No, mijita: usted no sabe lo que me pasó, usted no se imagina lo que ha sido esto. No se imagina. Eso ha sido un corre corre todo, pero todo el día: vaya para acá, vaya para allá; atienda al uno, atienda al otro; vaya al banco, haga la fila; que al mercado, que al colegio de la niña, porque, claro, así tenía que ser, Pacho está que dizque en un congreso de yo no sé qué cosas, una cosa de esas de seguros, en Filadelfia, y preciso me dejó a la niña, a Pachita, sí, divina, ¿le conté que ya sabe decir “abuelita” en inglés?, porque además el chino decidió irse con Mónica, la esposa, ¿cómo?: no, bien, ahora como que están lo más de bien, y como no confían en nadie más sino en la abuelita, como sólo confían en mí, acabé metida en todos estos líos. Usted no se imagina, mijita. Usted no se alcanza a imaginar.
No, pero es que espérese. Venga le cuento. ¿Sí tiene tiempo? ¿Seguro tiene tiempo? Pero seguro, mija: es que el cuento es medio largo, no, no, nada grave: tampoco, mija. Es que la muchacha esa que me recomendó resultó de atar, mijita. Usted no se imagina. Usted no se alcanza a imaginar. Viera todo lo que me hizo, viera todos los líos en los que me metió. Es que cómo es de difícil conseguir una buena muchacha del servicio en estos días, ¿no mijita? Eso era lo bueno de la esclavitud, ¿o no?: que eran agradecidos, mija, que no se llevaban las cosas, que vivían la vida con uno, ¿qué?: claro mijita, ¿no ve que a mi mamá también le tocó eso?; no, no, no, claro: si ella siempre estaba hablando de una negrita que la ayudaba a vestirse y a bañarse; ¿cómo hacen de falta los negritos, no?; ay no, ay no, mija: toco madera, toco madera. No, ahora no: la que no roba es sucia, la que no es sucia es bruta.
No, nada como Ruth, mijita. Nada, pero nada, nada, nada. Siempre puntual, siempre querida. Nada de conversaderitas. Nada de confiancitas excesivas. Muy en su sitio, muy arregladita, muy limpiecita, ah no, claro: papá la ayudó muchísimo; pues a ver, primero les consiguió el colegio a los chinos, que eran medio díscolos, medio groseritos, los pobres, y después, cuando no tenían en dónde caerse muertos, le dio trabajo al esposo, que era un vago horroroso, un sin vergüenza terrible, un buchipluma espantoso, tipísimo eso sí, pero bueno, claro, lo que importa es que le daba una vida malísima a la pobre Ruth; sí, pobre.
¿Después de Ruth? Espérate. Espérese. A ver pienso: pues estuvo Rosa. Todas las sirvientas se llaman Rosa, mijita: parece que fuera un requisito, ¿ah, ah, ah?. ¿Rosa? Esa era la que le traía a Pacho sanduches sin pan. No, esa era Nubia; ¿la que se bañaba en la ducha con ropa?; esa era Nubia. Y después hubo un tiempo que venía una que se llamaba Gloria, que quería poner un restaurante, pero siempre estaban atracando al marido, y a los hijos se los llevaban a todos para el ejército y los secuestraba la guerrilla, y les pegaban tiros en los pies, y sangraban todo el día. A uno le dio hemofilia, que es una enfermedad finisíma, una enfermedad que sólo da en las mejores familias, ¿ah, ah, ah?; ay no, no, no: toco madera, mija. Y, mejor dicho, la vida de la pobre era como una telenovela, pero peor.
A ella, a Gloria, fue a la que Martincito, el hijo de Cecilia Holguín, la hermana de Susana Holguín, la del colegio, la de las pecas, ¿sí se acuerda?, le dijo que olía feo. Le dijo: “usted cómo huele de feo, ¿no doña Coima?”. Sí, qué horror, qué horror, qué horror. Martín Holguín, mija. Cuando era chiquito. A ella. A la pobre. Pobre: es que sí olía inmundo, ¿no? Ese Martín cómo es de guache, ¿cierto? No, claro, el chino es un plato, pero es terrible: ¿qué tal lo que le hizo a la niña de Claudia?, ¿ah? Yo no sé. ¿Por qué se habrá hecho tan amigo de Tomás? ¿Tomás?: divinamente, trabaje y trabaje en su revista.
