El señor Augusto Casas se detestaba a sí mismo. No le gustaba su nombre ni su personalidad. Nadie lo quería (su mamá no le pasaba al teléfono, su perro lo ignoraba, su novia le ponía los cachos con un vecino anciano) y detestaba su trabajo de oficina. A todos nos rechazan alguna vez: Augusto Casas era rechazado siempre.
Un día, el día que rebosó la vida, cambió su nombre por el de Esteban del Castillo. Y, de paso, se hizo cambiar el rostro por Gregogory Caremans, un reconocido cirujano plástico belga que reprodujo, en su cara, los ojos de Salvador Dalí, la sonrisa de Jack Nicholson, las orejas de Vincent Van Gogh, la barbilla de Kirk Douglas y la nariz de Lucho Herrera. Antes era Augusto, ahora era Esteban. Antes era flaco, ahora era ordo. Antes era inteligente, ahora era periodista deportivo.
El día en que se miró al espejo y no se reconoció, se atrevió a salir a la calle. Las mujeres lo observaron y los hombres lo respetaron. Los niños lo señalaron, con sus atrevidos dedos índices, como si lo hubieran visto en la televisión, como si fuera el protagonista de una telenovela en crisis. Y el tipo, consciente de su pequeña victoria, quemó sus objetos personales, compró cosas nuevas y consiguió amigos, amante, y gato. Y así fue feliz.
Y un día, viendo el noticiero, supo que el diablo le había dicho a Ferdinand de Motherfucker, un respetado cantante de heavy metal, que pronto comenzaría el segundo diluvio Universal. Salió de inmediato a la calle y entró a un centro comercial porque así lo aconsejaban los expertos. Dentro del edificio vio que, frente a él, y sentado en unas escaleras, estaba un hombre con nariz de ciclista, orejas de pintor, sonrisa de payaso, mentón de actor y ojos de loco. Estaba frente a su reflejo.
Su gemelo se levantó. Le preguntó su nombre. “Esteban del Castillo”, respondió. “¿Y usted?”.
Esteban sintió deseos de caer. Se apoyó en la baranda. Se sonrojó al oir el nombre de su doble.
“Yo me llamo Augusto Casas”, dijo.