Es el día de Navidad. Siento que me falta escribir algo, pero no sé bien qué es. No, no puedo haber terminado tan rápido. Siempre acabo a la una de la mañana. Fernando, el editor, siempre termina mirando lo que escribo por encima de mi hombro. Odio esta esquina. Detesto mi cubículo. Estoy muerto del calor y ya no tengo más prendas para quitarme. Estoy en camiseta y he pensado seriamente en sacarme los zapatos.
Pero es la sala de redacción de Resumen, el semanario más importante de Bogotá, y del país, y los políticos y los escritores y las modelos entran y salen como si se tratara de una estación de tren sólo para personas famosas. Así que no, no se vería nada bien que mientras todos los demás aguantan el sudor, mientras los demás periodistas soportan la densidad de la atmósfera trabajando y haciendo chistes, a mí, que sólo tengo veintitrés años, que sudo mucho y huelo raro porque siempre estoy nervioso y fumo, que apenas llevo dos meses en la revista, se me dé por quitarme los zapatos y las medias.
Se vería mal, muy mal. ¿Qué dirían los ministros, los actores, los futbolistas que pasan por ese pasillo? ¿Qué dirían el embajador gringo o un europeo de esos que vienen a negociar la paz si me vieran sin zapatos y a punto de quitarme la franela?, ¿seguirían pensando que Colombia es como Ecuador, pero lleno de mexicanos, y que en el trópico hace mucho, pero mucho calor? Siempre estoy pensando que me miran. Y más acá. Todo el mundo se para al lado de uno y le pregunta qué está escribiendo. Es, de verdad, la pesadilla recurrente de mi adolescencia: quiero escribir, pero alguien llega a mi lado y no me deja.
Vivo nervioso. Quizás es porque llevo muy poco en la revista, pero me da lo mismo si me encuentro al director, al embolador de la esquina o a la señora de los tintos: todos me intimidan. Generalmente no me muevo. Pero, estimulado por la posibilidad de salir de aquí pronto, me paro de mi puesto. Saludo a Clara, la infernalmente amable editora de resumen.com, y sigo mi camino. Sonrío, doy manos, deseo felices navidades. Pienso en que esta tiene que ser la peor de todas. La peor Navidad de todas. Le pregunto al editor, a Fernando, si tendremos que hacer algo más o si puedo irme ya para mi casa. A mi papá, cuando todavía trabajaba, lo dejaban salir al mediodía el veinticuatro de diciembre.
Mi papá ya casi no me habla. Dice que me porté grosero con él, una tarde, hace unos meses. Yo creo que uno se va enloqueciendo con los años. No sólo él. Uno mismo. Yo mismo. Cuando le cuento a mis amigos –y sí, sólo son dos, y aunque parezca mentira se llaman Manuela y Manuel- que mi papá me habla muy poco, y que estoy preocupado porque sé que yo no hice nada malo, me miran como si se diera por descontado que los papás hacen ese tipo de cosas y al final el extraño fuera yo, que me las tomo tan a pecho. Sí, debo ser yo. Los papás gritan y uno se encierra en el cuarto. Ir hasta dónde están y preguntarles qué les pasa es un gravísimo error. Porque ni ellos mismos lo saben. Son cables que se cruzan, cortos que se hacen. Eso dice Manuela. Manuel asiente.
Llego hasta la oficina de mi jefe. Espero a que termine de hablar por teléfono. Me hace caras para que me espera y no me vaya. Gira su asiento de rueditas y me da la espalda. Cuando cuelga, le lanzo la pregunta definitiva: ¿puedo irme ya para mi apartamento?
-¿Cómo así? –me dice Fernando: los botones de la camisa podrían saltarle por todas partes, debería resignarse a no peinar los diez pelos que le quedan-, ¿y acaso ya terminó el artículo de Vida Cotidiana?, ¿tan rápido?
-¿Cuál artículo? –le pregunto-, no tengo ni idea de qué me está hablando.
-¿Cómo?, ¿la mona no le dijo?
-La mona se tuvo que ir de afán porque a la mamá la atropellaron debajo de un puente peatonal en la Autopista –dice Miriam, la secretaria, que es joven, muy joven, pero ya tiene el pelo anaranjado-, y me perdonan por meterme en donde no me importa.
-Gracias, gracias –le dice Fernando-: pues siento mucho que le falte la mitad, chino.
-¿Leopoldito quería irse tempranito? –pregunta la secretaria sin el menor asomo de ironía-, ¿no ve?
