La confesión está hecha. Sólo falta responderle “por qué” a un auditorio defraudado que me mira (los veo: mis papás se tapan la cara, mis profesores se suenan las lágrimas, mis amigos gritan “que no estoy” cuando los llamo por tercera vez esta mañana) como si en vez de haber dicho “veo Padres e hijos después del almuerzo” acabara de reconocer que cargo conmigo una aberración que tiene que ver con gabardinas abiertas en oscuros jardines infantiles. Pero no, lo mío no es tan grave. Lo mío no aparece aún –lo hará: no cabe duda- en las páginas del código penal. Yo sólo veo Padres e hijos, una serie de televisión torpe, inverosímil, hecha a la carrera desde hace 13 años, a una hora en la que todos los adultos responsables están trabajando: eso es lo único que hago.
Y lo hago, por supuesto, obligado por un camino de razones que me lleva hasta el control remoto. Lo hago, para comenzar, por las tiernas moralejas del comienzo: ¿no han visto que cada capítulo de la producción pone en escena una enseñanza tan aparatosa, tan desconcertante, tan mal redactada (una reciente: “si la duda nos invade, el camino al desastre es seguro”) que parece pensada por un sabio con problemas de alcohol? ¿Han oído la voz cansada de los actores mientras leen estas máximas? ¿Conocen otro dramatizado que se atreva a entregarnos desde la primera escena la lección que aprenderemos al final? Yo no. Yo creo que Padres e hijos es una cosa extraordinaria: estoy dispuesto a ver de reojo las desventuras de la familia Franco, día a día, hasta que todos sus hijos sean abuelos.
Y no es una ironía, no, ni más faltaba. Por supuesto: ver la serie es un placer culposo para mí (me declaro fascinado –desde mi superioridad de puertas para adentro- por la desastrosa improvisación de sus escenas, por los descarados robos de tramas que sus libretistas cometen impunemente, por la emoción de burócrata con la que sus actores encaran los momentos más dramáticos), pero con humildad le aplaudo el ingenio que ha sostenido la trama durante más de 3000 capítulos, la valentía que le ha entregado a una reina rolliza, Danielita, el protagonismo absoluto de la saga, y la entereza que le ha evitado convertirse en uno más de aquellos engendros culturales que tienen a la televisión colombiana –qué triste- a punto de perder la dignidad que guardaba bajo llave. Sí, Padres e hijos es una cosa colombiana: ¿cuántas series al aire pueden darse el lujo de decir algo como eso?, ¿cuántas emplean actores criollos que olvidan sus líneas por pensar “sólo vine aquí por mi cheque”?
En fin. Uno llama a los amigos cuando la está viendo –uno tiene el teléfono a la mano- porque lo que aparece en la pantalla es tan absurdo, tan imposible, tan surrealista, que bien podría tratarse de un sueño: los versos perezosos de la canción de la presentación (“cambia todo y todo cambia / hasta la forma de querernos”), las bebidas anaranjadas que nadie se atreve a tomar, la ineficacia del vaporoso peluquín del señor de la casa: ¿quién podría creerlo si no lo viera con sus propios ojos?, ¿quién me creería, sin haberlo visto nunca, que Cristóbal, el galán mitad costeño, mitad incapaz, hizo suya a la heroína maciza (“la hizo suya”: siempre había querido usar esa frase) mientras trataban de no caerse, aceitados como dos mecánicos sin overoles, de una hamaca colgada de dos palmas?, ¿quién podría creerme, aparte de los amigos que he llamado a tiempo, que este año un yuppie parapléjico pronunció las palabras “claro mi amor: soy todo un hombre” cuando su novia le preguntó “mi amor: ¿tú sí puedes?”, o que un drogadicto sin futuro se transformó de la noche a la mañana en un profesor de filosofía apodado Wild “como el poeta”?
Hubo una vez un capítulo en el que el elemento cómico de la obra, la regordeta Lili, bailó una penosa versión de la danza de los siete velos frente a un tipo al que se refirió todo el tiempo como “mi Germanchis”. Hubo adulterios divertidos, secuestros para bien, tumores extirpados antes de comerciales, madres convencidas de que “ustedes las niñas de ahora no saben pelar es ni una papa”, pérdidas de la virginidad con enfermos terminales, valientes chapuzones en aguas termales. Y hubo un episodio musical, onírico, simbólico, en el que, dentro del sueño brumoso de un estado de coma, vimos a una familia detenerse en la orilla de un lago para cantarle una canción a su madre agonizante (“¿Charo-Charo, amiga mía, a dónde vas?”, cantaban) mientras ella se alejaba en una barca de bajo presupuesto que iba a conducirla a la muerte. Sí, así fue: una escena musical dentro de un estado de coma. Y ustedes no lo vieron. Y ustedes se lo perdieron para siempre.
Pero yo no. Yo veo Padres e hijos, siempre que puedo, con la culpa de quien pierde el tiempo mientras los demás trabajan. Y los invito a ver el capítulo de hoy conmigo, como cualquier corruptor de menores, porque lo único malo de verla es verla solo.
Publicado en septiembre de 2004 en SoHo. © 2004, Ricardo Silva Romero y Revista SoHo