Y después siguió Mariela, exacto. Ya se había casado Pacho. Creo que ya estaba en Milán, en lo del Postgrado, y creo que todo estaba bien con la pobre, con Mariela, hasta este diciembre que le dio el problema ese en los riñones. Qué guama. Qué contrariedad. Yo, personalmente, le hubiera sacado un riñón. Pero como a mí nadie me pregunta, al fin nunca pude proponer nada, ni siquiera la eutanasia que se me había ocurrido, ¿ah, ah, ah? Ay no, ay no: toco madera. Yo debería haber sido doctora, mija. Pues porque me fascina, Beatricita: yo hubiera salvado varias vidas, sino que a mí nadie me cree; no, cómo se le ocurre: dígame alguien que se llame Eutanasia, dígame alguien y le presto el carro por toda la semana.
No, no, venga le cuento: Pacho me llegó un día a la casa destrozado, el pobre chino, y yo con este problema de Marielita, que todo el tiempo me decía “doctora, doctora: mi duele un riñón, mi duele una muela”, y no podía decir nada más. ¿Yo?: yo no estudié nada, mija, ¿usted cree que papá me hubiera dejado?. Y bueno, ¿en qué iba? Pacho, Pacho: el chino me decía “mami, tienes que ayudarme, la cosa con Mónica está medio complicada, ella dice que ya no paso tiempo con ella, que tengo una amante, que la cosa ya no es como antes, y yo pues he pensado mucho y creo que la solución es que me la lleve para Filadelfia, al congreso de la próxima semana, y yo creo que, si no te da pereza, o sea, sólo si no te da pereza, de pronto tú podrías ayudarme a cuidar a Pachita por un tiempo. Sólo son unas cuatro semanitas. De aquí hasta el seis de enero. Máximo”.
Claro, mijita: la cosa no era tan fácil. Era todo diciembre con la niña. Eso le dije yo: Navidad sin los papás no es Navidad. Que sí, que claro, que es divina, pero pues yo soy la abuelita y a mí, según la definición del diccionario, ya no me tocan ninguno de esos trotes. Yo ya no educo sino que malcrío, ¿ah, ah, ah?. Pero pues claro, dije que sí, por que eso sí: uno hace lo que sea por los hijos. Si Francisco o Tomás me piden algo, cualquier cosa, “mami: necesito un pulmón”, yo corro a donde sea o hago lo que sea, voy y me sacó el pulmón y les digo “toma, mi amor: aquí está”.
Y el pobre chino estaba tristísimo, me rompía el alma verlo todo lloroso por la mala relación con Mónica, y porque además lo acusaban de tener amantes y el pobre es lo más juicioso. Y además, como Tomás no tiene esposa, ni nada, y vive medio de cabeza en esas cosas culturales, y en la revista y los cocteles, ¿la revista?: la revista se llama Sin atributos, creo, y uno no le conoce novias, ni nada, ¿a quién más podía dejarle Pacho a la china? Dígame a quién. A mí, mijita. A la abuelita. A nadie más. ¿Por qué? Por una novela, creo, yo no sé: ese Tomás es un plato.
Y entonces fue cuando te llamé: Pacho se fue con la esposa, y los primeros días de diciembre fueron unos días insoportables. Mariela se enfermó horrible, preciso, no, claro: viven enfermas, y siempre cuando uno las necesita: yo hasta había planeado unas novenas y se me dañaron por la enfermedad de esta niña, y entonces me tocó hacer todos los papeles de todo: papá, mensajero, mamá, amiga, abuelita, niño Dios, muchacha, chofer. ¿Rogelio?: para mayor inri, para completar, Rogelio estaba en vacaciones, mija. Me tocaba hacer de todo, vivía rendida y ya no me estaba alcanzando el tiempo para nada: invitaciones, villancicos, listas de regalos, juegos en el parque. No, ¿cómo se le va a ocurrir, mija?: pólvora nunca; al chino de Teresita Camacho, la compañerita de Universidad de Tomás, se le cayó un dedo el año pasado por andar jugando con pólvora, y creo que era el único dedo bonito que tenía, ¿ah, ah, ah? No, claro: todavía estoy como un chupo, Beatricita. Ana nanita nana, nanita ea, mija.
