En el cine, por mal que a uno le vaya, le va mucho mejor que afuera. Yo, que siempre entro por entrar, por vivir la experiencia una vez más, tengo que hacer un gran esfuerzo para encontrarle “peros” al plan. Puedo pensar, eso sí, en los contados malos ratos que he vivido en los teatros: la tarde pegajosa en la que una señora pasada de kilos, acezante en la oscuridad, se me sentó sobre las piernas; la escalofriante noche, en uno de esos cinebares que no son ni lo uno ni lo otro, en la que un desconocido me pidió que brindáramos por la escena que acababa de pasar; y sobre todo, más allá de cualquier momento incómodo, esas funciones perdidas en las que alguna película de Hollywood me ha mostrado a Colombia como un infierno tropical habitado por mejicanos.
No me siento maltratado porque los gringos nos pinten (todo empezó en Caracortada, la gran precursora, en 1983) como una raza bárbara e inhumana capaz de asesinar a sus enemigos con una sierra eléctrica (que es, de hecho, una de las muchas maneras de asesinar que hemos explorado), ni me doy por aludido cuando algún héroe yanqui esquiva bombas o cocodrilos o gallinas en esa Bogotá en ruinas, más bien selvática, imaginada por la misma gente que imaginó el mundo de Oz. No me atormenta que a los colombianos del cine norteamericano les falten varios dientes bajo el bigote, varios botones en las camisas blancas (ocurrió en Señor y Señora Smith, la más desfasada, en este 2005), ni me perturba que un protagonista invencible, tipo Chuck Norris, sea capaz de capturar a un líder de la guerrilla en apenas una hora y media. No, no es nada de eso.
Me salgo completamente de la película: eso es lo que me irrita. Ser colombiano me afecta ante esas producciones de segunda, sí, pero no porque me enfurezca la visión distorsionada que dan de nuestra realidad, no porque me duela la patria o algo por el estilo, sino porque, como sé que las cosas no son así, como sé que nuestros narcos son mucho menos fáciles de vencer y que nuestros ejecutivos de vez en cuando usan corbata, me queda imposible creerme lo que están contando. También la queja unánime del público (qué ira, qué indignación) acaba con mis esperanzas de olvidar lo que sucede fuera de la sala de cine. Se me ocurre, entonces, que nos preocupa la imagen que el mundo tenga de Colombia porque nos cuesta entender que Colombia también queda en el mundo. Vivimos obsesionados con que nos acepten, sí. Somos una señorita con baja autoestima.
Quizás le temo al patrioterismo. Quizás no puedo odiar nada del cine. El hecho es que, desde hoy, he decidido pensar que las visiones hollywoodenses del país tienen su encanto. Después de todo, me digo, nos han dejado momentos imborrables: Michael Douglas gritando “go to Cartageiña” en Dos bribones tras la esmeralda perdida, Vicky Hernández atendiendo sumisamente a Meg Ryan en Prueba de vida, Harrison Ford descontrolado (“agáchese: esto es Bogotá”, le dicen) en la más vergonzosa secuencia de Peligro inminente. Y no sólo eso. Ha sido conmovedor ver a los mismos actores, a Miguel Sandoval o a Cliff Curtis, dedicados a hacer de pablos escobares de película en película. Y emocionante decir en voz alta los nombres de los narcos creados para cada ocasión: tendremos siempre al alias “El lobo”, que maneja, él solo, la guerrilla de Daño Colateral; al soso Francisco Cindino, de Con Air, único pasajero pusilánime del vuelo; y al temible Ramón Cota, que saluda, en Fuerza Delta: Colombian Connection, con las inmortales palabras “soy Ramón Cota: estás muerto”, para reírnos de lo poco que le interesa a Hollywood entender a sus villanos.
Árabes, rusos, colombianos: a ellos les da igual. Estamos en este planeta para ser estereotipados por los gringos. Que no nos veamos como ellos nos ven, creo, es mucho más que suficiente.