Por estos días de cine –uno cambia todo el tiempo- he llegado a aceptar que sobretodo me interesan las comedias. ¿Por qué? Porque uno igual entra a todas las películas con ganas de reírse. Y resulta menos vergonzoso, para cualquier espectador bien educado, soltar toda la risa almacenada cuando es ese, hacer reír al público, el principal objetivo de los productores. Quiero decir que las superproducciones sin sentido del humor, esos relatos grandilocuentes que acaban de descubrir verdades tan evidentes como “la fe que mueve montañas”, “la tierna inocencia de la niñez” o “la poesía que nace cada día”, tarde o temprano nos sirven para hacer bromas a la hora del almuerzo. Y que nos abandonan llenos de preguntas malintencionadas, teorías envidiosas y sospechas inconfesables que no nos dejarán en paz hasta la muerte. O por lo menos hasta que tengamos algo más que hacer. Una novia. Un trabajo.
Revisemos, para comenzar, el caso de La guerra de las galaxias: ¿cómo hace Darth Vader, el temible líder del lado oscuro, para hacer pipí?, ¿debe quitarse toda la armadura cuando va al baño?, ¿las espadas láser de los caballeros Jedi, que jamás se quedan quietas, son una vergonzosa metáfora de algo?, ¿no nos hemos dado cuenta de que en la tercera entrega un sapo gigantesco dirige una orgía espacial, unos desparpajados ositos de peluche van por ahí, como cualquier misógino de ahora, gritando “chocha” (no es culpa mía: les ruego que alquilen ahora mismo El regreso del Jedi), y un hombre descubre que la única mujer de la que se ha enamorado es su propia hermana gemela? No soy un homófobo de esos, no. No creo que el homosexualismo sea nada del otro mundo ni le temo a reconocer la belleza de otros hombres. Pero mi teoría es que el llamado “lado oscuro” de la saga de George Lucas es, en verdad, el fantasma de la homosexualidad. Pensémoslo bien: ¿no andan siempre en parejas masculinas los villanos de la historia?, ¿no va el viejo Obi Wan detrás de un joven escotado que cruza las galaxias?, ¿no son los narradores de la aventura una pareja formada por un robot amanerado y un androide cilíndrico?, ¿por qué respira agitadamente Darth Vader cuando pasa junto a muchachos de uniforme?
La trilogía original de La guerra de las galaxias es, pues, la tragedia de un joven que se resiste a salir de un closet interestelar. No me cabe la menor duda. Por algo se inspira en (y les pido que lean el título que viene con cuidado) las locas aventuras de El señor de los anillos. Resulta innegable que la insana relación entre el héroe de la narración y su amigo incondicional (“señor Frodo, señor Frodo: soy tu Sam”, gemía en la segunda entrega) sólo se resolverá cuando la tentación de poseer aquel anillo desaparezca. No, no hay que haber estudiado en el exterior para tomar el atajo hasta la conclusión: la obra de J. R. R. Tolkien es, en verdad, una fábula ejemplar que le recuerda a ciertos jóvenes lampiños lo riesgoso que puede ser viajar por el mundo con otros jóvenes lampiños.
Pero no sólo las epopeyas taquilleras han sido malinterpretadas por los críticos del mundo. Pocos se han dado cuenta de que La novicia rebelde, que las mamás cantan de memoria desde el comienzo hasta el final, es el relato de la venganza de una sociedad escalofriante que se resiste a que los señores de apellidos añejos se casen con las empleadas del servicio doméstico. No soy un clasista de aquellos, no. No creo en las jerarquías de ninguna clase ni me hago amigo de mis amigos sobre la base de su declaración de renta (por supuesto: por si acaso me piden la mía). Pero ¿no es cierto que la familia Von Trapp debe huir de la Viena aristocrática después de que la novicia indecisa ha obligado a los siete hijos de su marido, entre muchas otras cosas, a vestirse con las cortinas tropicales de una habitación, a despedirse de los mayores en orden de estatura y a formar un grupo musical de pantalones cortos en la triste tradición de Menudo?, ¿no se convierten en prófugos la niñera y el capitán por haber hecho esas animadas coreografías detrás de cámaras?, ¿habrán cantado en su noche de bodas?, ¿no hay algo de cinismo en el “cuando Dios cierra una puerta abre una ventana” que pronuncia la madre superiora? Quiero decir: ¿en qué piso queda esa ventana?
Es evidente: mi problema es (y espero que esto no me aleje de este importante informe especial) que yo sí entiendo las películas. Yo sí me di cuenta de que The Matrix no es una tríada filosófica que pone en duda nuestro sentido de la realidad sino sólo una típica alucinación de oficinista: ¿no es muy común oírle decir a un oscuro funcionario por el estilo del señor Anderson de la película, a un fanático que se enfrenta a los juegos de video con la corbata desatada, las palabras “ojalá llegue una vieja forrada en cuero a mi cubículo y me pida que libere a la humanidad de su sueño”?, ¿qué más quisiera un trabajador de nueve a cinco, graduado de sistemas en una universidad de paso, que un día llegara un negro gigantesco a pedirle que salvara al mundo de un virus inclemente, que un día llegara a su vida un maestro que no sólo le enseñara técnicas de defensa personal sino que además le ahorrara el dinero de un postgrado consiguiéndole una serie de programas que pudieran inyectarse en la cabeza?
No es este el caso, ya que hablamos de maestros, del pusilánime señor Miyagi de Karate Kid. Que, como todos sabemos, engaña a su discípulo desde el principio. Le hace creer que todos los favores que le pidió –encerar el suelo, brillar el carro, pintar la cerca- en realidad son sofisticados golpes de karate. No le preocupan las risas de la gente, claro, porque nadie se está riendo de él. No le afectan sobrenombres como “explotador”, “negrero”, “embaucador” porque no entiende el idioma. En fin. Se rumora que los zares de la censura norteamericana editaron las partes en que el supuesto profesor de Okinawa obligaba a su discípulo indefenso a quitar los pelos de la ducha, planchar su sugerente ropa interior y (abro comillas) hacer una carne asada que le quedaba deliciosa a mi esposa (cierro comillas) por considerar escenas como esas contrarias a las buenas costumbres. Ojalá alguien hubiera censurado, digo yo, la escena en que Mary Poppins les da droga a sus niños para que entren a un colorido mundo de dibujos animados.
Sí, es verdad: es evidente que tengo otro problema: que, porque no paso un solo día sin ver una película, al final he dejado de entender los mecanismos de la vida. Quiero decir que todos los días lamento que no veamos el letrero “cinco meses después” cuando vivimos el peor año de nuestras vidas, que pierdo mucho tiempo en el intento de darle una estructura dramática a mi biografía, que debo regresar de las ficciones a esta cotidianidad que jamás llega a la sala de montaje. Sí, todos tenemos que admitir que no habrá música de fondo ni créditos que bajen después de nuestra última escena. Todos debemos dejar de acercarnos a las demás personas como si fueran actores que comparten el set de filmación con nosotros, porque corremos el riesgo de no aceptar, jamás, que no somos personajes de película. Yo he comenzado por reconocer, en este texto, que sobretodo me interesan las comedias.