Sí, por eso te llamé a pedirte que me recomendaras alguna muchacha, porque ya no aguantaba un día más así. ¿Cómo?: porque tú ya te ibas para la finca, para pasar Navidad con tus chinos, y en el afán sólo se te ocurrió llamarla a ella; no, claro, óyeme, óyeme: ¿qué íbamos a pensar que la hermana gemela de tu empleada iba a salir medio chiflis?; no, eso sí, eso sí: son el agua y el aceite, mija; el angelito bueno y el diablito, como en las caricaturas del pato Donald; sí, eran geniales, ¿cierto?: eran geniales; a mí me gustaban más las de la pequeña Lulú. No, no señora: tú me diste el teléfono de Leonor. Y entonces yo llamé a Leonor, y le dije “Leonorcita, ¿verdad que su hermana está sin puesto?”, y me dijo que sí, que si me daba el teléfono, y yo le dije que bueno, que estaba en unas carreras terribles, que era que Marielita estaba medio enferma, que mi hijo me había dejado a mi nieta y que sí necesitaba una ayudita con las cosas de la casa.
Eso era como una semana antes de Navidad. ¿Todo esto? Unos ocho días antes de Navidad. Ya había comenzado la novena. Pacho y Mónica por allá, dizque arreglando el matrimonio. Pachita inquietísima, como cualquier niña de su edad, y, óigame esta belleza, mandándole al niño Dios todos los días, pero todos los días estos mensajes del computador. Sí: los famosos e mails; no, yo qué voy a aprender eso, mija, yo ya no estoy para esos trotes, yo me quedé en las palomitas mensajeras. Una belleza: Pachita, solita, mandándole e mails al niño Dios, mijita, y, claro, la pobre con ganas de jugar con la abuelita todo el día, porque eso sí su abuelita es su compinche y nunca la regaña. Y mientras todo eso, yo sin muchacha y sin chofer, Beatriz. Sin muchacha. Y sin chofer. No, qué pesadilla: yo estaba desesperada. Y eso que habían sido sólo dos semanas. Pero ¿qué más podía hacer? Pues llamarla a usted y conseguirme una empleada. Por lo menos para la época de Navidad. ¿Qué más podía hacer? Dígame mijita.
No, claro: finalmente llamé a Luz, la hermana esta de Leonor, la gemela, como unos dos días después de que usted se fue para la clínica. ¿Dije clínica?; no, no, no: para la finca, para la finca; ay no: toco madera. Bueno, no: entonces la llamé, a Luz, y Leonor ya le había contado mi situación. Que yo no tenía muchacha, que estaba sola con mi nieta, que el chofer se me había ido de vacaciones, que andaba en unos trotes terribles. Todo. Y la muchacha se veía, se oía medio solidaria al comienzo. Parecía como si entendiera la situación y de verdad le diera como pena conmigo. Parecía queridísima. Quedó lista para cualquier cosa. No, no, no, perdón, perdón: se me cayó el teléfono. Sí, sí, sí: una amabilidad impresionante. Usted no se imagina. Usted no alcanza a imaginarse.
Al otro día vino. Llegó puntualísima, como la reina de Inglaterra. Saludó a la niña muy bien. Mucho gusto, cómo estás, soy Luz. Como una Mary Poppins criolla, como una novicia rebelde bogotana. Pachita quedó encantada. Yo quedé encantada. No, sí, claro: ella tiene sus cualidades, yo no lo niego. Al comienzo era el paraíso, pero vestidas. La muchacha se adaptó rápido a la casa. No, sí, eso es cierto: es que no hay mucho qué hacer: planchar un par de cosas, de vez en cuando cocinar unas cositas, quitarle el polvo a la biblioteca de papá, arreglar muy bien el sillón de Augusto, porque eso sí lo puede enervar: no encontrar arreglado su sillón. A la semana ya parecía como si toda la vida hubiéramos estado juntas, como si hubiéramos nacido para ser empleada y patrona. Había una empatía especial. Hasta nos reíamos juntas, y Pachita, la niña, se la pasaba todo el día con ella.
