es un teatro viejísimo.
Nos sentamos en nuestros lugares e hicimos lo posible por no hablar de edades ni de décadas. Para ella, los sesenta eran la época del amor y de la paz, y los setenta la era de los zapatos brillantes y los cuellos gigantescos. Para mí, eran la juventud, cuando mi hermano estaba conmigo y soportábamos la misma cotidianidad juntos, y los primeros años de matrimonio, cuando todavía pensaba que mi esposa cambiaría cuando tuviera hijos y se saliera un poco de ella misma.
La señorita Te y yo estábamos enamorados. Esa era la noticia. Me había vuelto el alma al cuerpo. Tenía, de nuevo, una razón para vivir. Estaba, de nuevo, en mi propia vida. Sólo yo. Con mis ganas de quedarme solo con mi alumna y subirle la nota y conquistarla de un momento para otro, en una noche, para pasar, por fin, una de las mejores escenas de mi vida, hasta que apareció Ene, empapado y con un paraguas chorreante en la mano, y se sentó al lado de ella.
-Iba como lloviendo, ¿no? –nos dijo a los dos. Y no, no teníamos ni idea de qué nos estaba diciendo. Lo más probable es que una nube gris y contaminada, de esas que persiguen a los protagonistas de las tiras cómicas, lo hubiera seguido por toda la ciudad-, yo pensé ya que no alcanzaba a llegar ni nada, ¿no?, es que me encontré con mis vecinos.
Yo sabía que ese era un mensaje para mí. Pero la obra comenzó y no tuve que responderlo. Hacía frío incluso dentro del teatro. Me hacía mucha falta mi bufanda. Más que nunca. Y unos hombres y unas mujeres en mallas de colores insistían en girar y girar como si estuvieran poseídos por el demonio y fuera posible bailar sin música. Sí, yo era profesor de arte y de literatura, pero jamás había podido con esas obras de teatro moderno en el que todos corren empelotos y con esas exposiciones de pintura que son objetos oxidados y líneas puestas a la loca.
Si la señorita Te no me hubiera puesto una mano en una pierna jamás me habría despertado y mi plan, que nadie en el mundo conocía, sin duda habría fracasado. Le dije que me iba al baño y que allá la esperaba y me levanté como si fuera una emergencia. Cuando llegué al baño le escribí a Ene la siguiente nota: “tuve que irme porque mi esposa está enferma: su nota en definitiva es cinco, pero sólo si jamás lo vuelve a hacer, o si usted es su propia víctima”. Después entendí que la señorita Te jamás vendría al baño de hombres e imaginé cómo habría sido nuestra vida si cada uno se quedara en el baño de su género y ocurriera un tristísimo desencuentro. Esa sería otra historia.
Le entregué mi boleta y la nota a un acomodador del teatro y le di una detallada descripción de a quién debía entregársela. Fui al baño de mujeres y la encontré ahí, sentadita en uno de los inodoros del lugar, pero con ropa, claro, y ahí le di el beso más sentido que le he dado a cualquier ser humano en todos mis años de vida. Y nos fuimos a su carro, en el garaje del teatro Jorge Eliécer Gaitán, y antes de que salieran todos, nos pusimos completamente de acuerdo. No diré más. Soy un caballero. No diré más, pero contaré que fuimos a su apartamento y, porque sus papás estaban dormidos, nos conocimos supremamente a fondo. Y agregaré, para que el final de la historia no les caiga como un balde de agua fría, que cuando ella me llevó de nuevo a mi apartamento prendió la radio y comenzó a sonar Eres tú, la espeluznante canción de Mocedades.
-Mira –me dijo-, Les Luthiers.
-Cómo así –le dije-, no te entiendo.
-Oye, oye: ¿esta no es la canción más famosa de los Les Luthiers?
-No, no, no: esto es un grupo español que se llama Mocedades, y no es en chiste, son así de cursis: Les Luthiers es mamando gallo.
-¿En serio?, ¿pero entonces mi mamá por qué siempre los confunde?
-No hacen nada, nada en serio, y más que todo tienen funciones en vivo, y no creo que sea tu mamá la que los confunde.
-¿Entonces será porque los casetes siempre los pone juntos en el sitio de los casetes?
-Sí, debe ser eso, porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa: Les Luthiers se burlaría, si pudiera, si quisiera, de Mocedades. Si no es que ya se burló. Porque como no he terminado la biografía de Mastropiero, que, pobrecita, nunca debiste entenderme quién era, no sé bien ciertos detalles del grupo.