-Bueno, no, pero cuando toca, toca –digo yo, Leopoldo: sí, no quería decir mi nombre, no me gusta oírlo-, ¿y qué es lo que necesitamos?
-Necesito que se vaya ya por todo Bogotá y me haga una crónica sobre cuáles son los oficios más tristes de la Navidad: no sé, los mendigos, los policías, los vendedores, lo que sea. Necesito que la tenga lista, máximo, a las once de la noche. Máximo.
-No, es que pasarse la Autopista debajo de un puente peatonal –dice la secretaria-: por eso es que estamos como estamos.
-¿Cuántos caracteres? –pregunto.
-Esa es la vaina –dice Fernando-: ¿unos diecisiete mil?
-¿Diecisiete mil?, ¿y es que no hay nada más qué poner ahí?
-Es que tú ya estás posesionado y Mauricio quiere que te escribas una buena crónica –dice Miriam, la secretaria-, es que hemos perdido mucho de reportería y de cronismo.
-Pero ¿qué busco?, ¿por dónde comienzo?
-Mire chino –dice Fernando, el gordo-, le voy a dar su primera y última lección de periodismo: la noticia no es que un perro muerda a un tipo, sino que un tipo muerda a un perro.
-Los oficios más tristes de Navidad –le digo como si anotara la tarea, para que alcance a reconsiderar la idea-: ir por la calle buscándolos.
-Exacto –me dice Miriam-: quién quita que te demores menos de lo que crees. Tú sabes que eres bien rápido, Leopoldito.
-Pues sí, vamos a ver –les digo-, lo de salir a mirar oficios no me parece tan grave: de hecho, podría hacerse desde acá.
-Mauricio quiere que salga –dice Fernando-: anda diciéndole a todo el mundo que está cansado de que hagamos la revista por Internet, que ya no tenemos buenos contadores de historias. Y le encantó lo que usted escribió de los nuevos huérfanos del mundo.
-Bueno ese artículo –dice Miriam-, pero yo no sabía que lo había hecho Leopoldito, mi genio.
-No, no, yo salgo –les aclaro y me sorprendo a mí mismo porque la voz no me tiembla-, para el de los huérfanos me fui a los orfanatos y le pregunté a unas diez personas qué se sentía saber que habían matado a la mamá cuando habían nacido o qué pensaba uno cuando se enteraba de que la mamá acababa de suicidarse. Mejor dicho, yo salgo. Lo único es que sí espero que no me demore mucho escribiéndolo.
-Mire chino –dice Fernando-, usted se va a demorar lo que se tiene que demorar, ni más ni menos. ¿Quiere una segunda y última y definitiva lección de periodismo? Las cosas no pasan ni antes ni después. Esa es la lección.
Le digo que sí, que entiendo, pero, como todos los días de mi vida, por más que lo intento no dejo de pensar que mi jefe es un tipo muy bobo. Sí, es un tonto. Y no parece dispuesto a reconocerlo. Encojo los hombros y les digo que voy a volver pronto, que estoy seguro de que, incluso, voy a salir primero que ellos. Miriam asiente deprimida.
Sí, este, mientras bajo en el ascensor, es el peor veinticuatro de diciembre que recuerdo. Mi mamá, que odiaba profundamente a mi papá, pero al tiempo lo adoraba con todas sus fuerzas, murió este año de un derrame cerebral. Se le subía mucho la tensión cuando se ponía de mal genio, y últimamente vivía molesta con el mundo. Una noche, desesperada con el dolor de cabeza y después de haberse tomado unas cuatro aspirinas, cerró los ojos y se murió. Convulsionó un poco y se murió. La llamada me dejó frío. Me puso triste, sí, pero lo primero que pensé fue que era una lástima que no hubiéramos podido hablar por última vez. Le hubiera dicho que la quería mucho y que lamentaba que se hubiera puesto tan brava conmigo y no hubiera sido capaz de reconocer que nuestra separación no había sido por mi culpa. Le habría sacado en cara un par de cosas, claro, pero le habría dado las gracias por quererme.
Saco mi teléfono celular y llamo a mi papá para avisarle que llegaré tarde a donde su hermana, Rosa, que ha organizado una pequeña fiesta de Navidad. Él, como siempre, me oye, pero no me responde. Pienso que los últimos cuatro años, desde que mis papás se separaron, no he celebrado en paz el veinticuatro de diciembre, y que al final me da lo mismo pasar la noche en un McDonald’s, en una orgía con bombillos rojos y verdes, o en un avión de ida a cualquier otra ciudad del mundo. No, no le digo eso a mi papá. Le digo que me han puesto un trabajo desesperante, un artículo sobre los oficios más tristes de la noche de Navidad, y le juro por Dios que llegaré a la casa antes de las doce. No dice nada. Respira. Cuelga.