Entonces comencé a descansar un poquito. Es que sí estaba rendida. No, esta niña llegó, organizó todo, se ganó a todo el mundo, convirtió la casa en una casa decente. ¿El sillón?: no, no, espérese; no, impecable; ¿Augusto?: por lo menos no decía nada. Hasta pude hacer un par de novenas. Y todas, todas, María del Pilar, Adelaida, María Clara, todas, estaban encantadas con la muchachita: tan educada, tan decentica, tan buena empleada. No, eso sí yo era la envidia de todas. Hasta pensé en decirle a Marielita que no volviera, porque para qué. Ya estaba todo organizadísimo. Yo me estaba divirtiendo como una enana. Claro, mija: las enanas se divierten, aunque uno no crea, ¿ah, ah, ah? Ya iba a ser Navidad y sentía que me habían quitado una cruz de encima, aunque eso más bien sería en Semana Santa. No, mija, eso sí es como el señor que arregla las lavadoras acá: Mamerto Cortés, se llama el tipo, que todo el día le habla a uno del gobierno, y uno no puede de la risa cuando se le presenta, cuando le dice a uno “mucho gusto, Mamerto”.
Yo no sé. Yo estaba feliz. Le compré las cositas del niño Dios a la Pachita, todo coordinado por Francisco, sí señora, y fue tan encantador, tan lindo: me sentí como cuando los chinos creían en esas cosas. ¿Cómo era de lindo, cierto? Esa emoción con la que abrían las cosas, esa emoción que hasta se les acababa el aire y miraban para todos los lados. ¿Tomás? Claro, eso era lo que me faltaba. Yo sí decía que algo me faltaba: resultó que no me podía ayudar a nada porque llegaba un amigo de Nueva York, un artista de esos rarísimos, de los que se pintan el cuerpo y hacen cosas abstractas, pero un señor muy respetado por allá, y que, además, iba a quedarse en el apartamento de él como unos quince días.
Para no hacerte más largo el cuento, llegó el veinticuatro. Y yo, que no aprendo, le dije a Luz, a la muchacha, a la hermana de Leonor, la emoción navideña, mija, que estaba muy agradecida con ella, que Francisca la quería mucho, que había sido mi salvación, que le deseaba una muy feliz Navidad. No, claro: todo muy bien. Ella decía “no, no señora, para servirle”, “ni más faltaba”, “a sus órdenes”. Todo normal. Todo normal hasta que le dije que por qué no se llevaba un vinito y unas galletas para la casa, para el esposo. Que si quería empacar un poquito del pavo para llevarle al marido.
No, no, espérate: aquí empezó el problema. Para completar, preciso estaban de visita Alicia Beltrán y Paula Inés Verswyvel, que no son venenosas, ni nada, ¿no mija? ¿Qué? Que dizque a hacer visita navideña, mija: pero, claro, más bien es a ver si al fin se averiguan lo que sabemos. Estaban estas de visita y le pregunto a Luz lo del vinito y las galletas y lo del poquito de pavo. Y ella, un poco molesta, me dice “no, muchas gracias: ya tengo listo todo, doctora”. Y Alicia le dice (eso sí fue horrible: eso sí yo acepto), a Alicia le dio por decirle “uy, pero que dignidad la suya, ¿no sumercé?” Y eso sí fue horrible, horrible: no, pues esta india ha comenzado a gritar, mija, como una pura loca. ¿Qué?: pues que “ustedes los ricos creen que todos somos una porquería, que no servimos para nada, ¿cierto?”, y Paula Inés, que no es imprudente ni nada, coge y le dice “¿no nos irá a pelar el cobre ahora Lucecita?”, y esta pobre, enloquecida, ahí sí que se ha puesto a delirar: “ustedes creen que nosotros venimos al mundo a camachar, a que se nos suba cualquier indio en la cama, a tener desnutridos o quién sabe qué cosas y a limpiarles los calzoncillos y las manchas del water a ustedes para siempre”, “al Infierno irán a parar, viejas caquientas, inútiles, cochinas, y yo no voy a rezar ni un avemaría por ustedes”, “que se pudran, que sus maridos las dejen por no ser capaces en la cama, que se les aparezca el demonio por chismosas, y por decir tantas mentiras todo el tiempo”.