-Todo el tiempo pensé que era uno de los cantantes.
-Esa es otra: ¿tú crees que yo me pondría a hacer una biografía de Mocedades?
-Pero y ¿qué tiene de malo Mocedades? –dijo ella-: ¿acaso las cantantes de Les Luthiers son menos gordas?, ¿o es que tu eres de esos que sólo se aguanta a Beethoven y a Pink Floyd?
-Es acá –le dije-, nos vamos a pasar.
-No, y nos vamos a pasar todo lo que a mí se me de la gana hasta que no me respondas mi pregunta, a mí no me gusta que me dejen en la mitad de nada. Como pudiste darte cuenta en mi cama.
-Bueno, esto se está poniendo extraño –le dije-: lo mejor es que durmamos bien y mañana hablemos con calma.
-Sí, mándale un beso a tu esposa –dijo la señorita Te-, espero que duerman abrazados y felices.
Y frenó. Y yo comencé a toser porque no tenía mi bufanda. Me di cuenta de que me dolía la garganta y los músculos no me respondían con facilidad. Claro: tal vez era porque acababa de enfrentarme, cara a cara, con el cuerpo de Te, pero, de nuevo, soy un caballero y no describiría sus maromas ni sus gestos pornográficos. Traté de darle un beso de despedida, y se quitó justo a tiempo. Supe, claro, que podría reconquistarla con una sola frase, pero recordé, de los tiempos de mi juventud, que lo mejor con las mujeres era hacerlas sentir que uno sí las quiere, pero no igual que ellas. Que uno las quiere a su manera. Con mi esposa no sirve, claro, porque jamás entendería eso, que cada quien quiere a su manera. Pero con todas las demás, que agradecen si uno las trata como si fueran las más lindas y las más inteligentes del mundo, era más que suficiente.
-Estoy enamorado de ti –le dije-: acuéstate pensando en eso.
-Pero me estás exigiendo demasiado.
-Sí, yo sé, ¿pero qué más puedo hacer?, tú harías lo mismo si hubieras encontrado a la mujer de tu vida.
Todo terminó bien para los dos. No me gusta irme a dormir sintiendo que hay por ahí algún enemigo suelto. Ella me sonrío y me pidió disculpas. Para terminar, le aclaré que Beethoven y Pink Floyd no podían considerarse el mismo estilo de música, y como ejemplo le puse los lugares en donde estaban esos discos en un almacén como, por ejemplo, Tango Discos. Nos dimos un beso.
En la recepción del edificio, Don Efe, el portero, me dijo que un joven más bien desarreglado, “como grosero, doctor”, había ido a buscarme, y que me había dejado, en un sobre sellado, una respuesta a mi nota. La abrí en el ascensor. Decía “Querido profesor: he entendido, como un haikú de los que leímos en clase, lo que quería decirme. Lamento lo de su esposa. Gracias por la nota. Acabo de llamar a la casa de Te, y me dicen que está con usted. Supongo que lo llevó al hospital. Espero que me cuente cualquier cosa ahora que sabe que soy uno de sus amigos más fieles”.
Cuando entré en mi apartamento, sentía que algo se había roto para siempre. Sentía que mi última oportunidad de tener mi propia vida en las manos era la de involucrarme de cabeza con mis dos nuevos amigos. Pero cuando entré a mi cuarto y encendí la lámpara y vi que mi esposa dormía en paz, todo comenzó a cambiar en mi cabeza, como si me hubiera metido demasiado en una película, como si hubiera asumido que un sueño era real, y entonces vi que mi bufanda estaba colgada en el espaldar del asiento del tocador. Pensé que el mundo se venía abajo, que jamás se nos había ocurrido mirar ahí, que eso no nos habría pasado cuando éramos jóvenes.
Fui hasta allá y doblé mi bufanda y la llevé de nuevo hasta el clóset. Y cuando lo abrí, descubrí que ahí estaban mis camisas y mis sacos y mis medias. Reconocía todas las prendas, todas. Busqué mi pijama debajo de la almohada y me la puse, y mi esposa no se despertó. Y me metí en la cama y sentí esos segundos de felicidad, esa seguridad en mí mismo que sólo respiro cuando mis pies sienten las sábanas frías, y pronto, cuando comencé a acomodarme para dormir, cuando apagué la lámpara y mi esposa me abrazó y me preguntó, entre sueños, qué sería de ella sin mí, descubrí que por fin se había cortado las uñas de los pies. Y abrí los ojos.