Y yo salgo a la calle. Y la luz me da contra los ojos, como si hubiera salido de una película de dibujos animados. Y comienzo a buscar desde que salgo a todos esos vendedores, extras de la gran escena de la Navidad, que tratan de ponerse al día con sus deudas vendiendo cualquier cosa que se encuentran por el camino. En la esquina de la Calle Noventa y Seis, con Carrera Once, por ejemplo, a unos pasos de la oficina de Resumen, hay una vieja, que parece con un trapeador en la cabeza, que vende cortaúñas de colores. A unos pasos de ella está Rosalba, la de la lotería, que siempre me persigue hasta el semáforo de la Noventa y Cinco. Junto a la Droguería Electra, por la otra calzada, un policía de tránsito le pide de dinero a una señora que al parecer se ha pasado un semáforo en rojo.
Mi conclusión es evidente, inevitable: todos los oficios son tristes, todos. Trabajar es, tarde o temprano, un castigo, una cruz. Y todos la arrastramos por los andenes. Como ella, la señora de vestido negro con pepitas blancas, que tiene que ser una profesora de inglés que va de casa en casa, o la señorita que se ha vestido con una camisetita que no le llega hasta el obligo, que tiene que estar llevándole pequeñas tortas de Navidad a todas las amigas de su mamá. Allá, más allá una señora gorda y morena, como una india de película de vaqueros, ha puesto una mesa en donde vende papeles de regalo y empaca, en cinco minutos, los objetos que le lleven.
Y avanzo. Y veo a un celador que se prepara para sonreírle a todos los que entran a celebrar mientras él se queda afuera, muriéndose del frío. Un escolta mira a un punto perdido en otra dimensión, y piensa, creo yo, que ha debido dedicarse a otro trabajo. Un par de gamines cantan un extraño villancico que parece venir de otro siglo y después pasan de carro en carro pidiendo monedas. Pero, ¿son esos tristes trabajos de Navidad?, ¿no es cierto, mejor, que la Navidad ensombrece el trabajo?, ¿que la nochebuena es como un vaso vacío que llenamos con nuestra experiencia, horrible o feliz, de los últimos once meses?
Quiero decir que acá, a unas cuadras de la revista, descubro que la Navidad está llena de oficios tristes. Que mientras las familias se reúnen a cantar, a rezar la novena y a celebrar que están todos juntos, los demás trabajan y trabajan. Es, si uno lo piensa con cuidado, un trato justo: las familias están tranquilas y los demás, los vendedores, los mendigos, los porteros, los pilotos y los policías, reciben sus regalos, sus palmadas en la espalda y su dinero. El mundo, en Navidad, está lleno de vendedoras de fósforos. Y los fósforos se acaban a veces. Y a veces no.
No sé qué hacer. No puedo volver ya a la revista. Seguro que pensarían que no fui capaz de hacer mi trabajo de campo. Seguro que descubrirían que soy un mediocre y que me inventó todos los reportajes que hago. Tampoco tiene sentido que me vaya al centro, a La Candelaria o a La Perseverancia, a descubrir que allá también hay hampones que se empeñan en robar las billeteras navideñas o que por allá también hay desplazados por la violencia que necesitan, literalmente, una mano. Así que decido entrar a un almacén lleno de cosas importantes. Un almacén que me encanta. No digo el nombre, claro, para no adquirir compromisos comerciales.
Y entro y todas las vendedoras sudan. Y las mamás corren a llenar sus canastas de juguetes, y los demás, que también tienen que ser mamás o hijos, porque en esas dos categorías podría dividirse todo el mundo, buscan ollas, licuadoras, cuchillos eléctricos, calculadoras, chocolates de última hora, muñecas con novios o sin novios, motos de plástico con pedales, ciudades de Lego, cajitas de laboratorios químicos, carros a control remoto, complejísimos juegos de mesa, tapetes de caucho para el baño, ceniceros y floreros y pequeñas carpetas bordadas en cualquier país que no sea éste.