No, como una pura loca, mija: esta muchachita se ha parado en el sillón de Augusto a dar su sermón, su chillido espantoso, y nosotras pálidas, pálidas, tiritando de susto, y Alicia y Paula Inés pendientes de mi cara como si pensaran que todo era una broma mía, porque todo era demasiado absurdo, mija, porque eso no tenía ni pies ni cabeza y tenía que ser un chiste de alguien. Y esta dele y dele con su discurso, “van a tener que pedirme perdón de rodillas, una por una, el día del juicio final, porque es allá, no acá, en donde uno rinde cuentas”, y grite y grite hasta que se ha caído del sillón, se ha desmayado y se ha ido de bruces contra el tapete, medio chistoso, sí, pero durísimo, mija, durísimo, como una bomba de tiempo, o un huevo jumbo AA en el piso de la cocina. No, en serio, en serio: se dio durísimo y se quedó ahí, quieta, como un bulto de piedras.
Yo cogí el paraguas y la toqué por si las moscas, por si se nos botaba encima, como un monstruo, pero no se movió, ni nada. ¿Qué? No, ¿qué iban a decir?: mudas, aterradas, como yo. Y entonces se nos dio que dizque por llamar a un cura o a la policía, para ver si exorcizábamos o sacábamos a esta loca de la casa.
Terminamos llamando a don Arquimedes, el portero del edificio, sí, una solución intermedia, mija, y este señor, que es lo más de buen tipo, lo más de amable, vino ahí mismo y la sacó de la casa alzada en los hombros. Nosotras cerramos con todos los seguros posibles la puerta de entrada del apartamento. Nos alejamos de la puerta, y, como unas chinas chiquitas, comenzamos a escondernos, mientras esta muchachita golpeaba y golpeaba la puerta de entrada y seguía gritando “ábramen, ábramen: me las van a pagar”, “no va a quedar títere con cabeza, en esta casa va a ocurrir una tragedia”, y el pobre don Arquimedes la agarraba de los brazos para que no fuera a armar más enredos, para que no dañara la puerta de madera con las uñas, porque eso parecía como un animal salvaje, mija, y rayaba y rayaba la entrada con una rabia impresionante. Qué destemple.
No, claro, si fue horroroso: Paula Inés y Alicia se fueron. Sí, no, eso sí, adoradas, se quedaron conmigo hasta que se nos pasó el susto, pero, pobres, vinieron por lana y salieron trasquiladas porque Augusto llegó tarde ese día. Sí, pobre: hasta en Navidad le ha tocado trabajar. Porque él dice que no se va a pensionar sino hasta que haya terminado de vivir toda la vida. No, no se dio cuenta de nada: donde se dé cuenta me mata, y ¿de qué estaba hablando?, ¿qué le estaba diciendo? Ah sí, ah sí: el día de Navidad. La Pachita abrió sus regalos, recibió un e mail del niño Dios. No, no, no, ¿qué va?: algún loco de esos que viven encerrados mandando estos mensajes. Llamaron Pacho y Mónica medio alegrones, te llamé y no estabas. ¿Qué? Porque se habían ido a Peñalisa, mijita; pero tú qué te ibas a imaginar, ni más faltaba: culpa tuya si hubieras sabido que esta muchachita era una loca; pero mijita: si estabas con tus nietos, cómo no lo voy a entender. Y, bueno, muy bien, hablé con Tomasito que andaba por Cartagena paseando al norteamericano este que te cuento.
