Hoy me veo en la penosa pero necesaria tarea de denunciar la farsa del puerquito valiente: el tal Babe. Y de poner en evidencia, por su conducto, a todo un gremio que ha explotado nuestras culpas para empobrecer nuestras culturas: el grasoso gremio de los cerdos. Cuando el mundo fue azotado por la gripa porcina, hace ya un par de años, se hizo más que notorio el chantaje emocional al que los marranos nos han estado sometiendo en la era del multiculturalismo. En apenas un par de semanas, apenas empezábamos a familiarizarnos con la nueva enfermedad, nos vimos obligados a hablar de la H1N1 por cuenta del enfático reclamo de la comunidad puerca. Se enseña, en el tenso planeta de este nuevo siglo, que es políticamente incorrecto decir “cochino” o “puerco” o “chancho”, pues los tres términos son tan peyorativos que de inmediato hacen pensar en el hombre. A la hora de hablar de un cerdo, en las sociedades contemporáneas, se recomienda hablar de “un ser porcino”.
¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento los porcinistas lograron crearnos esta nueva vergüenza?
Todo iba bien. El mundo engordaba y engordaba a los cerdos, mucho más que a las personas, para servirlos los fines de semana con una manzana en la boca. La gente iba por ahí diciendo “hermano: no sea puerco”, “qué cochinada de alcalde”, “niños: dejen de marranear”, sin asomos de culpa. Las ficciones, que siempre llegan a la realidad de primero, los usaban como ejemplo del mal. La fábula de los tres cerditos, desde el siglo XVIII hasta la película de Disney de 1933, les enseñaba a los niños que no era bueno confiar en un marrano. Napoleón, el lechón de la novela Rebelión en la granja, era un villano emblemático. Fred, el chancho de las tocinetas de paquete marca Yupi, salía en los comerciales devorándose el producto porque la frase “cerdo come cerdo” era una verdad de dominio público. Piglet, el puerquito que consiente a Winnie Pooh cuando nadie está mirando, no pertenecía aún a la comunidad LGBT: era simplemente inútil. Podía decirse que Porky era un tartamudo de mierda, un gago puerco, y no era necesario susurrar, como ahora, “ese animal rosa padece una disfemia”. Miss Piggy era una vieja dominante e histérica que abrumaba a la pobre rana René: nada que ver con la mujer V.I.T. que ahora nos quieren vender.
Fue Wilbur, el marrano doméstico que van a sacrificar “para sacar unos buenos chicharrones” en el relato infantil La telaraña de Charlotte, el primero en encarnar la lucha cerda. Su miedo a la muerte, tan porcina, conmovió a la opinión pública, pero no fue suficiente para desmontar siglos y siglos de salchichas, jamones y chorizos.
Todo estaba bien. Los cerdos eran o alcancías o banquetes tolimenses o personajes secundarios: estaban en su sitio.
Y entonces, en 1995, llegó a carteleras la producción Babe: el puerquito valiente. Su voz narradora lo advirtió: “hubo un tiempo, no hace mucho, en el que los cerdos solo eran respetados por los otros cerdos…”. Y su trama, la de un marrano noble que no se deja someter de nadie hasta convertirse en un pastor de ovejas, no sólo la hizo merecedora de cinco nominaciones al premio Óscar, sino que dio paso a la llamada “revolución porcina” que nos ha venido acorralando desde entonces: ya ha calado en las nuevas generaciones ese discurso de sacar al chancho de la periferia, de reconocerle su otredad, de hacerlo visible después de años de maltrato. Decir, en pleno siglo XXI, que las marranas son para comérselas, se ha vuelto un imposible. La pobre presidenta argentina Cristina Kirchner fue crucificada hace unas semanas cuando dijo que las noches con su marido, el ex presidente Néstor, le habían mostrado que “es mucho más gratificante comerse un cerdito a la parrilla que tomar viagra”. En ese entonces la acusaron de burda. Hoy usan su frase como material probatorio.
La culpa es de Babe: de su vocecita, de su desparpajo, de su pendejada. Un día, de pronto, todos tuvimos que pensar en los marranos como en mascotas Un día, de pronto, tuvimos que quererlos. Tan lindo el marrano. Tan dulce. Tan tierno. Una escena cortada de la película, que puede verse en los extras del DVD que conmemora los 15 años de su estreno, resulta particularmente reveladora. Babe, acorralado por los demás animales, eleva un monólogo desgarrador. “Soy un puerco”, dice: “¿acaso un puerco no tiene ojos?, ¿no tiene un puerco manitas, órganos, cintura, problemas económicos, dilemas metafísicos?, ¿no es alimentado un puerco con las mismas sobras que un humano? Si nos pincháis, ¿no sangramos?, si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?, si nos frotáis, ¿no nos calentamos un poquito?, y si nos hacéis el mal, ¿no nos vengaremos contagiándoos de gripe?”.
La escena no llegó a la edición final que fue estrenada el 4 de agosto de 1995. Pero prueba el punto: que el tal Babe ha logrado hacerse la víctima en este mundo nuevo en el que cuando no dormimos caminamos en puntillas.