Las cajeras no dan abasto, los porteros recorren los extensos corredores del almacén para comprobar que nadie se esté robando nada, las vendedoras, desde lejos, parecen celebridades que firman autógrafos. Todos los oficios son tristes. Los oficios, en Navidad, hacen felices a las familias, pero a costa de ellos mismos. Y yo, que tengo claro todo eso, me dedico a dar vueltas y vueltas para que Fernando, mi jefe, no crea que no soy capaz de investigar. ¿Quieren que les diga un secreto? Lo mismo hice con la crónica de los huérfanos. O sea, ¿hay que irse hasta un orfanato para enterarse que para un hijo es duro descubrir que su mamá ha sido asesinada?, ¿no es fácil suponer que tiene que acabarse un poco el mundo? No hay que ser un gran periodista para descubrir que los huérfanos son, básicamente, huérfanos.
Recorro los pasillos e imagino que todo está igual en mi casa. Es decir, que no han pasado los últimos diez años. Me imagino que no se han separado. Que ella no está muerto. Que él todavía me habla. Que tengo una novia, y que me quiere, y que la quiero. Que no me paso la vida aguantando, aguantando, aguantando en una esquina de la sala de redacción de Resumen. Salgo de la tienda de cosas importadas y me voy por ahí, y entro a un centro comercial, y después a una cafetería, y pido un tinto, y oigo una conversación entre dos ancianas que se preparan para pasar Navidad solas, cada una en su casa, y en vez de preguntarme ¿y por qué más bien no la pasan juntas?, me pregunto ¿y cómo habrán hecho para llegar a viejas?, ¿cuál será el secreto?
Ahí, en la cafetería, saco mi teléfono celular y llamo a Manuela, pero me dicen que está donde Manuel. Llamo a donde Manuel y la señora, la empleada, que para este momento ya debería estar en su casa organizando su propia Navidad, me dice que “el joven no debe demorarse porque dijo que iba aquí a la esquina y luego volvía”. A mí siempre me ha dado la impresión de que Manuel y Manuela van a enamorarse y nunca he sabido qué hacer al respecto. Lo digo porque la esquina a la que se refiere la empleada de Manuel no es otra que el edificio en donde vive Manuela.
Miró mi reloj y reviso que mi celular quede prendido para cuando alguno de mis amigos me llame. Me gustaría pasar con ellos la Navidad. Son mi familia. Voy un rato donde Rosa, la hermana de mi papá, y los saludo a todos y después, sin remordimientos, sin dejarme chantajear de nadie, voy a donde Manuela. Y hago lo posible para que no se quede sola con Manuel, porque, claro, si llega a pasar algo, seguro que me quedo el doble de solo. Pago la cuenta de la cafetería, que solo es un tinto y unas papas picantes, y me voy a la revista.
Le doy la mano al portero y a la recepcionista de Resumen con toda la compasión que me cabe adentro: tienen oficios en Navidad. Subo hasta el piso de redacción y ahí, cuando veo que Miriam, con su pelo anaranjado y sus uñas limadas, se carga la cartera en un hombro y mira hacia el ascensor siento que he recibido el peor castigo del cielo. Seré el único en la sala de recepción. Yo y el diagramador que me espera con un vaso desechable lleno de vino en una de sus manos. Pobre: tiene trabajo en Navidad.
-Bueno, mi Leopoldito –dice-, entonces que feliz Navidad y feliz año y que faltan cinco pa’ las doce y todo eso, y que se me porte muy juicioso y no anda por ahí buscando lo que no se le ha perdido, y que me piense y que no me olvide en estos quince días, ¿no?
Me da un beso en la boca. Es largo. Después, sin voltearme a mirar, se va hacia al ascensor y desaparece. Yo exhalo. No lo hacía desde hace un minuto. Voy hasta mi escritorio y noto que Fernando, el editor, me ha dejado una nota escrita a mano en la que me desea una feliz Navidad. Prefiero eso a la efusividad de Miriam. No, no me gusta la efusividad. Me incomoda.
Me siento en el computador, pongo el teléfono celular a mi lado y abro el procesador de palabras, que no describo ni nombro para no contraer compromisos comerciales. Nadie me llama. No suena el teléfono. Nadie me va a llamar, nadie me espera. Desde hace muchos meses no sentía estas ganas de llorar. No lloro, claro, porque el diagramador me mira y porque en ese momento entra La mona, la jefe de redacción, con todo y su mamá en perfecto estado salud, y me escondo un poco para que ella le pueda mostrar a la señora cuál es su escritorio y dónde se sienta el “manilargo” de Fernando y el “cínico” del subdirector. Si esa mamá, que tiene más energía que yo y mi papá y mis amigos juntos, fue atropellada en la Autopista por un bus, entonces yo tengo el oficio más triste del mundo.