No, claro, espérese: lo siguiente fue unos diez días después, como dos días después del año nuevo. Marielita ya había vuelto. Sí, sí, una bendición y todo, pero espérese: yo estaba con Tomasito en la sala, Pachita estaba jugando con el PlayStation que le trajo el niño Dios y andaba medio brava, medio celosa porque yo no iba a ver lo que estaba haciendo. No, es que eso sí: su abuelita es suya y nadie se la puede quitar. Y me gritaba “granny ven, granny gané”, y yo tratando de concentrarme en el cuento que me estaba echando Tomás, que además se iba para Barcelona al otro día, a un ciclo de cine marginal, y que estaba medio adormilado por la fiestecita de fin de año. ¿Sabes lo que me dice?: es que un siglo no se acaba todos los días, mami”, ¿ah, ah, ah? Y oigo que Mariela deja caer un plato en la cocina y voy hasta allá. Y esta niña grite y grite “grandma, ven para acá, qué estás haciendo”. No, sí, divina, pero es que el momento era medio difícil. Y voy a la cocina y la veo de pies, pálida, con un limpión en una mano, toda despelucada y medio babeando, pero sin poder musitar ni una palabra, y entonces le pregunto “qué le pasa Marielita”, y ella no me dice nada y se mete al bañito que tiene, pero con todo el temblor del mundo, como si le hubiera vuelto la infección de los riñones, como si se hubiera acabado el mundo, o algo peor.
Yo me devolví a la sala, y, mientras le contaba a Tomás lo que estaba pasando, salió Marielita y me dijo: “doctora: yo de usted cerraba este apartamento con seguro, botaba las llaves en una alcantarilla y no volvía nunca, nunca: aquí está durmiendo el demonio”. Cogió sus cositas, no me pidió ni un peso, y esta es la hora en que no he vuelto a saber nada de Mariela.
No, no, no, pero hay más: todos quedamos aterrados. Tomás estaba amarillo del susto y no podía decir dos palabras juntas. El no cree en fantasmas ni en espíritus, pero les tiene un miedo impresionante. ¿Cómo “por qué”?: por si las moscas, ¿ah, ah, ah? Y estaba haciendo un frío impresionante, una de esas atmósferas paramunas que lo matan a uno. Eso es malísimo para los pulmones; sí, sí te oigo esa tosecita, pobre. Y ha comenzado a llover, pero ha caído un diluvio impresionante, con rayos y centellas, y caracoles, como Les Luthiers: sí, sí, son geniales, bueno, una tormenta espantosa, y yo, para contentar a la niña, que se estaba poniendo refunfuñetas, decidí hacer un poquito de chocolate, porque a Pachita le encanta y porque estaba haciendo un frío como de invierno. De invierno, de invierno: de infierno sería un calor horrible, Beatricita.
Me fui para la cocina. Alisté todo para hacer el chocolate, y entonces, no me preguntes por qué, me dio por asomarme a la ventana. Ah, ya: para cerrar la ventana, no fuera que nos inundáramos. Y estoy a punto de cerrarla, a punto de cerrar la ventana, y el corazón me late con toda la velocidad del caso porque todavía tengo susto, y siempre me han dado susto las tormentas. Es que papá sí era muy guache: lo obligaba a uno a ver las tormentas y nunca lo abrazaba a uno cuando caía un rayo. Y voy a cerrar la ventana y entonces a quién veo, mija, pues a esta niñita, a Luz, a la muchacha del servicio que me recomendó. No, yo sé, yo sé: usted cómo iba a saber una cosa de esas. Empapada la vieja, sentada en el tronco que hay debajo del árbol que queda detrás del edificio, mirándome con una cara de final del mundo, con una seguridad de tragedia de las de antes en los gestos, con el agua escurriéndole por la frente y por cada una de las puntas del pelo, sin parpadear, como un demonio hecho y derecho.
Yo me quedé paralizada, mijita. Estaba ahí, cada vez que caía un rayo por el sur, y me miraba, y me miraba, y me miraba horrible, como un animalito herido de muerte. ¿Exagerada?: pero porque no la viste, mija,