Siempre que pienso en la primera plana de El Espacio (es decir, siempre que mi paranoia ve en la calle los posibles titulares del día siguiente) pienso en aquella extraordinaria noticia de hace unos siete años, que decía: “Osvaldo Ríos se confiesa: ¡me encanta que me chupen las tetillas!” En ese entonces, septiembre de 1997, yo dictaba clases de literatura en un colegio que no viene al caso. Y en los recreos, en las casetas de lata más cercanas, miraba sin quedarme mirando los escándalos que suele gritar el diario amarillista. La mañana del titular citado había quedado en hablarles a los alumnos de octavo sobre la poesía del siglo de oro. Así que lo que más me impresionó de los antojos del señor Ríos, actor con fama de pegarle a sus novias, fue que los confesara en un endecasílabo de soneto clásico. ¿Qué quiero decir con esto? Que la frase “me encanta que me chupen las tetillas” tiene las once sílabas que tiene cualquier verso de Lope o Góngora o Quevedo.
Piénsenlo. Léanla de nuevo. A los estudiantes que menciono les sirvió para grabarse, como un trauma, el sonido de un soneto. Lo que significa que todo se debe decir en chiste si esa es la manera más precisa de decirlo: es una de las tantas cosas, la menor, que me ha enseñado la feliz lectura de El Espacio.
Ustedes ya lo han visto. Ustedes se lo saben de memoria. Si dijera que es un tabloide que mancha las puntas de los dedos, si hablara de su crucigrama legendario o de las injustamente llamadas “viejas empelotas” (tienden a ser jóvenes) que cierran el paréntesis de cada edición, no estaría diciendo nada nuevo. Nadie se sorprendería si contara que en los ejemplares que tengo en mis manos un aviso publicitario recomienda la compañía de unas “Lolitas uniformadas y carnetizadas”, una madre le pregunta a un consultor sexual cómo enseñarles a sus hijos veinteañeros la limpieza correcta de ciertas zonas íntimas (por si acaso: la clave es un jabón no antibacteriano), y una actriz, que parece hablar por el diario en cuestión, defiende los recursos de su telenovela del mediodía con las palabras “yo no creo que ser truculento sea tocar temas neurálgicos de la realidad nacional”.
Conocemos El Espacio de arriba abajo. Pero jamás dejará de asombrarnos la genialidad maligna de sus titulares. Yo, en mis extensos estudios sobre el tema, he podido identificar cinco tipos fundamentales: los simplemente informativos (“¡Iba mal en el colegio y se ahorcó!”), los falsamente tiernos (“¡El Tino, un sinvergüenzón!”), los realmente engañosos (“La violaron diez veces” refiriéndose a la caja fuerte de un banco), los elementalmente descriptivos (“¡Nació con el pipí en la frente!”) y los tristemente intrigantes (“¡Un niño: antorcha humana!” o “¡Autopsia al cadáver de la mamá!”). Los últimos suelen ser los más comunes de todos. Y tienden a conducirnos a un subtítulo, en páginas interiores de la publicación, que sin falta le da paso al drama terrible de una familia indefensa. Un ejemplo: uno se dice “ah, claro” cuando se da cuenta de que el titular de primera plana “¡Violó la suegra y secuestró la hija!” lleva a una historia llamada “¡Iba a cambiar a la niña por vicio!”, que anima la información de la página seis.
Su filosofía de base, “ser un diario cinematográfico”, “informar mediante notas irreverentes”, “creer en Colombia sin arrogancia pedante pero sin humildad postiza”, lo ha convertido en el segundo periódico del país en términos de circulación. Tengo la impresión de que, sin embargo, no hemos querido reconocer que leerlo nos enseña a ver señales del infierno en las esquinas. Juro que hoy, antes de escribir este texto, hice un viaje en un taxi conducido por un chofer sin manos, tomé un bus detrás de una señora con la cabeza ensangrentada y vi a un hombre atropellado en el puente que queda justo enfrente de mi edificio. Así que en cualquier parte hay primeras planas de esas. El Espacio será un periódico de mal gusto, nadie lo niega. Pero el mal gusto se parece mucho más a la vida que el refinamiento.
Publicado en sepiembre de 2005 en SoHo. © 2005, Ricardo Silva Romero y Revista SoHo