Es nadie. Aparece en la película, nadie lo niega, pero ni siquiera es el primo de algún conocido de cualquier personaje secundario. No pronuncia ni una sola frase. No estornuda ni da un paso en falso ni mira mal a los protagonistas. Solamente pasa por ahí, nada más está ahí. En la vida real, en las aceras de las calles que nos vemos obligados a recorrer, sería otra de las personas desenfocadas que nos cruzamos. En la pantalla de cine también es una parte del escenario, del segundo plano, del paisaje, pero al menos puede decir que está trabajando, que su oficio consiste en ser un hombre invisible. Puede decir que es un extra. Y, cuando empiecen las risitas de mala fe, puede alegar que su pacífica inexistencia es el estado al que aspiran los monjes zen, que su anonimato era el anhelo de la poeta Emily Dickinson (“¿eres tú también nadie?”, se pregunta en el poema 288, “ya somos dos entonces”) y que su identidad desconocida es una dolorosa verdad que solamente unos cuantos se atreven a reconocer.
Pocos se han volteado a ver a un extra. El escritor Andrés Burgos, en una conmovedora novela titulada Nunca en cines, rescata a uno que poco a poco se fue convirtiendo en un actor de reparto: el chino malvado de todas las películas de bajo presupuesto, Al Leong. El comediante Ricky Gervais, en una nueva serie de televisión producida por la BBC, ha conseguido reivindicar a esos intérpretes sin rostro que pasan de la frustración a la sabiduría en el momento en que se dan cuenta de que al menos tienen un trabajo. El divertido Eduardo Blanco, en la producción El hijo de la novia, prueba (no sin cierta vergüenza) que casi todos los extras lo hacen por el dinero. El genial Peter Sellers, en la comedia La fiesta inolvidable, demuestra lo riesgoso que es (lo desastroso que puede ser) un actor atmosférico con pretensiones. El malgeniado Alan King, en un oscuro largometraje llamado Mis memorias (lo juro: lo tengo en beta), se lanza a decir “que los extras son el verdadero Hollywood: no verán nuestros nombres ni antes ni después del título pero nosotros lo vemos detrás”. Y sin embargo es Cantinflas, en la maravillosa El extra, quien logra resumir la belleza de la tarea de un solo golpe: “nosotros los extras somos los que le damos sabor al caldo, como quien dice el condimento”, dice embolándole los zapatos al protagonista de la película, “no es cuestión no más de hacer bulto y ponte ahí y date la vuelta, hay que dar de sí, y si no dar de sí, da usted de no, pues no más no”.
Pocos han llegado a saber cómo es la vida de un extra. Yo conozco a dos que participaron en grabaciones de Padres e hijos. Y puedo decir, sin temor a equivocarme, que la experiencia los trasformó profundamente: quiero decir que ser extra en la ficción los enloqueció hasta volverlos extras en la vida. El primero le resolvía cualquier problema a una novia voluptuosa con las palabras: “mi amor: acuérdate que yo conozco al subdirector del Icfes”. El segundo se quedaba quieto, en una esquinita, en todas las fiestas a las que asistía. Los dos insistían en que “la gente cree que hacer lo que hacemos es facilísimo”. Y los dos reconocían que sí lo es, que es lo más fácil del mundo, cuando se tomaban más de dos cervezas. Basta con sacarse unas fotos, tener una figura genérica (o al menos una cara olvidable) e inscribirse en una agencia que se dedique a la trata de elencos. Y listo. “Se mata tiempo, se conoce gente, se hace plata”, dice el extra Matt Haze en una reciente entrevista para la revista McSweeney’s.
Las buenas películas están llenas de extras, pero la prueba de que son buenas es que no los vemos por ninguna parte. Lo cierto es que hay extras de todos los colores, los tamaños y las religiones. Hay extras gratis: mamás, papás y hermanos que se comprometen a hacerle la vida más fácil al director. Y hay extras protagónicos: Alfred Hitchcock pasó por ahí, un transeúnte mudo, en sus más de cincuenta películas. Yo, desde julio, he amanecido con la sensación de que todos somos extras en la vida de Zinedine Zidane. Después caigo en cuenta de que incluso él, con su conmovedor cabezazo, puede ser extra en la vida de alguien que no nos han presentado. Y al final entiendo –este, creo, es el mejor elogio que se me ocurre- que ser extra no es más que aceptar la realidad. Esa idea me está haciendo la vida más fácil.
Publicado en septiembre de 2006 en SoHo. © 2006, Ricardo Silva Romero y Revista SoHo